Protrepsis, Año 14, Número 27 (noviembre 2024 - abril 2025). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 14, Número 27 (noviembre 2024 - abril 2025) 37 - 50
Recibido: 14/08/2024
Revisado: 12/11/2024
Aceptado: 29/11/2024
El viraje kantiano
Sergio Espinosa Proa 1
1 Universidad Autónoma de Zacatecas
Zacatecas, México
E-mail: sproa52 @hotmail.com
https://orcid.org/0000-0003-1186-435X
Resumen:
En el presente artículo se discute el carácter íntimamente contradictorio, pero
igualmente fértil, del aporte de Immanuel Kant. Se halla integrado por cuatro secciones: I) la
recomposición de los saberes (retracción de la teología y empuje de las ciencias experimentales);
II) la subordinación de la naturaleza a la libertad (lo cual delata una desconfianza fundamental
respecto de lo inmediato); III) la redefinición de las tareas de la razón (donde se traslada de modo
ostensible el pensamiento desde la ciencia hasta la ética); y IV) el desplazamiento que se verifica
en Kant del ser al deber (lo que significa que se abandona gradualmente lo sensible para otorgarle
toda la relevancia posible a lo suprasensible). En esta perspectiva general, el giro de Kant define
magníficamente las principales aporías de la modernidad. Sobre Kant existe una bibliografía
descomunal; en este artículo se aborda una serie de aspectos que constituyen su núcleo en lo
relativo a su concepción acerca del mundo moderno, haciendo hincapié —lo cual sería su
conclusión— en su carácter aporético.
Palabras clave
: Crítica, metafísica, teología.
Abstract:
This article discusses the intimately contradictory, but equally fruitful, character of the
contribution of Immanuel Kant (1724-1804). It is composed of four sections: I) the recomposition
of knowledge (retraction of theology and push of the experimental sciences); II) the subordination
of nature to freedom (which betrays a fundamental distrust of the Immediate); III) the redefinition
of the tasks of reason (where thought is ostensibly transferred from science to ethics); and IV) Kant's
shift from being to duty (meaning that the sensible is gradually abandoned in order to bestow all
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possible relevance on the suprasensible). In this general perspective, Kant's turn magnificently de-
fines the main supports of modernity. Kant has an unusual bibliography; this article deals with a
number of aspects that constitute his core with regard to his conception of the modern world, em-
phasizing —which would be its conclusion— his aporetic character.
Keywords:
Criticism, metaphysics, theology.
De la fe a la crítica y de la crítica al saber
A la irresistible retracción moderna de la teología asiste —y contribuye activamente— el empuje de
las ciencias experimentales. El siglo XVIII se va a preguntar, desde la filosofía, cuál podría ser el
nuevo estatus de la ciencia de la teología y del sentido común. A revalorar el de este último se ha
empeñado con tesón y minucia, entre otras cosas, el escocés David Hume. En términos generales,
Dios, considerado básicamente reaccionario, se retira abandonando en sus extensas playas restos
humanos que exigen invertir fiduciariamente en ellos. ¿Podrá nuestra especie con el paquete? El
ser humano, cada vez más, se siente y se quiere Dios. Tocará el turno a Kant para transformar a la
filosofía, para ajustarla y sincronizarla con los nuevos tiempos. El prusiano no va a desentenderse
de la tradición, pero tampoco podrá evitar calificarla de obsoleta. Ella ni puede ni debe hacerlo
todo. La ciencia demanda, ante todo, aparte de recursos propios, libertad de maniobra. ¿Qué le
quedará a la filosofía, si no comportarse como aduana? La filosofía no puede ya creer que ella
constituye el saber; ha de contentarse con establecer qué debe y qué no debe hacerse. Se
transformará en crítica, es decir: en ética. Por lo demás, crítica y ética mantienen un vínculo cuya
complejidad desborda los límites impuestos al presente artículo. Pero a lo largo del mismo se
aportan diversos elementos para reconocerlo. Es evidente que no podría existir deslizamiento más
delicado, o más arriesgado. Aquélla ya no está en condiciones de afirmar qué son las cosas, sino de
sólo sugerir cómo tendrían que ser para entidades como los miembros ideales de nuestra especie.
No conforma una teoría, sino una guía lo suficientemente confiable para la práctica. Las
repercusiones de ello serán enormes. Fichte, Schelling y Hegel se hallan íntegramente
condicionados por este viraje, contenidos y hundidos en su burbuja. Pero con Hegel intentará
resueltamente zafarse del corsé criticista: la filosofía vuelve, con él, a presentarse como un saber.
De este modo, el círculo de la episteme tenderá a cerrarse. Con Hegel ya no podrá irse más lejos;
no, al menos, por ese camino. Otra dirección, paralela, se ensayará con Comte; es cuestión de
despedirse de la filosofía crítica tanto como de la metafísica y abrazar el conjunto de los saberes
positivos. Pero, por desgracia, no ha resultado posible alcanzar el éxito en tal empresa sin divinizar
al método y convertirlo en toda una liturgia. El orden —y esto será sumamente instructivo—
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terminará ahogando al progreso. Contra semejante tendencia reaccionaría un grupo de pensadores
conscientes de la represión del individuo en nombre de aquel orden; Schopenhauer, Stirner,
Kierkegaard, Bakunin, Nietzsche; también en ese contexto sonará la hora de Marx; el saber
absoluto coincide con la revolución social. La ciencia se hará irremediablemente partidista.
¿Habrían tenido lugar estos desarrollos sin las propuestas de Kant? Hasta quienes lo aborrecen y
malentienden tienen que remitirse al de Königsberg. La pregunta que nosotros debemos hacerle es
si ha remozado a la antigua metafísica o si —quizá sin deliberadamente proponérselo— ha
cimentado y edificado en un lugar realmente distinto. No servirá de mucho dirigir a él mismo esta
interrogante, porque estaba convencido de lo primero. No duda de la pertinencia de los problemas
de la metafísica tradicional —Dios, la libertad y la inmortalidad del alma—, aunque se encontrará
paulatinamente más persuadido de que esa materia se halla mal fundada. Se le ha confundido con
una ciencia positiva, y ante los avances de la misma, las consecuencias no podrían ser más nocivas.
Ni Dios ni el alma pertenecen al ámbito de la physis —pero al de la razón—. Ninguno de ellos
puede ser objeto de una experiencia teórica, pero son necesarios para la vida práctica. Salta a la
vista la debilidad —si no la perversidad— de posición semejante. Equivale a sostener: el mal —el
diablo— no existe, pero más te vale, infeliz, hacer de cuenta. Será fácil dudar de una necesidad así.
Kant quiere hacernos adultos, pero entiende a la vez que de esa forma la gente se vuelve
ingobernable. Es preciso seguir siendo como niños (buenos). Podemos pensar finalmente lo que
sea, aún si no es lícito actuar como nos venga en gana.
Pero aquí es justamente donde se produce una torsión formidable. La filosofía renuncia a lo real
para dedicarse a determinar en cambio lo que debe ser. Ya no se distingue entonces de la moral.
Nos colocamos así en las antípodas de la ética confeccionada por un Spinoza. Lo de Kant,
invocando no a Dios sino a la razón, es ello no obstante una metafísica sin paliativos: "No es en la
transparencia de una penetración cognoscitiva donde la razón se manifiesta al hombre, sino en la
impenetrable opacidad de un mandato que se impone sin otra justificación que él mismo"
(Guillermit, 1984: 20). Concedamos que semejante sentencia no suena muy ilustrada. Pero
también puede presentarse como el culmen de este tipo de pensamiento. Ser ilustrado no significa
saber mucho del mundo, de una manera científica, sino saber con certeza qué hacer y qué no, y
cuándo. Esto no lo da el conocimiento de las cosas, en modo alguno lo proporciona la ciencia; sólo
sabemos qué hacer si se tiene fe en Dios. Lo cual es francamente consternante; ¿por qué obedecer
incondicionalmente a la razón? Porque es un mandato divino. La Ilustración es un modo aparente,
simulado, superficial, engañoso, de continuar siendo religioso. Ha sido en las notas manuscritas en
su ejemplar de Observaciones de lo bello y lo sublime donde Kant establece que "Desde Newton y
Rousseau, Dios está justificado" (Guillermit, 1984: 22). ¡De eso se trataba desde el principio! Kant
es sin duda moderno, pero no porque se despida, con soberbia o humildad, de Dios, sino porque
busca en la ciencia y en la filosofía un apoyo para el sentimiento de lo Divino. El saber no nos hace
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mejores personas, y tal es el propósito de la existencia. Es por ello que la ciencia —el conocimiento—
debe subordinarse a la moral. Ella es la verdadera meta, nunca el saber. En el mismo lugar, escribe:
Si hay una ciencia que el hombre necesite, es la ciencia que enseña a ocupar como es debido
el lugar que le ha sido asignado en la creación, y de la cual puede aprender lo que hay que ser
para ser un hombre. (Guillermit, 1984: 22)
Una vez más, esto suena escasamente ilustrado. Pero es políticamente correcto, pues no pone el
énfasis en un saber o en un pensar fuera del alcance de la mayoría de los seres humanos, sino en
una sabiduría moral que no cuesta demasiado trabajo adquirir. Con todo, la razón no se desarrolla
de manera espontánea. Porque su función no consiste en reconocer, sino en legislar. Nos topamos
aquí con otro aspecto de su naturaleza profundamente metafísica. La razón, exactamente como
Dios, impone leyes. No produce conocimiento, sino que valida o invalida lo que se nos ofrece como
tal. Por ejemplo, Dios: sería necio pedirle a la ciencia una confirmación o una denegación de su
existencia. Se encuentra más allá de la razón pura. Está en otro nivel. Dios no se confunde con las
cosas de este mundo; ni siquiera designa el ser de todas ellas. Kant le da la vuelta a Spinoza, pues
sostiene, de modo expreso, que la felicidad se paga al precio del sacrificio. No hay dicha sin mérito.
La manifestación más clara de postura semejante es la concepción legalista de la razón: ella opera
como un Tribunal Supremo. No debe haber nada discrecional en ello, pues la razón consiste
precisamente en examinar libre y públicamente las cosas. Se entiende: la razón remite a la
exigencia de no ocultar nada, de eliminar el disimulo implícito en el egoísmo. Ante la vieja
existencia de los Diez Mandamientos, uno se pregunta, legítimamente, qué novedad podría haber
en la filosofía de Kant. Porque claramente prosigue el dualismo de acuerdo con el cual nuestra
parte animal es naturalmente egoísta, mientras que la sumisión a la razón —otro nombre de Dios—
permite escapar de ello. Al filósofo cristiano no le importa lo que somos, sino lo que Dios —la
razón— nos manda que seamos. Pensar por mismos, pero poniéndose en el lugar del otro y ser
consecuentes. Todo, después de tanto batallar, se reduce a eso.
Del poder al deber
En principio, nos será imposible plantear un rechazo tajante a los afanes de Kant; nada podría
lograrse sin sofocar o limitar la humana inclinación a la mentira o al disimulo. Pero, a poco que
avancemos, el remedio parecerá bastante peor que la enfermedad. No sólo no podrá erradicarse
semejante inclinación, sino que, si nos fijamos, sin ella no se aseguraría lograr dar un paso en
cualquier dirección. Los humanos no mienten siempre a conciencia (ni por mera cobardía). Casi
toda la filosofía de Kant —más moral que especulativa— se revela al cabo como profundamente
autocontradictoria; nos pide dejar de comportarnos como niños —pero sabe que debemos continuar
siendo parecidos a los infantes en aspectos esenciales—; nos pide eludir firmemente la mentira —y
a la vez comprende que sin mentir nada importante para un humano real podría tener lugar—. En
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relación con lo primero, nos solicita hacer como si existieran un Dios bueno y un alma inmortal,
petición pueril donde las haya; respecto de lo segundo, quiere que nos pongamos en el lugar del
otro sabiendo que ello resulta menos impracticable que obsceno y contraproducente. Ni siquiera
uno mismo está, por descontado, en condiciones de permanecer todo el tiempo —qué aburrición—
en sus propios zapatos. Ponerse —por pura solidaridad— en el lugar del otro no pasa de configurarse
como una simple hipocresía. La razón exhibe así, sin quererlo, sus flancos menos atractivos. Ello no
impide que la concreción progresiva de su pensamiento alcance a cumplirse. Tras ciertos titubeos
juveniles, Kant quedará persuadido de la exigencia práctica de la razón, que ha de supeditar a ella
incluso sus poderes teóricos o cognoscitivos, igualmente finitos pero extremadamente poderosos.
De ahí la unidad subterránea de las tres Críticas. Pertenecen a un suelo común, y no precisamente
es la epistemología. No es el poder, sino su —libre— restricción por el deber. La prioridad no la tenía
la razón, sino el entendimiento, cuya misión, fijada desde muchísimo antes de la Ilustración,
consiste en penetrar al objeto para esclavizarlo y hacerlo suyo. La función de la razón remite por
su parte a prohibir que el entendimiento se extralimite; por eso es crítica. Podemos —merced al
entendimiento— poner una persona en la luna, o descifrar el genoma humano para de ese modo
manipularlo a nuestro antojo, pero quizá —confiando en las prerrogativas de la razón—
no deberíamos hacerlo. En el límite, puedo matarte, pero soy libre de querer hacerlo o de privarme
de ello. Tal vez querer sea poder, pero poder no es todavía querer. La consecuencia más relevante
—tanto teórica como práctica— es que la naturaleza debe comportarse de acuerdo con las exigencias
de la libertad (Hegel preferirá denominarla espíritu): no se cuestiona de dónde podría extraer la
ingente fuerza para conseguirlo. Tampoco se deja lugar para pensar qué legitimidad la asiste. He
aquí otra incoherencia de Kant: la libertad debe imponerse sobre la naturaleza. No tiene sentido
preguntar por qué; resulta, para él, obvio. Desde el principio se ha decidido que la naturaleza tiene
que obedecer a la libertad (o sea: al ser humano). Simple y sencillamente, porque la naturaleza es
nuestra: ella constituye, en lo fundamental, un regalo de Dios. El Titanic amenaza con irse a pique.
La moral y la teología forman, en el sistema de Kant, poderosa trenza. En los términos más vulgares,
se trata de hacer como si la naturaleza coincidiera con una finalidad adecuada a nosotros. El hecho
es que Kant escribe como si nunca hubieran existido filósofos como Spinoza. ¡Como si jamás
hubiera temblado en Lisboa! A estos extremos puede llegar la teología cuando no se le impide
ponderar y decidir en relación con los problemas de la filosofía. La belleza, por ejemplo, acontece
sólo cuando la naturaleza se ajusta a las expectativas y las líneas de fuerza de la libertad. "Así se
halla fundamentada y legitimada una visión de la naturaleza bajo la especie de una organización
de fines ordenados a un fin último, cuya posibilidad de realización, con el nombre de soberano bien,
la exige la razón práctica" (Guillermit, 1984: 32). Todo, pues, converge en un vértice indoblegable:
el Dios-Hombre. La filosofía de Kant, epítome del talante ilustrado, no se ha atrevido a dar un solo
paso por fuera (y mucho menos en contra) de la teología.
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De ahí la extraña sensación de ahogo que produce. Es contradictoria porque todo intenta
construirse, de manera expresa, de acuerdo con un principio de libertad. Pero no estamos en
posesión de un conocimiento teórico, sino de una exigencia práctica. La propuesta cojea de un pie
(y la siguiente generación procurará, con éxito desigual, remediarlo). Desde cierto punto de vista,
es magnífico que no se espere de la razón un saber absoluto: nos deslizaríamos rápidamente, por su
conducto, al dogmatismo. Repárese en la postura de Hegel. La situación ha llegado, con Kant, a
este resultado: nunca sabremos exactamente a qué atribuirlo, pero somos libres para oponernos a
la naturaleza. Tal vez sea uno de los sentidos de la creencia en Dios: dar nombre a un vacío de
saber. Pero, por otro lado, nos queda la impresión de que la oposición a la naturaleza, que Kant
nunca cuestiona, no es otra cosa que un residuo tóxico de las posiciones filosófico-religiosas más
histéricas: maniqueísmo, gnosticismo, orfismo, cristianismo. De allí emana una feroz desconfianza
a la naturaleza, cuando, bien visto, la libertad —no confundida, ojo, con el libre arbitrio— es uno de
sus atributos; baste recordar a los atomistas y a los epicúreos. Más cerca del de Königsberg, es fácil
localizar a Maquiavelo, a Hobbes, a Spinoza. Que el fondo del ser sea ápeiron —como presintió ya,
desde el principio, Anaximandro— habría ahorrado a Kant, de haberlo reconocido, muchísimo
tiempo y esfuerzo. Pero para un cristiano tal admisión resulta impracticable. La libertad no se
entiende si no se contrapone al cuerpo y sus mañas. Es una categoría moral, en todo el alcance y la
extensión de la palabra. Libertad quiere decir: libertad frente al cuerpo. Nada más mórbido y
decadente —nada más nihilista— que eso. Kant quiere salir —y no salir de allí—. Por eso es ambigua
su filosofía. Lo cual, desde luego, no la disminuye en lo más mínimo; sólo la desvía. En muchos
respectos, sigue provocando nuestra admiración. La relación entre la experiencia y la razón
constituye para el filósofo algo finalmente misterioso; la segunda no parece necesitar de la primera.
La razón habita en las alturas inmarcesibles de la metafísica; la experiencia está maniatada al
cuerpo. Pero entonces, ¿es posible o no la metafísica? ¿Por qué tendríamos que encaramarnos a ella,
menos para conocer el mundo que para devaluar —calumniar— a la experiencia? Tal actitud es
muy moderna: Descartes, en su principio, dudando del testimonio de los sentidos; Husserl, en el
otro extremo, negando cualquier saber ya constituido para construir la mathesis universalis. ¿De
dónde, si no de la religión, o más exactamente de la teología, deriva y se justifica el gesto de
hacer tabula rasa de todo conocimiento previo a las operaciones lógicas? En la introducción a
la Crítica del Juicio, Kant confiesa que la creación debe tener un sentido, y que éste ha de poder
ser descifrable. Sería indigno renunciar a ello. Uno llega a preguntarse si eso equivale a pensar por
mismos. La creación tiene sentido, ¿cuál es? La interrogación viene excesivamente sesgada.
Nunca dice —como hicieron los griegos y como en el siglo XVII propuso Spinoza—: Pensemos de
entrada que nada tiene un sentido para nosotros. Las trampas lógicas que se siguen de ahí son
interminables. La razón no puede mentir, del mismo modo en que el Dios de Descartes no podría
engañarnos. ¿Es racional rechazar semejante posibilidad? Desde luego que no: es completamente
irracional. Porque Kant ha decidido —sin más fundamento que la fe— que la metafísica no
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solamente es posible, sino humanamente inevitable. Basta encarrilarla, ponerla sobre el camino
seguro. La crítica constituye esa vía, cuya meta nunca ha dejado de ser la metafísica. La crítica no
es de la metafísica en general, sino de una cierta clase de ella. La Crítica de la razón pura (1781) lo
establece sin vacilaciones (la carga semántica de algunos términos empleados por Kant no altera su
sentido principal): "Al contrario, la crítica es la necesaria preparación previa para promover una
metafísica rigurosa que, como ciencia, tiene que desarrollarse necesariamente de forma dogmática”
(Kant, trad. en 2010: BXXXVI). Esta es la significación del famoso giro copernicano. De la idea de
que el sol ni sale ni se mete Kant decide que la experiencia es la que nos engaña, no la razón. Pero
le faltó la agudeza necesaria al evitar decir que no ha sido la experiencia, sino una generalización
indebida de ella, lo que ha solidificado históricamente al geocentrismo. Es cierto: el sol sólo sale y
se mete desde el punto de vista de alguien que no puede despegarse de la superficie de la Tierra,
pero decir que se halla en el centro del universo sigue siendo una apreciación relativa: verdadera y
falsa al mismo tiempo. Exasperante.
Teología y modernidad
Kant hace, en la confección de su sistema, una vistosa gala de paciencia. Pero notemos que el giro
que imprime a la filosofía apenas podría exagerarse. Los objetos no existen fuera del sujeto que los
fabrica a fin de, en principio, entender lo real (aunque entender sea, en adelante, un término por
demás engañoso). Al cabo, de lo real va quedando muy poco. El sujeto encuentra en las cosas sólo
aquello que previamente ha depositado en ellas. Interesa sobre todo averiguar cómo lo hace; lo que
importa al filósofo crítico es saber con exactitud qué significa entender. De ahí la ineludible
despedida de la ontología y la consecuente inmersión en la epistemología. Kant no invierte el
platonismo: al contrario, lo escala, lo limpia de adherencias. La metafísica no puede configurarse
ya al modo de una Ciencia de lo Suprasensible, un saber efectivo o empírico o positivo de Dios y
del alma, sino un examen de la razón como árbitro supremo. No ha cambiado mucho. El ademán
es inequívocamente moderno, pero muestra al mismo tiempo, como de rebote, el carácter teológico
de la modernidad. Semejante ambivalencia marca toda su obra, que no podría haberse alumbrado
en un tiempo diferente del suyo. De intempestiva no posee un gramo. Pero se desprenden de allí
efectos relativamente imprevisibles. Es el motivo gracias al cual hoy —realmente, en cualquier
momento— podemos volver a leerlo y toparnos con valiosos fragmentos y una especie de aire libre.
No es relevante que tales fragmentos sean demasiados. Parece suficiente con que nos sirva para
desinflar algunos excesos. La acromegalia hegeliana y la inundación a que dio lugar con el
marxismo es uno de ellos. ¿Podría pensarse en un Hegel sin el aporte de Kant? En modo alguno,
pero Hegel tampoco —como resulta evidente— podía quedar satisfecho contentándose sólo con su
avance. Como quiera que sea, la concepción acumulativa o progresiva del conocimiento, que se
halla presente en Kant, se vuelve fundamental en Hegel. El saber no se reduce a reflejar (o a
describir) las cosas del mundo; posee una naturaleza activa, creativa, productiva (y no nada más
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explicativa). El conocimiento le agrega algo a las cosas. ¿De dónde extrae ese suplemento? Kant
supone que la intuición —algo que se encuentra en el sujeto, no en las cosas— permite este
enriquecimiento. De otra forma no se explicarían los progresos de las matemáticas o de la física
teórica, e inclusive de la astronomía: ellas progresan haya o no haya experimentos o estemos o no
en posesión de datos empíricos. ¡Prueba máxima de la superioridad de la razón! Neptuno se
descubrió en 1861, sólo con lápiz y papel; los cálculos dirigieron los lentes de los telescopios allí
donde antes parecía no haber nada. Andando el tiempo, Hegel dirá, muy orondo, que si las cosas
no se ajustan a la teoría, es culpa de ellas, nunca de ésta (más si es la de Hegel, por supuesto). Sería
excesivo responsabilizar de ello a Kant, pero es innegable que Hegel deambula en un planeta
poscopernicano. En particular, la polémica del prusiano con Hume ha modificado todo el paisaje
filosófico, porque es preciso reconocer que la infinidad de las experiencias humanas no anula el
hecho de que sólo exista una experiencia del mundo: la que lleva del noúmeno —esencialmente
desconocido— al fenómeno que puede conocerse. La experiencia hace de lo indeterminado algo
determinado, y ello agrega ese algo a las cosas que Kant andaba buscando. En suma: no pertenece
a la naturaleza —a la physisla exigencia o la posibilidad de una síntesis, como quiere suponer
Hume, sino al sujeto, al ser humano. Pensar consiste en ir de la espontaneidad de lo ápeiron a la
concreción de los objetos de conocimiento. ¡Es cierto! Pero, con ello, condenamos a lo ápeiron a
una existencia completamente fantasmal. ¡Y esa condena, como ha mostrado Foucault, en primera
fila, es histórica, contingente, arbitraria! (Foucault, 2024).
Naturalmente, la posibilidad de una metafísica recortada a la medida y pretensiones de las ciencias
experimentales resultará convenientemente eliminada. De Dios no hay pruebas científicas que
valgan. Pero tampoco de lo real. Sin embargo, una diferencia fundamental consiste en que Dios es
necesario: sin Él, no hay forma de justificar la existencia de la razón, que en adelante se vuelve
totalmente práctica. Lo real estorba. Tal es la verdad de todo Idealismo filosófico. La metafísica no
puede equipararse a la física, y ese es el error que detectó Kant en la historia más reciente de la
filosofía. La metafísica no existe propiamente, pero solamente desde allí es factible gestionar y
canalizar a la physis, que desafortunadamente existe (y carece de finalidad). La razón es Dios: ha
creado al mundo, que no tiene otro sentido que someterse al dictado de aquélla. La naturaleza es el
teatro del espíritu. Allí anida, sin lugar a dudas, todo el hegelianismo. Allí mismo se fortalece todo
el antropocentrismo, porque, al desentenderse de lo real, lo único que interesa a la filosofía, desde
Platón, es el origen y el destino del hombre. En el Teeteto, el ateniense se atrevió a plantearlo sin
ambages: “¿Qué debe hacer un hombre para no sufrir el amargo destino del resto de los seres?”
(Platón, trad. en 2011: 174b). Se ha querido ver en semejante reducción de la razón una valerosa
toma de conciencia de la finitud humana: Kant sabe que no todo puede saberse —después de todo,
no somos dioses—, pero que no todo deba ser realizado configura nuestra dignidad. Mas no se trata
de un giro ético, sino —digan lo que digan sus adeptos y defensores— un gesto específica y
profundamente moral. Se aprecia en este punto la distancia que media entre Spinoza y Kant. Para
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el holandés, nunca se involucra a Dios en dicho menester; para el prusiano, todo va a depender de
Él. Spinoza ha disuelto en el ácido de la physis toda veleidad antropocéntrica: toda metafísica. ¡No
por casualidad se le malentiende y aborrece! Este recurso a un principio incondicional e
incondicionado empujará a Kant a formular de manera imperativa la coacción moral. ¡Y no hay
imperativo en ausencia de un Divino Imperator! Esto escribe en la Fundamentación de la
metafísica de las costumbres (1785): "La representación de un principio objetivo, en tanto que ese
principio es coaccionante para una voluntad, se llama mandato, y la fórmula del mandato se llama
imperativo" (Kant, trad. en 2010: GSM, AA IV, 413). Aunque esta obra busca precisamente una
fundamentación de las condiciones de posibilidad de acuerdo con el sistema crítico, no se
encuentra lejos en tiempo y temática de Idea para una historia universal en clave cosmopolita
(1784), en donde ya se habían puesto en práctica tales condiciones. Se trata de obedecer a un Señor,
nunca a la naturaleza. No seríamos humanos si hiciéramos esto último, es la posición básica de
Kant. Asegura, por ejemplo:
El hombre es un animal al que, cuando vive entre otros de su especie, le hace falta un señor.
Pues a ciencia cierta abusa de su libertad con respecto a sus semejantes y, aunque como
criatura racional desea una ley que ponga límites a la libertad de todos, su egoísta inclinación
animal le induce a exceptuarse a mismo a la menor ocasión. Precisa por tanto de un señor,
que quebrante su propia voluntad y le obligue a obedecer a una voluntad universalmente
válida con la que cada cual pueda ser libre. (Kant, trad. en 2010: IaG, Ak. VIII, 23)
A la naturaleza no se le obedece, porque ella no manda nada opuesto o adverso a sí misma. Kant se
enfrenta a Spinoza de una manera radical. ¿Se podría abandonar la infancia conservando a la vez
la necesidad de un Padre Absoluto? Lo cual parece menos lógicamente absurdo que
psicológicamente perverso. Se trata de un típico doble vínculo. Y a ello conduce la defensa a
ultranza del libre albedrío, que reemplaza y hace degenerar a la discusión sobre la libertad. El
trasfondo es decididamente cristiano. Podemos ser malos, porque la inteligencia no sabría
impedírnoslo; pero el Creador nos ha provisto, como haríamos nosotros con la inteligencia artificial,
de un chip que se llama razón (práctica) y que, sin miramientos, prohíbe caer en tentación. ¡Tanto
para nada! Ahora tenemos ante nuestra mirada la conveniencia de fabricar un Dios moral, o más
bien, ante el incontorneable carácter azaroso de toda existencia, contemplamos la exigencia de
divinizar a la moral, de tornarla coactiva e incondicional. Porque se ha partido, desde el comienzo,
de una satanización del instinto y de las inclinaciones naturales. Guillermit lo formula con candor
ejemplar cuando, respecto de la máxima dificultad que presenta el pensamiento de Kant, escribe:
Si la razón sólo sirviese al hombre para aquello de lo cual se encarga el instinto en los animales,
no se ve en qué, el hecho de estar dotado de razón, podría elevar al hombre en valor por encima
de la animalidad. (Guillermit, 1984: 55)
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En pocas palabras, se trata, en el viraje kantiano, únicamente de eso: de creernos y de hacernos
sentir superiores. Patético.
De la physis a la metafísica
En Kant, la filosofía se olvida deliberadamente del ser para, sin complejos, abrazar el deber. En
términos más elegantes, pasa (en el doble sentido) de la physis para concentrarse en la metafísica,
entendiendo por ésta el ámbito —pensable, inteligible— de lo suprasensible. Obviamente, se pierde
muchísimo, pero para Kant es más lo que se gana en este enroque. Ante todo, la metafísica quedará
a salvo de los embates de la ciencia experimental (y, en reciprocidad, ésta será dejada en una casi
completa libertad para investigar). El filósofo se había percatado del riesgo en que incurría la
metafísica si, terca, proseguía compitiendo con esa particular forma de saber. Estaba —y está aún
ahora, a pesar de haber recobrado buena parte de sus antiguos arrestos— destinada a perder. No es
su terreno, ni su zona de confort. El mundo no es Dios. Ha sido creado por Él, lo cual es asaz
diferente. La división clásica de la metafísica —Dios, alma, mundo— básicamente se mantiene, pero
en vez de representarnos un círculo estamos obligados a pensar en términos de sujeción vertical: el
mundo designa el extremo inferior de un movimiento que se origina en Dios, el Ser Supremo que
se sirve del alma (humana) para cumplir sus propósitos. No es nada difícil identificar a la metafísica
como una férrea y tensa línea de comando. Pero a Kant le preocupa sobremanera el poder que,
desde abajo, están acumulando las ciencias experimentales; amenazan con salirse de control. Lo
cual significa que creen que investigar por investigar es su principal misión en la vida. La filosofía
tiene a tal respecto el sagrado deber de recordarles que no son soberanas. Primero está la moral,
después el conocimiento. Para las ciencias, por las que Kant sentía no obstante gran respeto, tal
presunción es desmedida y anticuada; apesta a teología, es decir, a superstición y a Santa
Inquisición. En consecuencia, debió operar con la máxima cautela. Hubo de hacernos creer que
mantenemos nuestra libertad incluso ahí donde estamos evidentemente esclavizados. Es decir:
somos autónomos si obedecemos sin chistar a Dios —que en el filósofo adopta el nombre de razón—
y heterónomos cuando nos entregamos a las sucias, vulgares evoluciones de la naturaleza. Gracias
al cielo, o más bien dicho a la Tierra, Kant fracasó con discreto estrépito. Y con él, la teología. Cierto
que muchos filósofos se niegan a admitirlo, pero era de esperarse; no merecen el título: la mayoría
sigue siendo devotamente clerical. La tentativa de Kant, por lo demás, los rebasa con amplitud,
porque rehúsa referirse directamente a Dios: basta con saber que el alma arranca al hombre de la
naturaleza —ella es inmortal, inmaterial, purísima—, y lo enlaza con lo suprasensible. El sí-mismo
no pertenece al mundo, porque es la presencia de lo Divino en el cuerpo. Por más portentosa que
sea esta versión de la filosofía, o por ello mismo, estaba destinada al naufragio. Es moderna porque
se remite a la razón, pero no tardaremos en descubrir en ella, en su tuétano, una sustancia
esencialmente teológica. El Alma es el nombre que recibirá en Kant la resistencia a la physis. Por
eso constituye un double bind: pensar por mismos, emblema y estandarte de la Ilustración,
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equivale a eclipsar el cuerpo y recelar de los instintos dándole a Dios —a lo suprasensible— la
palabra. Cediéndosela sin apelación. ¿Eso es la Ilustración? ¿En esta triste paradoja ha acabado? El
filósofo de Königsberg ha pretendido arrebatársela a los ateos de la primera hora preservando el
lugar sagrado de la metafísica. En modo alguno le regatearíamos valentía. Remeda a David frente
a Goliath (aunque hoy todo parece haber vuelto a su cauce normal). El ser humano es —por
desgracia— un animal, pero —gracias a Dios— está dotado de razón. No escapamos por ningún lado
del hipnótico círculo virtuoso. No es suficiente con combatir —algo, en verdad, siempre necesario—
las modalidades opresivas de la política y de la religión, ambas regidas en última instancia por el
miedo, si se sigue alimentando —rasgo fundamental de la teología— el temor a la naturaleza como
la oscura sede de lo irracional.
Queda por saberse si Kant, viviendo en otros tiempos o lugares, habría sido lo bastante audaz como
para despojarse de este oneroso andamiaje teológico. Lo cierto es que hacerlo significaba, en la
Alemania de las postrimerías del XVIII, arriesgar —por lo menos— el trabajo y la reputación. A
Johann G. Fichte (1762-1814) le ocurrió; acusado de ateísmo, se vio forzado a huir y atemperar, no
sin oprobio, su pensamiento. Terminó persignándose, naturalmente. La exposición de Alexis
Philonenko es muy poco aprovechable; quizá es más oscura que el estilo de Fichte, que no era
precisamente un dechado de claridad. Pero a pesar de todo puede declararse que nuestro filósofo
tampoco se arriesga a salir de la teología, por más que de entrada corrija a Kant en un respecto
esencial: el cuerpo no es un obstáculo para ejercer la razón práctica, sino un instrumento. ¿Hay
diferencia? "Así, toda la moral relativa al cuerpo consiste en tratar a éste como un instrumento de
la razón, es decir, ya que la razón comprendida como unidad de las conciencias, es Dios, como un
instrumento de lo absoluto" (Philonenko, 1984: 82). Siendo así, el mal radical no remite a tener un
cuerpo, sino a negarse a ponerlo a su servicio. La pereza es peor que la concupiscencia. ¡Suena
fuerte! Que la razón sea el (ilustrado) nombre de Dios ya no debería engatusar a nadie. ¿Cómo es
posible que a un filósofo como Fichte se le haya podido acusar de ateísmo? Para él, ser un filósofo
consiste en conducirse exactamente como un sacerdote. Que Dios no sea ni una cosa entre las cosas,
ni una hipótesis relativa a lo más grandioso y sublime, ni siquiera, tal como formulaba Kant, un
postulado de la razón práctica, sino el hecho indubitable de que el Universo sea esencialmente
moral. ¿Equivale a declararse ateo? Con el pobre Fichte se ha llegado al colmo de la paranoia.
Porque la fusión entre la teología y la moral es en Fichte más notoria e insolente que en el propio
Kant. Ateo no es el que no cree, sino aquel que sólo se entrega a la satisfacción de sus deseos, y que
para garantizarlo puede llegar a invocar al mismo Dios. Por eso nuestro filósofo intensifica la idea
de que sólo el Dios verdadero podría evitar y revertir la disolución del mundo. El sujeto es
demasiado débil; solamente un nosotros fuerte podría hacer valer sus derechos. Fichte abandona
con ello toda veleidad humanista para apostar su resto a ese Dios de luz que ya tiene, a estas alturas,
demasiado poco de filosófico. Kant todavía quiso, y a duras penas pudo, mantenerse en los límites
de la mera razón; Fichte ya no anda coqueteando con semejantes delicadezas. La suya termina por
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configurarse como una propuesta eminentemente religiosa. El filósofo sólo intuye la conexión de
la conciencia finita con el Absoluto, del que forma una extensión completamente homogénea. En
tal sentido se cuida mucho de resbalar como Schelling, que se estrella sin remedio en las paredes
interminablemente contrapuestas del Absoluto y de lo ínfimo. En rigor, a despecho de su
declaración de la importancia decisiva del saber, Fichte confía menos en una idea de Dios que en
una experiencia de lo divino, entendiendo a éste como la luz respecto de la cual la conciencia finita
vendría a ser una chispa, un resplandor, una imagen. Se asemeja en esto a una teología negativa.
Pero es religiosa, aunque Fichte insista en proporcionar su lugar al pensamiento, porque en el fondo
se trata de asegurar la fusión mística a partir del amor:
El amor de lo Absoluto o de Dios, es el verdadero elemento del espíritu racional, que
únicamente en él halla el reposo y la felicidad; pero la expresión más pura de lo
absoluto es la ciencia, que como lo absoluto sólo puede estar animada por misma.
(Fichte, trad. en 1987: 122)
Lo real no podría ser otra cosa que el amor de Dios. Tendrá que transitar por todas las fases
necesarias: de la physis a la ley, de la ley a la moral y de la moral a Dios. Pero, además, esta
progresión de la filosofía a la religión se va a acompañar de una involución o conversión política
que lo llevará del republicanismo al fascismo. ¿Podría aún sorprendernos?
A manera de conclusión
Kant cae, sin escapatoria, en la paradoja extrema del pensamiento religioso: para salir de la minoría
de edad —para ser realmente ilustrado— es necesario confiarse a Dios. Para dominar a la naturaleza
es preciso primero despreciarla. Nadie puede ser fiel a dos amos.
A manera de conclusión, podemos simplemente recalcar que Fichte ha descubierto en el yo un
deber-ser que, contra Kant, no le cae del cielo, sino que por sí mismo se halla compelido a alcanzar.
¡Con buenas razones fue acusado de ateísmo! Se advierte en qué punto y por qué se separa de Kant:
la razón práctica no aparece después, sino antes de la razón pura. Somos éticos, luego sapientes. El
vuelco está a la vista. Con este movimiento se posiciona más cerca de Spinoza: el yo es el conato del
yo. El yo debe ser, luego —es decir: después— podrá saber. Sólo así encontrará la comunidad de yoes
la ocasión de llegar a un estatuto divino. ¿En tal virtud se verá forzado a desechar la cosa-en-sí? Lo
indudable es que se sentirá obligado a modificar el concepto de intuición intelectual, que en Kant
se abisma en el no-saber. Por eso no hay cosa-en-sí, porque el yo no se capta a sí mismo como cosa,
sino como deber. El movimiento se antoja devastador. No se trata de que, como diría Sartre, el ser
humano se halle condenado a la libertad; no, también puede convertirse en una cosa, quererse como
tal: "El hombre no está condenado a la libertad; puede exigirse como ser libre o, por el contrario,
captarse como una cosa" (Philonenko, 1984: 78). ¿De qué depende? De la clase de hombre que se
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sea. El yo no es una cantidad dada e inmutable, sino un gasto, un flujo, un curso. Puede perderse.
¿Cómo estaría en condiciones de evitarlo? En primer lugar, privándose de tratar al propio cuerpo
como un obstáculo a vencer. El cuerpo no es el enemigo de la moral, sino su cómplice. Polémico o
no, este argumento continúa no obstante la línea general del cristianismo en su versión luterana:
Dios no existe para garantizar el goce del individuo, sino para convertir al cuerpo en una
herramienta. Inútilmente, pues a Fichte no le perdonarían nada. Incluso los estudiantes le
arrojarían piedras a sus ventanas gritando: ¡Aquí está el no-yo! Nada anormal para un filósofo. Lo
interesante es que su intento por ajustar la metafísica a los nuevos tiempos no puede evitar
averiarla. Su propósito es demostrar que lo suprasensible no sólo existe, sino que se halla disperso
en el aquí y ahora. Al cabo, abandonará el humanismo y se volverá a embarcar en una teología
donde lo finito será asimilado por lo infinito. De ser una filosofía de la revolución, ha decaído en
una filosofía de la experiencia religiosa. Si estuvo cerca de Spinoza, ahora se aleja resueltamente
de él. No el panteísmo, sino la teología, incluso negativa. La conciencia finita es una imagen de
Dios, la razón es su Verbo, el Logos su palabra. Sólo falta el amor para completar el cuadro. Pero
no se privará de él. La filosofía atea desembocará dulcemente en el regazo cristiano. Philonenko
recorre todo su itinerario:
Fichte distingue entonces cinco puntos de vista [...]: 1ro., el que consiste en situar la realidad
en el mundo sensible o naturaleza; 2do, el que sitúa la verdadera realidad en una ley que se
impone a la libertad: es el punto de vista de la legalidad objetiva [...]; 3ro, el que crea un
mundo nuevo en el seno del mundo actual: punto de vista de la moralidad; 4to, el que pone
la realidad en Dios y en su manifestación: punto de vista de la religión; y 5to, el punto de vista
supremo, que es el de la ciencia, que ve la diversidad salir de la unidad y reflejarse en ella. En
este nivel se revela la auténtica bienaventuranza, que es el amor de Dios. (Philonenko, 1984:
89)
No sorprenderá que, políticamente, nuestro filósofo se desplace con brutalidad a un polo
endurecido. Querer un Estado fuerte revela la idea de la maldad humana. La desconfianza ha
vuelto a ganar la partida.
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