Protrepsis, Año 14, Número 27 (noviembre 2024 - abril 2025). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
42
De ahí la extraña sensación de ahogo que produce. Es contradictoria porque todo intenta
construirse, de manera expresa, de acuerdo con un principio de libertad. Pero no estamos en
posesión de un conocimiento teórico, sino de una exigencia práctica. La propuesta cojea de un pie
(y la siguiente generación procurará, con éxito desigual, remediarlo). Desde cierto punto de vista,
es magnífico que no se espere de la razón un saber absoluto: nos deslizaríamos rápidamente, por su
conducto, al dogmatismo. Repárese en la postura de Hegel. La situación ha llegado, con Kant, a
este resultado: nunca sabremos exactamente a qué atribuirlo, pero somos libres para oponernos a
la naturaleza. Tal vez sea uno de los sentidos de la creencia en Dios: dar nombre a un vacío de
saber. Pero, por otro lado, nos queda la impresión de que la oposición a la naturaleza, que Kant
nunca cuestiona, no es otra cosa que un residuo tóxico de las posiciones filosófico-religiosas más
histéricas: maniqueísmo, gnosticismo, orfismo, cristianismo. De allí emana una feroz desconfianza
a la naturaleza, cuando, bien visto, la libertad —no confundida, ojo, con el libre arbitrio— es uno de
sus atributos; baste recordar a los atomistas y a los epicúreos. Más cerca del de Königsberg, es fácil
localizar a Maquiavelo, a Hobbes, a Spinoza. Que el fondo del ser sea ápeiron —como presintió ya,
desde el principio, Anaximandro— habría ahorrado a Kant, de haberlo reconocido, muchísimo
tiempo y esfuerzo. Pero para un cristiano tal admisión resulta impracticable. La libertad no se
entiende si no se contrapone al cuerpo y sus mañas. Es una categoría moral, en todo el alcance y la
extensión de la palabra. Libertad quiere decir: libertad frente al cuerpo. Nada más mórbido y
decadente —nada más nihilista— que eso. Kant quiere salir —y no salir de allí—. Por eso es ambigua
su filosofía. Lo cual, desde luego, no la disminuye en lo más mínimo; sólo la desvía. En muchos
respectos, sigue provocando nuestra admiración. La relación entre la experiencia y la razón
constituye para el filósofo algo finalmente misterioso; la segunda no parece necesitar de la primera.
La razón habita en las alturas inmarcesibles de la metafísica; la experiencia está maniatada al
cuerpo. Pero entonces, ¿es posible o no la metafísica? ¿Por qué tendríamos que encaramarnos a ella,
menos para conocer el mundo que para devaluar —calumniar— a la experiencia? Tal actitud es
muy moderna: Descartes, en su principio, dudando del testimonio de los sentidos; Husserl, en el
otro extremo, negando cualquier saber ya constituido para construir la mathesis universalis. ¿De
dónde, si no de la religión, o más exactamente de la teología, deriva y se justifica el gesto de
hacer tabula rasa de todo conocimiento previo a las operaciones lógicas? En la introducción a
la Crítica del Juicio, Kant confiesa que la creación debe tener un sentido, y que éste ha de poder
ser descifrable. Sería indigno renunciar a ello. Uno llega a preguntarse si eso equivale a pensar por
sí mismos. La creación tiene sentido, ¿cuál es? La interrogación viene excesivamente sesgada.
Nunca dice —como hicieron los griegos y como en el siglo XVII propuso Spinoza—: Pensemos de
entrada que nada tiene un sentido para nosotros. Las trampas lógicas que se siguen de ahí son
interminables. La razón no puede mentir, del mismo modo en que el Dios de Descartes no podría
engañarnos. ¿Es racional rechazar semejante posibilidad? Desde luego que no: es completamente
irracional. Porque Kant ha decidido —sin más fundamento que la fe— que la metafísica no