Protrepsis, Año 12, Número 24 (mayo - octubre 2023). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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Correlativamente, es preciso reconocer que −a diferencia de lo que pregonaron las
políticas indigenistas y los mitos del mestizaje−, la realidad social del país excede, por
mucho, las categorías con las que se ha pretendido explicarla (Navarrete, 2004: 77-
101). En ese sentido, uno de los primeros señalamientos que surge a partir de una
postura intercultural es el de reconocer que la dimensión social de México no se reduce
a la dialéctica mestizo-indígena, sino que le compete una red de interrelaciones plural
y compleja en la que el mundo mestizo solo ocupa un nicho entre otros; se trata, en tal
caso, de observar que la realidad social del país requiere romper una visión dual para
dar su justo lugar a las reivindicaciones que los diversos y muy variados grupos
indígenas han proclamado desde hace siglos. En tal marco, la realidad multicultural de
México se impone exigiendo ejercicios analíticos que expliciten las formas de relación
multicultural existentes, al tiempo que postulan modelos de sociedades interculturales
en los que cada cultura sea reivindicada y respetada en su horizonte propio. Este último
punto ya sugiere que las relaciones multiculturales se desarrollan paralelamente, o a
través, de dinámicas de exclusión y violencias estructurales; es decir, el análisis de las
relaciones de poder resulta uno de los perfiles que deben ser abordados por una
postura intercultural (Etxeberria, 2004: 23). Para explicitar esto, cabe profundizar en
la concepción de cultura aquí propuesta y ver la función que cumple en relación con la
constitución de la identidad de los sujetos; dicho de otra manera, se trata de
comprender el papel de soporte ontológico que la cultura efectúa en los procesos de
subjetivación.
Al referir lo que se entiende por cultura en este trabajo se aludió a un abanico de
prácticas compartidas comunitariamente; estas abarcan desde la participación en un
sistema de creencias y valores, hasta el empleo de una lengua o la participación en ritos,
usos y costumbres; se trata de comprender el ejercicio de tales prácticas en un sentido
amplio. Las consecuencias que se derivan de la cultura −en tanto sistema de prácticas
comunitarias− se identifican con la herencia de una tradición y la proyección de fines
comunes. Como se indicó, estos sistemas de prácticas influyen, y a su vez son influidos,
por su condición transcultural; las culturas son, pues, sistemas dinámicos que se
reconfiguran en función de su relación con otras culturas sin, por ello, dejar de cumplir
su función de plataforma ontológica que funda la constitución de la identidad de sus
sujetos. Pero ¿en qué consiste la naturaleza de este soporte ontológico? Responder a
esta cuestión pasa por el reconocimiento de un vínculo estrecho entre el sujeto y la
cultura que arropa su desarrollo; dicho de otra manera, no ha habido ni puede haber un
sujeto que construya su identidad al margen de un horizonte de contenidos culturales
que nutran su vida; de ello se deduce una estrecha relación entre identidad colectiva e
identidad individual que retrata el valor ontológico que toda cultura cumple
(Etxeberria, 2004: 35-40). En ese sentido, cabe aceptar que este rol ontológico, con
respecto a los individuos a quienes da cabida determinada cultura, consiste en fungir
como sostén del propio ejercicio de sus vidas singulares; es decir, la pertenencia a un
horizonte cultural ofrece un complejo abanico de sentidos que regulan la vida del
individuo en sus aspectos más concretos; se trata de una suerte de brújula implícita que
organiza y reglamenta la toma de decisiones, las interacciones sociales, los usos del