Protrepsis, Año 13, Número 25 (noviembre 2023 - abril 2024). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 13, Número 25 (noviembre 2023 - abril 2024) 103 - 115
Recibido: 18/01/2023
Aceptado: 19/04/2023
Ensayo: El asco y la cosa
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Felipe Zegers Quiroga 1
1Universidad de Chile
Santiago de Chile, Chile
E-mail: fzegers38@gmail.com
Resumen: En el siguiente ensayo pretendemos discutir la posibilidad de la existencia de un asco
latente en las sociedades occidentales, el cual se expresa como reacción a la ingente magnitud de
cosas producidas fuera del control del individuo, y a la posición insignificante a la que queda redu-
cido frente a ella, cuya operación aniquila su marco de comprensión. Nuestra aproximación será el
uso de cierta interpretación fenomenológica de textos, que comenzará por el análisis de la noción
alemana de lo ungeheuer en textos de Marx y Kafka, para entonces revisar pasajes de la novela
principal de Karl Ove Knausgård. Finalmente, delimitaremos la noción del asco como repulsión
cognitiva ante el desbordamiento del sujeto y sus conceptos, así como también la imposibilidad de
una salida a través de la perspectiva posthumanista.
Palabras clave: Asco, incomprensión, objeto, ungeheuer, nihilismo, Knausgård.
Abstract: In the following essay we intend to discuss the possibility of the existence of a latent
disgust in Western societies, which is expressed as a reaction to the enormous magnitude of things
produced beyond the control of the individual, and to the insignificant position to which he is re-
duced in front of it, whose operation annihilates his frame of understanding. Our approach will be
the use of a certain phenomenological interpretation of texts, which will begin with the analysis of
the German notion of the ungeheuer in texts by Marx and Kafka, to then review passages from Karl
Ove Knausgård's major novel. Finally, we will delimit the notion of disgust, as cognitive repulsion
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Este trabajo ha sido posible gracias al financiamiento de ANID-Subdirección de Capital Humano/Magíster Nacio-
nal/2022 - 22220444.
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in the face of the overflow of the subject and its concepts, as well as the impossibility of a way out
through the posthumanist perspective.
Keywords: Disgust, incomprehension, object, ungeheuer, nihilism, Knausgård.
Lo Ungeheure y lo intraducible
Der Reichthum der Gesellschaften, in welchen kapitalistische Pro-
duktionsweise herrscht, erscheint als eine ‚ungeheure Waarensam-
mlung‘, die einzelne Waare als seine Elementarform.
[La riqueza de las sociedades, en las cuales domina el modo de
producción capitalista, aparece como una “ungeheure colección
de mercancías”, la mercancía singular como su forma elemental.]
(Marx, 1987: 62)
Als Gregor Samsa eines Morgens aus unruhigen Träumen er-
wachte, fand er sich in seinem Bett zu einem ungeheueren Unge-
ziefer verwandelt.
[Cuando Gregor Samsa despertó una mañana tras un sueño in-
tranquilo, se encontró en su cama transformado en una ungeheue-
ren alimaña.]
(Kafka, 2006: 31)
Marx y Kafka decidieron utilizar el mismo adjetivo, ungeheuer, para acompañar los términos más
importantes de cada uno de los primeros párrafos de sus obras más reconocidas posteriormente.
¿Por qué? Podría ser una mera coincidencia, por ejemplo, dado el uso común de la palabra en la
literatura alemana, podría ser también que Franz Kafka haya leído El Capital y se haya inspirado
en él. Es inútil especular respecto de las posibles intenciones de sus escrituras, y tampoco nos in-
teresa iniciar una cruzada filológica de rendimiento incierto. Cabe adoptar otra perspectiva. Ex-
ploraremos la posibilidad de que el uso de ungeheuer exprese en ambos contextos un sentido que,
incluso impregnado de múltiples aspectos, tiene un significado común. Empecemos revisando el
marco en el que se presenta en cada obra.
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En El Capital, Marx nos introduce a su obra presentando la posición desde la cual iniciará su aná-
lisis del modo de producción capitalista. La riqueza aparece [erscheint: se presenta, se manifiesta]
como dicha ungeheuer colección de mercancías. Este comienzo no pretende representar la pers-
pectiva de un científico social o de un militante comunista observando el mundo, sino la de un ser
humano cualquiera sumergido en el capitalismo a quien la sociedad específicamente su materia-
lidad económica se le muestra como un ungeheuer arsenal de productos transados en el mercado.
El aparecer no es un mero parecer, en ese sentido no es un engaño, sino la posibilidad de que lo
aparecido lo haga de otro modo (Heinrich, 2020: 54), pone de relieve el carácter histórico de la
formación social; asimismo, que la manifestación de la mercancía es un fenómeno objetivo, es decir,
no depende de la subjetividad individual de cada persona, sino de una determinada estructura eco-
nómica que le oculta y le presenta ciertos aspectos específicos de ella. Es claro que este inicio pre-
tende ser funcional al análisis posterior de lo que llama su forma elemental, pero al situar la visión
desde el aparecer, y no desde el ser, de inmediato nos coloca desde punto de vista del sujeto rodeado
de mercancías.
No es necesario ser marxista para constatar la actualidad de tal principio. Michel Houellebecq
libre de cualquier sospecha lo retrata ampliamente en sus novelas, mostrando la lógica de super-
mercado expansiva, y a los occidentales como rabiosos consumidores flotando en ella (Houellebecq,
2005). Basta caminar por cualquier calle altamente transitada y encontraremos por todos lados car-
teles de publicidad llamándonos a comprar, lo mismo prendiendo la TV, la radio, abriendo las
RRSS o incluso muchos de los medios impresos. En último caso, podemos preguntar de dónde pro-
vienen la gran mayoría de objetos que nos rodean y ocupamos diariamente, con alta probabilidad
todos ellos se consiguieron en algún tipo de mercado o pasaron por él.
Cuando Gregor Samsa se despierta, se encuentra a sí mismo en la forma de un ser ungeheueren.
Mucho se ha discutido respecto de la traducción y significado de Ungeziefer [alimaña, bicho, in-
secto indeterminado], las alimañas a las cuales en alemán generalmente se les refiere en plural
se caracterizan entre otras cosas por ser pequeñas e indeterminadas. Casi como si fuese un oxímo-
ron, de entrada, lo ungeheueren nos indica que no se trata de algo pequeño, aunque la indetermi-
nación permanezca. Si despertara como algún tipo de alimaña, aun cuando Samsa no supiera el
nombre específico del tipo de animal-insecto en que se convirtió, podría en cierta medida concep-
tualizarse e intentar comprenderse, tal vez como miembro de una especie mayor, inscribirlo en un
universo amplio de seres existentes, una suerte de familia. Esto es exactamente el intento fútil de
Vladimir Nabokov también entomólogo quien intenta convencernos, con dibujos incluidos,
que estamos solamente frente a un escarabajo grande y que ni siquiera el mismo autor lo tendría
muy claro (Nabokov, 1983). Aquí el escritor ruso parece confundir sus aficiones. El propio Kafka
solicitó al editor de su famoso cuento no colocar en la portada ninguna ilustración que orientase al
lector, la narración tenía que sugerir la imaginación, pero al mismo tiempo imposibilitarla.
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Lamentablemente, para nuestro querido protagonista la situación es calamitosa, un monstruo no
pertenece. Lo ungeheueren escapa los límites de la representación posible, lo desborda por com-
pleto. Ahora Gregor Samsa es un algo que no solo desconoce y excede su facultad interpretativa,
sino que jamás podría conocer, aunque transcurra largamente el tiempo meditando en su habita-
ción. Quizás podríamos decir que el protagonista no se encuentra [fand er sich], lo cual implicaría
algún nivel de identificación, sino que simplemente se experimenta sin mediación alguna, si es que
a ello se le pudiese llamar experiencia. Una experiencia no propiamente humana colinda con lo
que imaginamos de lo animal, una pura conciencia perceptiva sensorial; en tanto insecto es algo
ungeheueren, en tanto humano ya no puede ser.
Ungeheuer, como anunciamos, no tiene una traducción única o sencilla, en cierto sentido es justa-
mente aquella condición de lo intraducible. De todas formas, han existido algunos intentos para
verterla al castellano: enorme, ingente, tremendo, monstruoso, prodigioso, descomunal, espantoso,
colosal, gigantesco, terrible, inmenso, formidable, insólito. Ninguno de ellos por sí solo capta el sig-
nificado total de la palabra, pero al menos hay dos aspectos que nos gustaría poner de relieve, en
primer lugar, en torno a la magnitud a la que hace referencia, un tamaño excesivo, desmesurado,
inmensamente grande. En segundo lugar, a la cualidad de no-humano, lo monstruoso, que aparece
como espantoso para quién lo experimenta. Ambos aspectos convergen, lo descomunal para la es-
cala humana es también lo que si no es divino llega a ser terrible. Lo entendemos solo como
negación de algo, antinatura. Hay otra manera de abordarlo, cuando algo sobrepasa de tal modo
nuestra comprensión habitual nos sentimos intimidados, impotentes, la frustración cognitiva lleva
fácilmente a dudar de nuestra propia capacidad y relevancia. Ante lo que no podemos simbolizar,
traducir en un código legible de significado, nuestra propia existencia se muestra como insignifi-
cante. Algo que escapa toda medida habitual nos arrastra hacia lo desconocido, si el intento de
arrastrar a su vez el objeto hacia nuestros parámetros tradicionales no tiene efecto, es probable que
cuestionemos nuestro propio esquema de comprensión, esto puede tener resultados revoluciona-
rios, catastróficos, o ambas. Como pareció ver Nietzsche, si nos experimentamos frente a lo un-
geheuer como insignificantes entonces transitamos hacia lo ungeheuer en nosotros mismos.
La descomunal colección de mercancías puede ser vista como el resultado de cierta organización
del mundo, el cual se encuentra vaciado de un sentido global más allá de su autoreproducción. Por
supuesto la mayoría de las cosas tienen un valor de uso particular, pero el principio ordenador del
sistema no está orientado a ningún fin que podamos reconocer como racional y propio. Cuando
despierta Gregor Samsa, luego de la repentina sorpresa de descubrirse monstruoso, rápidamente se
pregunta por su trabajo. Viéndose convertido en un inmenso bicho su preocupación inmediata es
ser despedido, no poder ir a cumplir sus obligaciones laborales. Él ya no es otra cosa que mera fuerza
de trabajo, la más especial de las mercancías, pronta a ser desechada, totalmente prescindible. No
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se trata aquí de intentar forzar una interpretación marxista de Kafka
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, sino de notar cómo el mundo
moderno se le presenta al sujeto como un conjunto de cosas que lo desbordan, frente a lo cual él es
sólo un objeto más de la colección. Acentuamos este marco de interpretación dado que, a pesar de
que el agente puede experimentar esta sensación de manera individual, es resultado de una estruc-
tura real y objetiva, la percepción individual deviene así vivencia masiva universal. Al despertar
un día para trabajar temprano en la mañana, se escucha sonar la alarma y con ello el sentimiento
inevitable de tedio, poco consuelo surge al notar que las alarmas suenan masivamente frente a ejér-
citos de sujetos desanimados.
Como nota correctamente Jacob Rogozinski, para Kant lo ungeheuer no se encuentra presente en
la naturaleza, lo que además llevaría al filósofo prusiano a prácticamente ignorar el asunto en la
tercera crítica (Rogozinski, 2003: 122). Lo evidente sería pensar entonces que es un fenómeno pro-
piamente humano. Aun cuando efectivamente aparece dentro de un contexto histórico de ciertas
sociedades humanas, como ya vimos este se nos presenta justamente como lo no-humano y al
mismo tiempo como no-natural, o incluso como lo antinatural. Una especie de margen indetermi-
nable. Ahora bien, la naturaleza funciona aquí como polo de contraste dentro de un binomio, por
lo que cabe preguntarse por su significado. Una referencia de la filosofía política clásica a la natu-
raleza la encontramos en Hobbes, para quien el estado de naturaleza funciona como hipótesis para
justificar el levantamiento de un Estado civilizador, ante la situación del ser humano desbocado en
la incertidumbre primitiva, nos ofrece la posibilidad de restringir un conjunto de libertades salvajes
a cambio de protección frente a la amenaza que representan los otros (Hobbes, 2017). La natura-
leza es una amenaza, el miedo una respuesta que nos obliga a transar, el individuo como cuerpo
físico debe sobrevivir a cualquier costo, incluso reprimiendo sus instintos más básicos.
La intuición del Homo homini lupus también la comparte Freud. En la cultura pervive el malestar
de no poder realizar aquellas pulsiones naturales, ya que la cultura, en contraparte con la natura-
leza, forma parte de un binomio que permite explicar nuestra realidad social. La cultura aparece
como un “reinado de la higiene” (Freud, 1986: 87), que nos aleja de nuestra animalidad, nos man-
tiene seguros. Como si la cultura nos dijese “Ellos son los animales, no nosotros. Ellos son sucios y
hediondos; nosotros somos puros y limpios. Y ellos están por debajo de nosotros; nosotros somos sus
dominadores” (Nussbaum, 2019: 136), siendo ellos un grupo de incivilizados atrapados en su na-
turaleza salvaje, los bárbaros, y nosotros fuésemos algo más. No lo podemos protegernos y dife-
renciarnos de ellos, sino que podemos limpiar ese resto de barbaridad que puede surgir en nosotros.
Ese algo más no es sólo la lejanía de lo sucio, de lo desordenado y caótico que podría resultar la vida
natural, sino el levantamiento de un orden de sentido que nos permite llevar nuestras vidas con
2
Podríamos revisar por ejemplo a Heidegger (i.e. Ciencia y Meditación, entre otros) donde el imperio de la técnica, de
la lógica calculadora de lo útil, es una expresión del nihilismo contemporáneo. ¿No es la mercancía un algo-para-algo-
más permanente? Siendo la mercancía por antonomasia el dinero, la fórmula del capital D-M-D’ es la lógica desbocada
de la reproducción absurda a gran escala.
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cierto horizonte de acción, si fuéramos meros animales en camino a una muerte vana no habría
razones para levantarse cada día más allá de sola sobrevivencia. Esto tiene costos, será necesario
reprimir muchas de las pulsiones constitutivas más básicas para ordenar nuestra conducta, costos
que serán difíciles de olvidar, diluyendo la posibilidad del sentimiento oceánico de comunión
eterna con el mundo. La hipótesis de la naturaleza nos sirve para confrontar, o más bien confirmar,
nuestra humanidad.
La lucha por el pasado
En su monumental novela de no-ficción Mi lucha I: La muerte de padre, el escritor noruego Karl
Ove Knausgård nos presenta una autobiografía meticulosamente desarrollada. Como indica el tí-
tulo, en esta narra su experiencia lidiando con la muerte de su padre, ante lo cual se ve obligado a
preparar el entierro que se realizará en la casa donde falleció. Luego de una muerte por inanición
e inacción producto del exceso de alcohol diario que consumía su padre, se encuentra con una casa
desastrosa, llena de vómitos, olores, texturas, manchas, humedad, botellas vacías y alcohol derra-
mado por doquier. Ante la escena nauseabunda se propone una tarea: limpiar la casa por completo
para preparar un entierro ordenado. Para ahuyentar el sentimiento de que la muerte está presente
en todas las cosas, impregnada en cada rincón y objeto de la casa, debe pasar horas “Fregando.
Fregando y frotando, puliendo y limpiando” (Knausgård, 2016: 364). Todo eso representa signos
de la muerte para el protagonista. ¿Por qué tanta aversión a la muerte o a sus manifestaciones? Esta
pregunta puede resultar un tanto trivial para el sentido común, pero el propio autor comienza la
novela reflexionando sobre el lugar de los muertos en nuestra sociedad. En ella instala una aparente
paradoja; por un lado, la muerte es un fenómeno extraordinariamente común, por otro lado pare-
cemos hacer todos los esfuerzos para esconderlo de nosotros
En el instante en que la vida abandona el cuerpo, el cuerpo pertenece a lo muerto. […] Esta-
mos constantemente rodeados de objetos y fenómenos del mundo muerto. Y, sin embargo,
hay pocas cosas que nos desagraden más que ver a un ser humano capturado en ese mundo
muerto, al menos a juzgar por los esfuerzos que hacemos por mantener los cuerpos muertos
fuera de nuestra vista. […] ¿por qué esas prisas para esconderlos? (Knausgård, 2016: 11).
La respuesta está lejos de ser trivial, sería fácil atribuirla al peso de la mera costumbre, pero esto es
insuficiente para dar cuenta de su aceptación transversal, debemos dirigirnos hacia la función so-
cial que cumple tal ocultamiento: la de hacer tolerable nuestra vida, que aún no es muerte. El or-
denamiento de una ciudad, lugar paradigmático de la vida moderna, es particularmente represen-
tativo:
Una ciudad que no mantiene a sus muertos fuera de la vista, una ciudad donde se los puede
ver diseminados por calles y parques, en los aparcamientos, no es una ciudad, sino un infierno.
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El que este infierno refleje nuestras condiciones de vida de un modo más realista y estricta-
mente más verdadero no importa. Sabemos que es así, pero no queremos verlo. Y de ahí viene
ese acto colectivo de represión que constituye la reclusión de los muertos. (Knausgård, 2016:
11).
Lo que sabemos, pero no queremos ver. En Chile no son infrecuentes los casos de suicidio en luga-
res públicos, incluso se ha incorporado la imagen común de la carpa azul, ocultando de la vista al
cadáver, manteniendo inalterado el comportamiento de quienes pasan alrededor. Sin embargo, esto
no sucede en todas las sociedades contemporáneas occidentalizadas, bastaría revisar la prensa de
otros países de Latinoamérica donde los altos niveles de violencia se han incorporado al imaginario
mediático. Knausgård, desde la paz de Noruega, parece ser consciente de esto al notar una excep-
ción, la de la muerte de los otros, puramente mediática, sin importancia “Con esto puede parecer
que la muerte se distribuye a través de dos sistemas diferentes, uno relacionado con ocultación y
peso, tierra y oscuridad, y el otro con transparencia y levedad, éter y luz” (Knausgård, 2016: 13).
Tal vez los dos registros nos permiten trazar la línea entre lo tolerable y lo intolerable; sin lo intole-
rable no tendríamos de qué distinguirnos, sin lo tolerable la vida sería aquel puro infierno. Pero la
distinción entre grupos humanos no es la única posible, ya vimos que la distinción frente a la natu-
raleza tiene su propio relato, los animales también son un criterio de demarcación para ello.
Cuando el protagonista rememora su infancia, relata que allí:
Los cangrejos eran como una especie de recipientes, pensé, recipientes de carne. Me resultaba
como de cuento el que viniesen de las profundidades, habiendo sido elevados hasta nosotros,
como también lo habían sido los peces […] Pero todo aquello tan mágico relacionado con los
peces en el mercado había desaparecido por completo cuando se encontraban en mi plato,
blancos, temblorosos, salados y llenos de espinas. (Knausgård, 2016: 430).
Esta pérdida de lo mágico no solo era la transición del mar a su plato, sino desde la infancia donde
todo “ardía de belleza” (Knausgård, 2016: 478) hacia una adultez donde la “intolerable banalidad”
(Knausgård, 2016: 453) solo se podía suspender con el alcohol. Pero lo inánime se expresaba ante
todo en los objetos cotidianos, productos asfixiantes que recuerda la propia coseidad. No solo el
mundo de los cangrejos sino el mundo humano es el que se ve inundado de materialidad sin vida
Las casas en las que vivíamos seguían todas allí. La única diferencia, que es la diferencia entre
la realidad de los niños y la de los adultos, era que ya no estaban cargadas de significado. […]
El mundo era el mismo. Y sin embargo no era el mismo, porque su sentido se había desplazado,
y seguía desplazándose, acercándose cada vez más a lo que no tenía sentido. (Knausgård,
2016: 410-412).
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El desplazo del sentido no es la simple constatación de que el sentido no existe, sino de que ya,
ahora, no existe; ha sido aniquilado. El mundo de los productos humanos, los objetos útiles que
hemos creado y consumido, se inscriben dentro un conjunto de fines bajo los cuales tiene valor
hacer uso de ellos. En la infancia todo aparece mágico, todo ese encanto está por des-cubrirse en los
años venideros, sin embargo, llega la adultez y observamos lo terrible: detrás del velo no hay nada.
De todas formas, tendemos a asociar los objetos mundanos a otras personas, ambientan la vida so-
cial de nuestro entorno cercano, adornan ciertas imágenes que conectamos con momentos del pa-
sado y posibilidades del futuro. A Knausgård no solo el recuerdo de la imagen del cadáver de su
padre le da asco “lo físico de la muerte, en su cuerpo, dedos, piernas, en los ojos ciegos, el pelo y las
uñas que seguían creciendo” (Knausgård, 2016: 405), sino también los objetos muertos que lo ro-
deaban, aquellos que limpia desesperadamente para quitarles esa carga “[…] la muerte estaba en la
chaqueta colgada en la entrada, donde se encontraba el sobre con las cosas de mi padre, la muerte
estaba en el sillón en el que ella lo había encontrado” (Knausgård, 2016: 497). Pero tal vez no son
los objetos en tanto signos de una muerte cercana lo que nos provoca el mayor asco, sino en tanto
expresión de todo lo muerto de nuestras vidas, cuando el horizonte de sentido que ordena nuestra
cotidianidad desaparece. El sentido solo puede darse inserto en un marco de comprensión global,
que a su vez se encuentra inscrito en el lenguaje, si los conceptos se muestran incapaces de hacer
inteligible el mundo entonces el recuerdo del pasado, la posibilidad de una identidad, y el horizonte
del futuro se desdibujan.
Un mundo extremadamente rápido no alcanza a generar un marco de comprensión conceptual que
logre habitarlo, así la visión naturalista-científica, o si se quiere del mundo como cosa, permanece
como dominante. Sin una narración sobre sí el ser humano no puede vivir tranquilo, por eso abun-
dan las metáforas del tipo intemperie o desierto que aparecen en la literatura contemporánea, el
único relato posible es el extremamente aislado, la pura cotidianidad individual, sin un por qué o
un para qué, son la mera descripción de procedimientos, de cómos, dentro de la vida diaria de una
persona que permanece a la deriva. Allí predomina la orientación hacia los objetos, las cosas mis-
mas son intolerables cuando se manifiestan en una magnitud y banalidad descomunal. Incompren-
sible, inabordable.
Ahora lo que vi fue lo inánime. Vi que ya no había ninguna diferencia entre lo que mi
padre había sido y la mesa sobre la que yacía, el suelo sobre el que ésta descansaba, el
enchufe de la pared debajo de la ventana, o el cable que iba al aplique de al lado.
Porque los seres humanos no son más que una forma entre otras formas. (Knausgård,
2016: 499).
Si somos una forma más entre otras formas, entonces el límite entre lo humano y no-humano se
desdibuja. No se trata aquí de proponer humanizar el mundo ingenuamente, lo que sería un intento
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de concebir todo lo que nos rodea como creado y construido para fines a los que pudiésemos subor-
dinar tal creación. Pero creer que no tenemos ninguna prioridad ontológica sobre los objetos lleva
a que cualquier relación o pregunta trascendental por el mundo o por la existencia quede reducida
a mero hueso. La muerte que se piensa sin significado posible ni fuente de significación para los
vivos, la resignación a la mera experiencia sensitiva de las cosas, o del mundo y del humano en tanto
cosas, es la rendición al nihilismo. Somos sólo cosas eventualmente muertas, como todo lo que nos
rodea, formas y nada más.
En algunas escenas del libro el protagonista tiene unas ganas incontenibles de vomitar. ¿Qué es lo
que deseamos expulsar cuando vomitamos por asco? Tal vez tememos que lo que nos repugna se
incruste en nosotros, perdiendo así el control sobre nuestro cuerpo. Como un bulímico que teme
devenir pura comida, creyendo que lo único que podrá expulsar será la excesiva sudoración de la
obesidad. O quizás nos recuerda que nosotros somos eso que llamamos nuestro cuerpo, y cuando
ingresa aquello repugnante debemos expulsarlo de inmediato. Porque lo asqueroso revela nuestra
intrascendencia, que el mundo giraba antes de que naciéramos y lo seguirá haciendo cuando nues-
tro corazón deje de latir.
El lenguaje del asco
El asco a los objetos presentado aquí no debe entenderse como lo que Martha Nussbaum llama
asco primario, una reacción corporal e instantánea frente a signos de descomposición, pero sí invo-
lucra lo que ella llama contenido cognitivo: un juicio sobre aquello que nos provoca asco, lo que
concebimos como potencial contaminante y nos infunde miedo frente al peligro que representa.
Así la emoción del asco “está motivada por la angustia que nos causa nuestra propia animalidad y
mortalidad” (Nussbaum, 2019: 126), lo que nos recuerda la vulnerabilidad constitutiva de nuestro
cuerpo.
Ahora bien, no necesariamente estos objetos se presentan como una amenaza física directa, lo que
nos abruma es el aura moribunda que emanan. Como entrar en algún retail y observar pasmado un
gigantesco estante repleto de cientos de figuras escultóricas de Buda, listas para ser vendidas, des-
pojadas de toda espiritualidad posible. El asco no debe entenderse tampoco como un asco moral,
como la condena ética del sistema injusto que produjo tales objetos, sino como la señal de nuestra
desorientación en una gran tienda sin relojes ni luces exteriores, tienda que ahora es mundo. Es lo
mórbido como síntoma de que algo se encuentra mal, de lo enfermizo en una sociedad. Lo que nos
aterra no es necesariamente el peligro que conllevan, sino que “puede significar simplemente un
rechazo a ‘ser’ aquella cosa, a tener esa cosa (corrompida) dentro de uno mismo, como una parte de
uno mismo” (Nussbaum, 2019: 114). No queremos vernos una mañana al despertar, tras un sueño
intranquilo, convertidos en mera cosa
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Es un miedo que está relacionado en cierto modo con la muerte y con la potencial descompo-
sición del material del que estamos hechos, y eso es lo que hace que actúe mediante símbolos,
más que a través de meras propiedades sensoriales. Nos negamos (literalmente) a ingerir pu-
trefacción y, por lo tanto, a estar “muertos”. (Nussbaum, 2019: 114).
Aunque es difícil resistir el ingreso de la putrefacción mediante mbolos que se han expandido por
casi todo el territorio psíquico, nos da asco lo muerto en los seres vivos, así como lo vivo en los seres
muertos, lo zombi en general. Lo paradójico de los presuntamente infinitos objetos en las socieda-
des occidentales y muchas de las occidentalizadas es que por un lado son portadores de lo
muerto, del trabajo muerto, y al mismo tiempo aparecen como poderosamente vivas, como encar-
nación de la metafísica dominante. Como si la cosa por libre determinación, se lanzara a bailar”
(Marx, 2018: 87) poseída así de un carácter místico, como denomina Marx la aparente autonomía
que muestran las mercancías en nuestra sociedad. El límite entre lo vivo y lo muerto se vuelve
difuso. Pero estas cosas no generan el asco que nos daría una araña con largas patas peludas y flui-
dos viscosos, sino el que nos daría un ser humano, semejante a nosotros, pero absurdamente gigante.
Aunque aquí no es tanto el tamaño o la fealdad, sino la cantidad lo que se impone al goce, recor-
dando la caracterización kantiana del asco (Kant, 2006: 256). Eso indicaría la irrelevancia del indi-
viduo en lo más próximo, más acá, lejos de la visión de Carl Sagan del punto azul a nivel cósmico,
en la banalidad propia de las rutinas cotidianas listas para ser aplastadas por el calzado de un gi-
gante sin rumbo.
No hay alternativa
Los luditas en el siglo XIX buscaron destruir las máquinas que amenazaban con sustituirlos. Hoy
en día rara vez los trabajadores tienen la capacidad de hacer eso, más allá de algún ataque de furia
de un funcionario aislado, o simplemente la destrucción del estudiante, canalizada hacia sí mismo.
Los ermitaños son poco comunes, pero existe la curiosa figura pop en torno al ciudadano del primer
mundo que decide dejar todas sus posesiones, preferentemente quemándolas en un rito purifica-
dor, en busca de algo valioso en medio de la naturaleza; o de la persona que persigue, en una fanta-
sía seductora, ir a conectarse consigo mismo en algún lugar aislado de un país lejano que le permita
descubrir su espiritualidad. Pero estos casos son más bien raros, más aceptada es la furia por colec-
cionar ad infinitum el dinero o consumir y desechar incansablemente los objetos que este puede
comprar; encontramos diversas formas para explicarlo, desde la búsqueda de estatus hasta trastor-
nos psiquiátricos como el mal llamado síndrome de Diógenes. Tal vez lo más común sea simple-
mente conformarse, como parece hacerlo el protagonista de La muerte del padre, abandonarse al
tedio cotidiano y esperar algún placer intermitente.
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Todas estas alternativas implican aceptar nuestra plena individualidad, cercándola, libre de cual-
quier extrañeza exterior, como un turista en su propio territorio. Hay quienes han propuesto inten-
tar someter la técnica, subordinar las fuerzas productivas a fines que nosotros mismos podamos
escoger, como por ejemplo ha pretendido infructuosamente el socialismo humanista. Otros han
llevado esta constatación hasta sus últimas consecuencias, el posthumanismo que presenta el ace-
leracionismo, como cabe leer en su manifiesto (Williams y Srnicek, 2017), pretende desplazar al
sujeto del curso histórico, y simplemente dejar y potenciar cuando sea posible la avasalladora efi-
cacia de la tecnología, lo que eventualmente no solo transformaría la estructura económica de la
sociedad sino a nosotros mismos, comenzando por nuestra biología. Esto parece ser la respuesta
desesperada desde la impotencia de la izquierda y los críticos del sistema actual ante su aparente
omnipotencia, la búsqueda desesperada de una salida cualquiera, aceptando los objetos, re-dispo-
niéndolos, encausándolos, dándoles un nuevo uso, como quien toma un cadáver y lo ocupa como
combustible. Pero el cadáver aún funciona, se propone sobrepasar el exceso, alimentar al gigante
hasta que muera realmente.
El posthumanismo más que trascender la naturaleza humana es tal vez su máxima aceptación, la
aceptación de que no hay naturaleza humana inteligible más allá de la infinita adaptación, y que
solo debemos resignarnos a incidir dentro del molde históricamente dado. Pero, si no hubiese natu-
raleza humana alguna, ¿por qué nos genera asco la intrascendencia que las cosas expresan? Tal vez
debamos dejar en suspenso la creencia de que definitivamente no hay naturaleza humana posible,
o que toda apelación a ella será inevitablemente conservadora. Aristóteles planteaba ya, en el pri-
mer párrafo de la Metafísica, que el ser humano tiene una inclinación natural por el saber (Aristó-
teles, trad. en 1994), o el mismo Kant en el prólogo de la primera crítica también en el primer
párrafo hace notar la tendencia ineludible de la mente humana hacia las preguntas trascenden-
tales (Kant, trad. en 2007). Quizás la naturaleza del ser humano es la del hacer sentido del mundo
y de él mismo, evadir esta inquietud a través de la producción salvaje de objetos a nuestra disposi-
ción puede distraernos un rato, pero aparecerá en forma de síntoma, como un malestar latente pero
constante, mientras perdure el lema no hay alternativa.
La construcción de este ensayo ha reposado sobre ciertas consideraciones fenomenológicas que di-
fícilmente se podrían distinguir con rigidez, sin embargo, creemos que es posible mostrar tanto en
la literatura como en algunas ideas filosóficas la permanencia de un inquietante malestar que tiene
su expresión estética-vivencial en el asco. Los objetos materiales que nos rodean ciertamente son
deseables y necesarios para la vida, pero el auge de la perspectiva unilateral que eleva toda concep-
ción de mundo a concepción de cosa, incluido el ser humano, genera una profunda insatisfacción
ante las inevitables preguntas por el sentido. Lo incomprensible e incontrolable que resulta este y
gigantesco conjunto de bienes reduce cualquier horizonte narrativo a la mera vida física irrele-
vante. Sería necesario levantar un nuevo marco de comprensión conceptual de la existencia para
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orientar nuestra acción en el mundo. La posibilidad de reestructurar nuestro marco de compren-
sión es particularmente difícil ya que domina la inteligibilidad del mundo como cosa, y en tanto
cosa se mantienen en un terreno levemente familiar, aun cuando lo descomunal escape de todo
parámetro habitual. Esto no resulta satisfactorio, ya que la resignificación de todo lo desconocido
como cosa termina expresándose sintomáticamente como asco desbordado. Por supuesto, ninguna
de las afirmaciones aquí realizadas puede ser tomada de manera taxativa, pero supone un intento
de lectura del presente.
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