Protrepsis, Año 14, Número 27 (noviembre 2024 - abril 2025). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 14, Número 27 (noviembre 2024 - abril 2025) 159 - 171
Recibido: 21/08/2024
Aceptado: 01/11/2024
Ensayo: El derecho a perderse. Aproximaciones en torno
al desprendimiento como praxis de rebeldía existencial
ante las imposiciones capitalistas del trabajo enajenado
Gabriel Martínez Villareal 1
1 Universidad Autónoma de Nuevo León
San Nicolás de los Garza, Nuevo León, México
E-mail: gabriel.martinezvllrr@uanl.edu.mx
https://orcid.org/0009-0001-5801-1832
Resumen:
A partir de una breve consideración filosófica de la relación entre el trabajo enajenado
en Marx y la ética protestante en Max Weber, se analizan sus consecuencias para la vida del
individuo contemporáneo, atendiendo tanto a las teorizaciones de Albert Camus sobre lo absurdo
como a las de Lobsang Castañeda sobre el hombre-maquinal y el mal del ímpetu. Así pues, se
expone cómo las imposiciones capitalistas de la funcionalidad civilizatoria han orillado al ser
humano de nuestros días a una negación práctica del valor del ocio, el descanso y la relajación como
condiciones indispensables para el bienestar. En respuesta a esta problemática, y en un intento de
replantear en clave política la aceptación camusiana de lo absurdo, se propone el desprendimiento
como una praxis de rebeldía existencial y resistencia pasiva, expresado a través del concepto de
habitar este espacio. A nivel individual, esto constituye una forma de protesta pasiva contra el
trabajo enajenado y el discurso hegemónico que lo justifica.
Palabras clave
: Capitalismo tardío, funcionalidad civilizatoria, mal del ímpetu, lo absurdo,
desprendimiento, habitar este espacio.
Abstract:
Drawing from a brief philosophical consideration of the relationship between Marx’s
alienated labor and Max Weber’s Protestant ethic, we analyze their consequences for the life of
the contemporary individual, addressing both Albert Camus’ theorizations on the absurd as well as
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Lobsang Castañeda’s on the mechanical man and on momentum sickness. Thus, we show how the
capitalist impositions of civilizational functionality have led the humans of our time to a practical
denial of the value of leisure, rest, and relaxation as indispensable conditions for wellbeing. In re-
sponse to this problem, and in an attempt to rethink Camus’ acceptance of the absurd in political
terms, we propose detachment as a praxis of existential rebellion and passive resistance, articulated
through the concept of dwelling in this place. At an individual level, this constitutes a form of pas-
sive protest against alienated labor and the hegemonic discourse that justifies it.
Keywords:
Late capitalism, civilizational functionality, momentum sickness, the absurd, detach-
ment, dwelling in this place.
Enajenación, sinsentido y desprendimiento
El sistema capitalista, a nivel social y cultural, impone sobre los individuos la obligación firme y
estricta de participar en actividades económicas mediante el trabajo. El trabajo, pilar indefectible
de la maquinaria capitalista, es una expresión de la funcionalidad que objetiva la actividad del ser
humano en trabajo asalariado. Ya Karl Marx ha expuesto las repercusiones que las directrices
teóricas y prácticas del capitalismo tienen para la vida del trabajador. A saber, que el trabajo
enajenado, en cuanto fenómeno de separación, de alienación del ser humano respecto de los frutos
de su trabajo, de mismo y de los demás, pesa sobre él y le orilla a una vida objetivamente
miserable en la que su propia esencia humana termina siéndole ajena (Marx, 1932/1980: 113).
En términos nihilistas, el trabajo enajenado imprime con mayor fuerza y claridad al sinsentido de
nuestra existencia. Ante la conciencia del sinsentido de su labor enajenante, el ser humano
enajenado, en vez de liberarse, acaba por reafirmar su propia sujeción a las cadenas económicas de
la enajenación. Con esto se convierte en lo que el filósofo Lobsang Castañeda define como, es decir,
un ser humano enfermo del mal del ímpetu, entregado por entero a la actividad perpetua,
sustrayéndose a mismo respecto del descanso y de cualquier actividad de ocio y esparcimiento
(Castañeda, 2013: 24). Semejante ser humano, en efecto, vive obsesionado con la funcionalidad,
la productividad y la eficiencia máximas. Pero en algunos momentos indeterminados de soledad y
lucidez, este se vuelve presa de una ruptura, un despertar que lo hace dolorosamente consciente de
lo que Albert Camus denomina lo absurdo. Al verse reducido prácticamente a una máquina, a un
medio para el fin impersonal de la acumulación de capital, no es raro que el trabajador de nuestros
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días caiga en la angustia y por ello se muestre agobiado e insatisfecho. Su desdicha radica
fundamentalmente en que el cauce de su vida, impuesto y delimitado bajo los rígidos imperativos
civilizatorios de lo hiperfuncional, le ha arrancado de cualquier otro elemento, cualquier otra
actividad y cualquier otro pensamiento ajenos a lo que conlleva ser funcional y productivo.
Funcional y productivo, desde luego, para el cumplimiento cabal de objetivos y fines que al
trabajador, en principio y en práctica, le son tremendamente ajenos.
A principios del siglo XX, Max Weber sentenciaba: “El sistema capitalista actual es un cosmos
terrible en el que el individuo nace y que es para él, al menos como individuo, como un caparazón
prácticamente irreformable, dentro del que tiene que vivir” (Weber, 1904/2001: 63). Hoy día,
como individuos fácilmente podemos constatar la vigencia de su afirmación. Ante el cuadro
sumamente deprimente que pinta semejante realidad, resulta urgente pensar en una nueva manera
de hacer frente a la explotación capitalista y a los evidentes perjuicios que conlleva el hecho de
vernos coactivamente encauzados hacia un modo de vida que, al centrarse con tanta intransigencia
en la acción funcional y en los procesos productivos, deja de lado y elimina cualquier otro aspecto
de la vida humana: aspectos fundamentales y ricos tales como el descanso, la relajación, la inacción,
el ocio y el esparcimiento. Si aceptamos la premisa de que el descanso no debería ser considerado
como una recompensa, sino más bien como necesidad biológica y como derecho fundamental
inherente a todo ser humano, entonces resulta pertinente indagar sobre posibles alternativas y
propuestas que busquen oponerse tajantemente a todas estas imposiciones sociales que, en su ética
y en su discurso ideológico, exaltan hasta el delirio el supuesto valor del trabajo, el esfuerzo, la
resignación humilde y la autoflagelación como expresiones de la virtud. Esta valoración moral de
determinadas actitudes y comportamientos sociales orientados hacia el trabajo es sintetizada por
Weber en su caracterización de la idea del deber profesional, la cual consiste en:
esa idea de una obligación que el individuo siente y tiene que sentir respecto al contenido de
su actividad “profesional”, con independencia de en qué consista ésta, con independencia
especialmente de que se la perciba como utilización de la fuerza de trabajo o de la propiedad
de bienes (como "capital”). (Weber, 1904/2001: 63)
En esta noción de deber profesional se conjugan los valores esenciales de la ética social de la cultura
capitalista. Se puede considerar entonces que semejante cultura apunta hacia el valor económico
de la funcionalidad como un fin en mismo para la construcción y el mantenimiento de la
civilización. A todo esto, ¿cómo hacer frente a la funcionalidad civilizatoria, a aquellas imposiciones
de la sociedad capitalista que nos compelen a hundirnos en el mal del ímpetu? Ante los problemas
existenciales que surgen de la hiperfuncionalidad capitalista y de sus perjuicios para el bienestar
humano, se propone aquí el desprendimiento. En términos simples, el desprendimiento consiste en
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la decisión individual y voluntaria de no actuar, de elegir la inmovilidad pese al deber, pese al
conjunto de obligaciones externas impuestas que nos instan a la acción. En este sentido, el
desprendimiento se asocia con un desapego, desvinculación, extrañamiento o distanciamiento
respecto de la lógica de lo funcional, lo eficiente y lo productivo. El fin y la esencia del
desprendimiento, cabe aclarar, no yacen en la pereza, el ocio o el aburrimiento como expresiones
de un mero deseo personal o como fines en sí mismos. Más bien, el propósito del desprendimiento
estriba en la resistencia individual y la rebeldía existencial. Con ello, se trata de que el acto de
desprenderse sea una praxis del individuo manifestada en último término como forma de protesta
pasiva.
Pero antes de comprender la pertinencia política y existencial del desprendimiento, es preciso
reflexionar sobre la condición del ser humano en el capitalismo tardío, enfatizando sus
repercusiones anímicas y valorativas para la vida del individuo.
El mal del ímpetu: un correr vacío
En el contexto del talante hiperfuncional e hiperproductivo del capitalismo tardío, el filósofo
Lobsang Castañeda identifica al mal del ímpetu como una de nuestras enfermedades espirituales
más agobiantes y perniciosas. Semejante mal consiste en:
la actividad aumentada hasta lo ridículo. El poner en acción de manera implícita el cuerpo y
la mente. El rechazar inconscientemente los estados vegetativos. […] El “mal del ímpetu” es
el sufrimiento de la función prolongada ad infinitum. La demostración de que la civilización
nos asfixia con sus manazas invisibles. (Castañeda, 2013: 24)
El mal del ímpetu impone la obligación de siempre moverse. Las directrices del mundo moderno
desechan rotundamente toda posibilidad de quietud. En el mundo hiperfuncional e
hipercompetitivo del capitalismo tardío, estamos todos conminados a correr de acá para allá en un
vaivén infinito e insensato, al igual que un montón de micos alertas, atemorizados, con los ojos
siempre abiertos y el cuerpo en constante agitación.
La cotidianidad que nos sumerge en la actividad productiva no sólo exprime sendas ganancias de
la fuerza de trabajo que nos vemos forzados a vender, sino que además entumece la mente al
inducirla de forma gradual hacia un estado de inercia perpetua. Se trata de un entumecimiento a
fuerza de agitación constante y excesiva, pues tal agitación le impide a la conciencia la calma
necesaria para la reflexión. Es por ello por lo que la inercia de lo cotidiano se manifiesta en la
pérdida de la individualidad, la pérdida del pensamiento original; la adopción, pues, de un estado
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mental de trance ansioso en el que siempre hay algo que hacer. En la mente enferma del mal del
ímpetu, lo único que importa es lo que aún falta por hacer, lo que se hará más adelante.
La miríada de obligaciones y pendientes mundanos del modo de vida hiperfuncional vuelven al
individuo actual en alguien inevitablemente miserable. Miserable no sólo por las dificultades
intrínsecas de sus actividades, sino también porque, a la larga, a manera de antítesis simétrica, éstas
le impiden el disfrute de la inactividad. En el epicentro del mal del ímpetu, la inactividad se
presenta como una fuente de ansiedad e incomodidad antes que de relajación. Ante el apremio
autoimpuesto de la función perpetua, al descanso se le tacha como un obstáculo o un freno que hay
que evitar a toda costa o, si no queda más remedio ante el cansancio, que debe satisfacerse sin goce
de por medio. A través de los ojos enajenados por la inercia de la actividad, la dulce obsolescencia
del dormir, entendida como el estado por excelencia de la no-producción, nunca será vista como
un derecho, mucho menos como una fuente válida de placer.
¿Y por qué tanto autoflagelo? ¿De dónde proviene esta necesidad de despreciar el descanso y la
relajación? La mente inquieta, la mente hiperactiva dispuesta hacia la hiperfuncionalidad, no sólo
empeña sus energías hacia la realización de sus tareas, sino que, ante todo, necesita tareas; o, en su
defecto, necesita sentir que tiene que hacer algo, a tal punto paradójico de que ese algo que hace
no necesariamente tiene que ser útil. El mal del ímpetu, pues, alcanza su delirante cénit en el
ejercicio ridículo de la acción por la acción misma: la funcionalidad empeñada hacia su
perpetuación infinita, hacia su autojustificación masturbatoria. Es en ese preciso momento de
onanismo masoquista hacia la producción —cuando el individuo ya no trabaja para vivir, sino que
vive para trabajar—, que se hacen patentes los efectos que Marx describe sobre la enajenación
capitalista del trabajador respecto del acto de producción y respecto de mismo. En efecto, la
enajenación del trabajo consiste en que este se le presenta al trabajador como algo externo, como
algo ajeno a su ser:
en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado;
no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su
espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí.
Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. (Marx, 1932/1980:
108-109)
En el capitalismo tardío, la desgracia de la enajenación no sólo es sufrida, sino integrada y asumida
por el propio trabajador. Es decir, que este estar fuera de y este no estar en lo suyo que le son
propios al estado objetivo de la enajenación del trabajo son elevados, a fuerza de hábito e
imposición, a las categorías de deber y de razón de ser. Reducido a una máquina funcional, el ser
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humano moderno se ve orillado a concluir que no le queda de otra más que asumir por entero su
rol de agente productivo, a tal extremo ignominioso que la funcionalidad se convierte en el centro
mismo de su identidad y en la piedra angular de su equilibrio mental. En calidad de máquinas que
se saben maquinales, nos autoimponemos así la máxima de estar siempre al servicio del capital,
incluso fuera de los horarios laborales.
El hombre-maquinal: la negación de la inacción
Presas del mal del ímpetu, apenas sin darnos cuenta caemos en que:
Vivimos atrapados en un movimiento perpetuo. Rehusamos el lento cosquilleo que el
cansancio imprime en nuestros párpados. La fatiga nos es indiferente. Apenas la sentimos,
empezamos a combatirla con alcaloides (cafeína, nicotina, cocaína, taurina, etcétera) hasta
hacerla desaparecer. (Castañeda, 2013: 17)
En efecto, la hiperfuncionalidad se manifiesta en el movimiento, en la tensión, en la agitación. La
mente y el cuerpo, inmersos ambos en el ajetreo imparable de las labores, poco a poco van entrando
en un insidioso círculo vicioso que se alimenta a mismo. Más actividades conllevan mayor
agitación, mientras que una mayor agitación impulsa las energías hacia la realización de más
actividades, y así sucesivamente.
En este comportamiento maniático de creciente intensidad, hay un elemento central de negación.
Se trata de la negación del ocio y del descanso. Tal es justamente el núcleo del hombre-maquinal,
pues este: “Desecha toda clase de inacción. Para él no existen los tiempos libres ni los intersticios.
Nada divide las cosas. Todo está velado por una fina película de ansiedad que agrupa las energías
y las conduce a su consecución exitosa” (Castañeda, 2013: 24).
A través del lente utilitarista de la razón instrumental, la mente inquieta, alienada, obsesionada por
la productividad y la eficiencia, ve en la fatiga y el cansancio no una señal natural para acudir
dichosamente al descanso, al ocio y la relajación, sino una señal de alerta que comunica la presencia
de dos amenazas para el ejercicio cabal y expedito de la función. En primer lugar, el cansancio se
asume como un estorbo, una barrera molesta que le impide al hombre-maquinal continuar con sus
labores. De ahí la obsesión enfermiza por dilatar al máximo el tiempo natural de vigilia. La segunda
amenaza es la pérdida de tiempo. El tiempo empeñado al descanso y al esparcimiento se juzga como
un tiempo malgastado, dilapidado. Al igual que con cualquier otro recurso humano y material, el
mal del ímpetu capitalista considera que tal tiempo debió de haberse dedicado exclusivamente al
cumplimiento eficiente y exitoso de las mil y una ocupaciones. Semejante mal, en suma, ha
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entronizado la máxima moral de Benjamin Franklin: Time is money, convirtiéndola en un
recordatorio que apunta hacia la formulación de imperativos económico-morales.
Pero la enajenación del hombre-maquinal no acaba allí. Al negarse a sí mismo, a sus necesidades y
a sus limitaciones corporales y mentales, el ansioso hombre-maquinal, aparato funcional del sistema
de producción, entra además en un estado psicopatológico rayano en la psicosis, impulsado ante
todo por el delirio de creer que la actividad tiene en sí un brío y un vigor que, como si se tratase del
logro de un profano estado de gracia, supuestamente redimirán a su espíritu indigno del cenagoso
pantano de la pereza. En esta negación de la inacción hay, en efecto, un elemento de virtuosidad
moral que la justifica. A este respecto, recordemos las investigaciones de Weber sobre cómo la
Reforma influyó en el desarrollo de la mentalidad, actitud o espíritu del capitalismo, orientado
hacia la búsqueda racional de la ganancia económica como un fin en sí mismo, exigiendo por tanto
una entrega absoluta a los afanes mundanos del trabajo; entrega que el ethos del protestantismo
consideraba buena no sólo por ser útil, sino además porque se creía que era acorde a la voluntad
divina. En palabras del sociólogo:
toda la literatura ascética de todas las confesiones [protestantes] se empapó de esta idea de
que también el trabajo fiel con salarios bajos para aquellos a quienes la vida no les ha
concedido otras oportunidades es algo muy grato a Dios. En este punto, el ascetismo
protestante no introdujo ninguna novedad, pero profundizó este punto de vista al máximo y
le dio a esa norma el impulso psicológico para ser efectiva, mediante la concepción de este
trabajo como una profesión, como el único medio para llegar a estar seguro del estado de
gracia, y, por otra parte, legalizó la explotación de esta disposición para el trabajo al interpretar
el enriquecimiento del empresario como una “profesión”. (Weber, 1904/2001: 231)
En la ética del protestantismo ascético del trabajo hay, pues, un poderoso instrumento de
justificación ideológica para el sistema capitalista de producción industrial, de tal manera que el
trabajo no sólo se concibe como actividad de producción, sino también como actividad de
redención. Ver en el ser humano una criatura innoble que debe ganarse el pan con el sudor de su
frente, no es otra cosa que asumir del trabajador la calidad de instrumento útil para los fines del
capital. Un instrumento al que le han hecho creer que el trabajo enajenado no sólo es bueno para
la sociedad, sino, ante todo, bueno para mismo; hundiéndolo así en un estado de aversión, rechazo
y autoculpabilidad cada que se aproxima al no-movimiento del descanso y a la no-producción del
ocio.
El ocio existe, claro está. Sin embargo, bajo esta lógica de lo funcional, no existe tal cosa como el
ocio por el ocio mismo. El ocio, al igual que el descanso y la relajación, nunca son valorados como
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fines en sí mismos, sino como otras actividades más dentro de la cadena de producción; todas ellas
subsumidas al fin ulterior de preparar la mente y el cuerpo para regresar cuanto antes al estado de
acción y producción. En este punto cabe recordar las observaciones anarquistas de Bob Black,
quien señala agudamente que: “Lo único que tiene de ‘libre’ el tiempo llamado libre es que al jefe
no le cuesta nada. Dedicamos la mayor parte del tiempo libre a prepararnos para trabajar, ir a
trabajar, regresar de trabajar y reponernos de trabajar” (Black, 1985/2013: 20). En este sentido, las
vacaciones, los fines de semana, los días libres, no son un reconocimiento de nuestra necesidad de
descansar, sino meros dispositivos de control del tiempo encaminados a la perpetuación indefinida
de lo funcional.
Conciencia de lo absurdo: la elocuencia del vacío
Pues bien, la vida del hombre-maquinal promedio es deprimente, por decir lo menos. ¿Hay
posibilidad de salir de esta perniciosa inercia, de este correr vacío? La conciencia de lo absurdo en
Camus podría señalarnos un primer camino de elucidación. En El mito de Sísifo, Camus observa
que: “La sensación de absurdo a la vuelta de cualquier esquina puede sentirla cualquier hombre”
(Camus, 1942/2018: 25). Lo queramos o no, la vida puede devenirse absurda de súbito, como si
nos pegara un rayo de tormentosa clarividencia. Cuando esto ocurre, la mente, despierta por la
conciencia de lo absurdo, inexorablemente halla una nueva razón para angustiarse. Pero antes de
saltar a analizar lo absurdo y la respuesta que este exige, hay que retornar a las observaciones sobre
la vida moderna en el capitalismo ordenada por los ejes del trabajo y el esfuerzo.
Los días mundanos se iteran, uno tras otro, envueltos en la rutina de lo igual, una monotonía firme
perpetuada por la inercia y el hábito; de tal forma que el discurrir de los eventos se percibe como
continuo, atado a algún fin, afanosamente impulsado por la ilusión y la esperanza: “Despertar,
tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, cena, sueño y
lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado al mismo ritmo, es una ruta fácil de seguir la
mayoría del tiempo” (Camus, 1942/2018: 27-28). Nos reconocemos en el tiempo y en su
transcurrir. Dejamos que el tiempo nos lleve y los días se sucedan, uno tras otro, bajo la misma
cúpula de verdades materiales: la certeza de lo funcional y la enajenación capitalista de verse en la
posición de un instrumento envuelto entre los sofocantes imperativos económicos y sociales de la
productividad.
Pero tarde o temprano llega un día en que, inopinadamente, la cadena se rompe y el vacío se vuelve
elocuente. Nos damos cuenta de que nuestro trabajo es inútil, de que al parecer no hay esperanza
más allá de la monótona vida funcional. Es en ese momento, cuando la secuencia ordenada de la
funcionalidad se fractura, que: “el corazón busca en vano el eslabón que la reanude, entonces es
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como el primer signo de la absurdidad” (Camus, 1942/2018: 27). Al igual que Sísifo –condenado
por los dioses a la tarea fútil de levantar una pesada roca a lo largo de la montaña, sólo para verla
caer desde la cima y así regresar a subirla de nuevo, una y otra vez, por el resto de la eternidad– ,
los trabajadores asalariados viven de jornada en jornada, de quincena en quincena, tratando de
sobrellevar los desgastantes tráfagos de su insípida ocupación. Aunque menos elocuente que su
forma mítica, nuestro destino no es menos trágico que el castigo de Sísifo: “El obrero actual trabaja,
todos los días de su vida, en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo” (Camus,
1942/2018: 153).
Pero la angustia y el sufrimiento de esta circunstancia, no hay que olvidar, surgen del despertar de
la conciencia antes que de las dificultades y el sudor de los esfuerzos. A fin de cuentas, lo
verdaderamente terrible de la condena hiperfuncional del trabajador moderno estriba en la
conciencia plena de su situación; una dolorosa conciencia que, invariablemente, lo sume en el
abatimiento. En este sentido, Camus explica que:
un día surge el “por qué” y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. […] La lasitud
está al final de los actos de una vida maquinal, pero inaugura al mismo tiempo el movimiento
de la conciencia. Lo despierta y provoca la continuación. La continuación es la vuelta
inconsciente a la cadena o el despertar definitivo. Al final del despertar llega, con el tiempo,
la consecuencia: suicidio o restablecimiento. La lasitud tiene en algo de desalentador.
(Camus, 1942/2018: 28)
A partir de esta lasitud, estado de ánimo marcado por el decaimiento, la mente se sumerge en una
incómoda sensación de extrañeza. Se reconoce, pues, esa cualidad ajena de nuestro entorno. El ser
humano, diría Camus, se halla de súbito desengañado, confundido, inquieto; en una palabra,
extranjero en una tierra que antes creía suya. Cuando se pierde la ilusión del paraíso y se alejan los
ornamentos del sentido, todo a nuestro alrededor se vuelve insoportable, luminosamente espeso y
hostil. De allí en adelante, nada nunca podrá volver a ser lo mismo, pues ahora se comprende
claramente que todo sentido que antes le habíamos atribuido a la existencia humana es justamente
eso: atribuido. Una mera cualidad subjetiva, particular, contingente, mediata y dependiente de
nuestras necesidades e intereses arbitrarios.
De allí, pues, brota de manera consustancial la necesidad psicológica de aferrarse a alguna certeza,
de pisar algún suelo firme que nos la sensación de mínimo equilibrio y estabilidad para continuar
la vida sin vernos estancados por los insidiosos demonios de la intrusiva reflexión respecto al
sinsentido de la vida. Es aquí, en los abismos de la angustia y el vacío, que entra la razón con el
ansia de buscar algún sentido universal, objetivo y absoluto entre todo este desastroso caos llamado
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vida. Pero todo esfuerzo intelectual será en vano. Más aún, incluso si este universo tuviese un
sentido inherente, es preciso admitir que la razón humana es limitada e incapaz de hallarle un
verdadero sentido a la existencia. Camus, entonces, toma la condición absurda de la existencia
como punto de partida para preguntarse: ¿Deberíamos elegir la muerte por mano propia, el gesto
definitivo como método para afrontar la angustia y la desesperación fruto de esta inevitable
conciencia de lo absurdo?
Una vez definida la conciencia de lo absurdo, Camus se da a la tarea de defender una nueva actitud
sensata de aceptación que asocia con la figura del hombre absurdo. El hombre absurdo es aquel que
se ha topado con la lacerante conciencia de lo absurdo y, sin aferrarse ciegamente a la devoción de
la razón ni al paliativo de la fe, decide apropiarse de la lucha fútil que representa su existencia. En
primer término, admite la razón humana y su utilidad, pero no ignora sus limitantes. Asimismo, en
vez del suicidio, el hombre absurdo opta por la clarividencia crítica y ejerce una rebelión silenciosa
mediante la aceptación radical de su condición, sin olvidar ni un solo momento que esta lucha
desde un principio siempre ha sido una derrota anticipada.
La aceptación camusiana de lo absurdo se trata, pues, de vivir sin necesitar esperanzas fantasiosas
ni ilusiones vacías, sin que ello implique un estado taciturno de abulia o desesperanza. Más bien al
contrario. Esta aceptación guarda una estrecha relación con la exuberante afirmación nietzscheana
de la vida, así como con su concepto central de fidelidad a la tierra. Abrazar la condición absurda
de la existencia humana en relación con el mundo se trata, en última instancia, no de una
resignación, sino de una apropiación vitalista y radical. Apropiación que, ahora sin dioses ni
ilusiones supraterrenales, convierte al destino y a sus vicisitudes en un asunto que sólo concierne
al ser humano.
Cómo hacer
Faltaría, no obstante, determinar con precisión en qué consistiría, en la práctica, la aceptación
camusiana de lo absurdo. En vista de que las condiciones materiales e ideológicas de la sociedad
actual se orientan hacia la imposición de una vida excesivamente funcional y productiva, vale la
pena preguntarse: ¿Es preciso encarnar la aceptación de lo absurdo mediante el trabajo? ¿Tenemos
que convertirnos en el hombre-maquinal para actuar conforme a los ideales y principios del hombre
absurdo?
Hay que recordar que hay un elemento de rebeldía implícito en la esencia de la aceptación
camusiana. Se trata, en este caso, de una rebeldía existencial. Pero también, en la práctica, habría
que tomar en cuenta las legítimas expresiones de insubordinación contra la injusticia y contra la
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explotación del hombre por el hombre; es decir, aquellos esfuerzos por transformar las condiciones
materiales de la realidad, al menos a nivel individual. En vista de ello, ¿no sería mediocre y
conformista aceptar llanamente las condiciones materiales de la realidad sin dar espacio a la
posibilidad de cambiarlas mediante la acción y/o la inacción? En tal caso, cuando se reconoce la
indisposición de cambiar las circunstancias concretas, es que la apropiación del destino se
distorsiona flagrantemente en una triste resignación. Se requiere, por consiguiente, de una manera
de hacer frente a estas sofocantes condiciones, tanto materiales como existenciales. Ante esta
encrucijada, la pregunta crucial es la siguiente: ¿Cuál podría ser una alternativa de oposición ante
los efectos negativos de la funcionalidad civilizatoria impuesta por el sistema capitalista?
Ante tal interrogante, se propone aquí el desprendimiento. ¿En qué medida el desprendimiento
podría ser una respuesta efectiva para hacer frente al sentimiento de lo absurdo fruto de la dinámica
capitalista del esfuerzo y la hiperfuncionalidad? En cuanto decisión consciente de no actuar, el
desprendimiento es una manifestación pasiva de la aceptación camusiana en la medida en que no
nulifica la clarividencia de lo absurdo, sino que, al contrario, la realza y la vuelve aún más tangible.
Podría decirse, en términos simples, que en la práctica, el desprendimiento podría sintetizarse en
la idea de habitar este espacio. Habitar este espacio se revela cuando uno se halla completo en la
neutralidad, cuando ha logrado convertirse en un árbol, en una sombra: Impertérrito, digno, al
margen; sin necesidad de intervenir en los asuntos de lo cotidiano.
Al habitar este espacio, podemos declarar sin pena que precisamos de un devenir anónimo.
Anónimo y, por sobre todas las cosas, inservible. Su inutilidad, empero, no conlleva ni denota una
cualidad negativa, sino todo lo contrario. Al carecer de un para qué, de un objetivo, de una
finalidad, el sencillo acto de habitar este espacio se reconoce ostensiblemente como inservible, y
como tal, transgrede las directrices y preceptos imperantes de la funcionalidad y la productividad
civilizatorias.
Para la lógica de la funcionalidad, todo acto y pensamiento debe estar encaminado hacia la
consecución efectiva de un objetivo concreto. Y no cualquier clase de objetivo, sino únicamente
aquellos que beneficien los intereses de la clase dominante, perpetuando así su aplastante
dominación. Por ello, para la funcionalidad civilizatoria, en tanto que herramienta ideológica del
sistema capitalista, todo tiempo y espacio dedicados a la improductividad, la inactividad, la
inmovilidad y el ocio están, en esta opresiva realidad, invariable e inevitablemente sujetos al
señalamiento, a la desaprobación, a la culpabilización, la burla y el escarnio. En este sentido, habitar
este espacio consiste en operar un distanciamiento definitivo respecto del discurso hegemónico.
Un discurso cuyos mandatos resaltan precisamente por deshumanizantes. Un discurso hegemónico
que las instituciones laborales, educativas y gubernamentales practican y predican. A través de tal
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esquema civilizatorio de control de los cuerpos y las conciencias, a cada instante nos vemos forzados
hacia la autoexplotación, hacia la autoflagelación, hacia el vergonzoso y degradante acto de definir
nuestra valía y nuestra dignidad inalienables como seres humanos en términos del discurso
dominante de la funcionalidad.
Con el fin de cuestionar este discurso y dejar en claro su posición y oposición, cada cual puede
elegir realizar el acto radical de operar este distanciamiento, de habitar este espacio. Habitar este
espacio significa existir bajo el reconocimiento pleno de una carencia irremediable de propósito
inherente. Habitar este espacio encierra en una negación. En lo esencial, no se trata de la
negación del propósito, sino del propósito de la negación. Una negación, no obstante, que revitaliza
y fortalece el espíritu. La fuerza del desprendimiento estriba, entonces, en el poder de su negación.
Una negación que enseña que no se trata de ir a favor o en contra de la corriente, sino de caminar
a la orilla del río.
Habitar este espacio se trata de cuestionar la lógica que nos vende la ilusión de correr sin movernos;
o, peor aún, de que el acto de moverse sin parar es un imperativo, aun si no se llega a ninguna parte.
En efecto, la cotidianidad funcional se sirve de una miríada de traslados superficiales en los que lo
único que importa y lo único en que se enfoca la atención es el destino; dejando de lado,
peligrosamente, los elementos circundantes tan valiosos que rodean y constituyen el traslado
mismo. En este mundo innecesariamente ajetreado, es preciso preguntarse qué sería de nosotros si
decidiésemos dejar de patalear ante la cadencia incierta del oleaje. Entre otras cosas, nos daríamos
cuenta de que era precisamente nuestro movimiento el artífice de todo nuestro innecesario
sufrimiento y alboroto.
En un mundo donde todos corren, quedarse quieto es un acto de rebeldía. La no-acción es una
acción que se halla al alcance de todos nosotros como praxis para lograr que la subordinación se
transforme en subversión. Subversión, empero, ante todo silenciosa. Radicalmente silenciosa. Y
algún día, cuando el silencio sea insoportable para los idólatras de la algarabía veloz, todos ellos
comprenderán entonces que pisar el acelerador de la vida en verdad no ayuda a llegar a ninguna
parte. Cuando se quiere llegar rápido, de nada sirve haber llegado, pues en ese caso la vida se reduce
a una serie hostigosamente interminable de llegadas y salidas, sin descansos ni intersticios para la
reflexión y el reposo.
Es menester, en todo caso, reaprender a hacer cosas tan simples como caminar. Aprender a caminar
sin propósito previo, deambulando, navegando en la divagación. Este acto, tan simple pero tan
vital, encierra en un ejercicio de nuestra individualidad y permite reivindicar la tan olvidada
capacidad filosófica de asombro. Con el simple acto de tomar una caminata cuyo único objetivo es
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que no hay objetivo, es posible reconocer y reivindicar al fin el carácter emancipador, pasivamente
emancipador de la inacción.
El punto culminante del desprendimiento sería aquel en que se ha aceptado la silenciosa rebeldía
del anonimato: no ser nadie, no aspirar a nada, no anhelar sobresalir ni salir victorioso y avante
sobre algo o alguien. La rebelión de la invisibilidad consiste en no querer nada más allá de lo
necesario, en no desear el éxito, ni la gloria, la posteridad, el legado o la inmortalidad. Y esto no es
cuestión de mediocridad. No hay nada execrable en sólo ser: ser sin finalidad ulterior, sin
pretensiones ni motivo trascendental.
En busca de paz entre las tinieblas, llega el momento leve y luminoso en que el espíritu humano,
atormentado por el trabajo enajenado, ya sólo desea habitar y contemplar esta pequeña porción de
tierra. El corazón evita entonces atosigarse de ajetreos y vaivenes infantiles que ante todo creen no
serlo. Ante la estruendosa exigencia de la acción, se opone entonces el silencio rebelde de la
inacción.
Bibliografía
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calabaza.
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