Protrepsis, Año 12, Número 23 (noviembre 2022 - abril 2023). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 12, Número 23 (noviembre 2022- abril 2023) 53 - 69
Recibido: 03/09/2022
Revisado: 03/11/2022
Aceptado: 12/11/2022
Hannah Arendt. Ruptura con la tradición y tiempo de la
acción
Mercedes Miralpeix 1
1Universidad Nacional de Salta
Salta, Argentina
E-mail: mercedesmiralpeix@gmail.com
Resumen: Es conocida la tesis de Hannah Arendt de que el Totalitarismo constituye una ruptura
con los lazos de la tradición occidental, en la medida en que sus acciones han hecho estallar las
categorías de pensamiento político y los patrones de juicio moral. Esta ruptura implica la difícil
tarea de comprender la naturaleza del fenómeno totalitario sin la ayuda de las categorías tradicio-
nales, por eso, Arendt sostiene que dicho fenómeno constituye una novedad irreductible. Sin em-
bargo, la autora señala que esta novedad no debe entenderse como la inserción de nuevas ideas en
el mundo de los asuntos humanos, sino que ha sacado a la luz la ruina de las categorías pertenecien-
tes a la tradición de pensamiento político occidental. En este trabajo se intenta mostrar que, con
estas tesis, Arendt intenta señalar que aquello que, desde sus inicios, la tradición occidental no ha
podido pensar, y que el totalitarismo ha eliminado completamente, es una reflexión en torno a la
acción y a su específica temporalidad. De este modo, la ruptura con los lazos de la tradición puede
significar la oportunidad de elaborar un verdadero pensamiento en torno a la acción que tenga en
cuenta tanto su específica temporalidad, que se funda en el evento de la natalidad, como la conse-
cuencia de esto para la narración y la construcción de la Historia.
Palabras clave: Tradición, acción, natalidad, narración, historia.
Abstract: Hannah Arendt's thesis that Totalitarianism constitutes a rupture with the bonds of Wes-
tern tradition is well known, insofar as its actions have exploded the categories of political thought
and the patterns of moral judgment. This rupture implies the difficult task of understanding the
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nature of the totalitarian phenomenon without the help of traditional categories, so that Arendt
argues that this phenomenon constitutes an irreducible novelty. However, the author points out
that this cesura should not be understood as the insertion of new ideas in the world of human af-
fairs, but that it has brought to light the ruin of the categories belonging to the tradition of Western
political thought. This paper tries to show that, with these theses, Arendt tries to point out that
what, since its beginnings, the Western tradition has not been able to think, and that totalitarianism
has completely eliminated, is a reflection on action and its specific temporality. In this way, the
rupture with the bonds of tradition can mean the opportunity to elaborate a true thought around
action that takes into account both its specific temporality, which is founded on the event of nata-
lity, and the consequence of this for the narration and construction of History.
Keywords: Tradition, action, natality, narration, history.
Introducción
En la obra de Arendt la tradición es una categoría imprescindible para comprender tanto su crítica
a la filosofía occidental como la novedad irreductible del fenómeno totalitario. El diagnóstico a-
rendtiano de que con la emergencia de los campos de concentración se habría producido tanto la
pérdida de las categorías políticas tradicionales como la de los patrones de juicio moral, ha sido
objeto de análisis por parte de diversos comentaristas. Sin embargo, Arendt señala que la originali-
dad del totalitarismo no reside en el hecho de que se haya insertado en el mundo de los asuntos
humanos algo nuevo, sino que ha sacado a la luz “la ruina de nuestras categorías de pensamiento y
patrones de juicio” (Arendt, 1994/2005: 386). Esto último resulta significativo en la medida en
que la autora parece señalar dos matices dentro del análisis del fenómeno totalitario y sus implican-
cias para la tradición. Por un lado, con la emergencia del totalitarismo se habría producido de forma
inminente la ruptura con los lazos de la tradición occidental, pero, por el otro, el hecho de que esta
ruptura saque a la luz la ruina de la tradición occidental sugiere que esta ya no podía explicar la
experiencia del presente, incluso antes del advenimiento del totalitarismo.
Como señala Arendt, la tradición de pensamiento político occidental se origina con Platón y Aris-
tóteles, en el conflicto entre el filósofo y la polis, y en la distinción y revalorización por parte de los
filósofos de la vida contemplativa por sobre la vita activa. Esta distinción encierra una especial sig-
nificancia en la medida en que Arendt cree que con ella la tradición no habría podido pensar en las
implicancias de la acción política. No obstante, la autora sostiene que durante el siglo XIX
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[...] la tradición ha permanecido en un silencio impenetrable cada vez que le han salido al
paso cuestiones específicamente modernas [y que la vida política, en cuanto se ha moderni-
zado y ha sufrido los cambios de la industrialización], ha invalidado sus criterios constante-
mente. (Arendt, 2005/2015a: 77)
En este sentido, para Arendt, la modernidad implica un desplazamiento del interés por la vida con-
templativa hacia la vida activa. Aunque esto podría haber significado la posibilidad de desarrollar
una reflexión acerca de la acción política, lo que en realidad se produce es una preeminencia de las
categorías del homo faber en la vida política. Nuevamente, la tradición de pensamiento político
occidental se habría mostrado insuficiente en la elaboración de un pensamiento que tenga en su
núcleo a la acción.
Como puede advertirse, las reflexiones arendtianas en torno a la tradición implican un interrogante
acerca del lugar que ocupa la acción dentro del pensamiento político occidental. Mientras que con
Platón y Aristóteles la acción es rechazada en pos de la vida contemplativa, en la modernidad esta
categoría es reemplazada por las categorías de fabricación y producción, propias del homo faber.
Esto último aclara la tesis sostenida por Arendt de un silenciamiento de la tradición durante el siglo
XIX. Pero, también arroja luz sobre el diagnóstico arendtiano de una ruptura con los lazos de la
tradición, producto de la irrupción del fenómeno totalitario. En efecto, al referirse a los campos de
concentración, Arendt señala que bajo las condiciones de dominación total ha sido posible la eli-
minación de la espontaneidad humana, esto es, de la capacidad de actuar. Esto significa que la eli-
minación de la acción no solo implica una negación de ella a un nivel especulativo o de las ideas,
sino que ahora la misma experiencia histórica la elimina completamente. En este trabajo se busca
poner en diálogo estos dos diagnósticos, para ayudar a esclarecer el auténtico interés arendtiano por
una reflexión filosófica y política en torno a la acción y por su temporalidad específica, una vez que
la pérdida de la tradición aparece de manera inexorable tanto en el ámbito de las ideas como en el
ámbito de la política.
El inicio de la tradición de pensamiento político occidental
La tradición puede ser definida como una construcción discursiva de creencias y convenciones que
son transmitidas de generación en generación y que una comunidad comparte con el objetivo de
poder orientarse en un mundo común. Aunque la tradición sistematiza el pasado, no debe confun-
dirse con este, pues tradición y pasado no son lo mismo. La tradición ayuda a los individuos a
guiarse por el pasado, pero, como sostiene Arendt, también es la cadena que sujeta a cada genera-
ción a un determinado aspecto del pretérito. Así, una pérdida de la tradición no significa una pér-
dida del pasado, sino su revaluación y la posibilidad de que los individuos oigan de él cosas que
antes no habían sido capaces de oír (Arendt, 1961/2016: 149). Al hablar de la tradición de pensa-
miento político occidental, Arendt se refiere a la forma en que los filósofos han pensado la política
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en Occidente. Dicha tradición tiene sus orígenes en las enseñanzas de Platón y su fin en la filosofía
política de Karl Marx. Para Arendt, tanto el inicio como el fin han puesto de relieve la imposibili-
dad de la filosofía por desarrollar un verdadero pensamiento en torno al sentido de la política
(Arendt, 1961/2016: 34).
Arendt señala “que la pregunta por el sentido de la política y la desconfianza frente a ella son muy
antiguas […]. Se remonta a Platón, e incluso a Parménides” (Arendt, 1994/2013: 67), y se origina
en la experiencia de los filósofos en la vida en la polis, es decir, “en la forma de organización de la
convivencia humana que ha determinado tan ejemplar y modélicamente lo que todavía hoy enten-
demos por política(Arendt, 1994/2013: 67). La diferencia entre la vida en la polis y cualquier
otra forma de organización humana, residía en el hecho de que los griegos comprendían a esta como
un espacio de entera libertad. Sin embargo, esto no significaba que lo político, o la política, fuera
un medio para posibilitar la libertad humana, sino que ser libres y vivir en una polis eran sinónimos.
Por eso, era necesario que, antes de ingresar a la vida política, los individuos fueran liberados de las
obligaciones y de las necesidades que aseguraban la subsistencia de la vida. Esta liberación se con-
seguía a través de diferentes medios, como, por ejemplo, la explotación y dominación de los escla-
vos, para liberar a los señores completamente de la labor, o a través del uso de la coacción y de la
violencia en el ámbito privado, basada en la dominación absoluta que cada amo ejercía en su casa.
Aunque esta dominación era necesaria para la política, bajo ningún punto representaba ella misma
algo político (Arendt, 1994/2013: 69).
Al excluir a la violencia y a la dominación del ámbito político, los griegos fundaron la polis como
un espacio donde trataran entre ellos como iguales, a través de la acción (archein) y el discurso
(lexis). Desde Homero, estos dos elementos se encontraban inexorablemente unidos, de manera tal
que hablar constituía una especie de acción. Así,
[...] ser político, vivir en una polis, significaba que todo se decía por medio de palabras y de
persuasión, y no con la fuerza de la violencia. Para el modo de pensar griego, obligar a las
personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas prepolíticas para
tratar con la gente cuya existencia estaba al margen de la polis, del hogar y de la vida familiar,
con este tipo de gente en que el cabeza de familia gobernaba con poderes despóticos e indispu-
tados. (Arendt, 1958/2015b: 40)
De la cita precedente se desprende que para el mundo griego el sentido de la política no era otro
más que la libertad; pero una libertad entendida como la capacidad de empezar algo nuevo y sentar
nuevos comienzos. En efecto, tanto archein, como su equivalente latino agere, significan tomar la
iniciativa, comenzar o poner algo en movimiento; pero los griegos sabían que iniciar una empresa
requería siempre de la presencia de otros, de una pluralidad que pudiera ver y oír aquellas grandes
hazañas. Por eso, esta libertad para actuar ponía, también, de relieve la importancia de la doxa en
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el ámbito público de la polis. En este sentido, Arendt señala que, para los griegos, e incluso para
Sócrates, la doxa era la forma discursiva a través de la cual cada individuo expresaba cómo el mundo
se le aparecía (dokei moi). De esto se desprendía que la doxa no podía ser considerada como una
mera ilusión, pero tampoco como una verdad absoluta. El hecho de que el mundo sea uno y se abra
a cada individuo de manera diferente ponía de relieve que su objetividad solo dependía del inter-
cambio y la puesta en común de dichos puntos de vista, que solamente podía ser experimentado
como un mundo común, a través del habla y del intercambio con los otros, pues:
[...] nadie comprende adecuadamente por sí mismo y sin sus iguales lo que es objetivo en su
plena realidad porque se le muestra y manifiesta siempre en una perspectiva que se ajusta a
su posición en el mundo y le es inherente. Sólo puede ver y experimentar el mundo tal como
éste es “realmente” al entenderlo como algo que es común a muchos, que yace entre ellos, que
los separa y los une, que se muestra distinto a cada uno de ellos y que, por este motivo, única-
mente es comprensible en la medida en que muchos, hablando entre sobre él, intercambian
sus perspectivas. Solamente en la libertad del conversar surge en su objetividad visible desde
todos lados el mundo del que se habla. (Arendt, 2005/2015a: 163)
Para comprender el conflicto entre el filósofo y la polis que, según Arendt, está en el origen de la
tradición de pensamiento político occidental, es necesario considerar los siguientes elementos: por
un lado, la afirmación de que el mundo se revela tal como es, solo a una pluralidad de individuos.
Como cada individuo ocupa una determinada posición en el mundo no puede estar nunca seguro
de cómo es este en su totalidad, sino solo a través de la conversación con aquellos otros individuos
con quienes también comparte dicho mundo. Es en la pluralidad donde el mundo, su objetividad
y realidad adquieren significancia. Por otro lado, es necesario aceptar que en la doxa hay algo de
verdad y que no es mera fantasía o arbitrariedad. La opinión revela una parcela del mundo, la que
se le aparece a cada individuo, y es esa parcela la que cada uno comunica a los demás. El conflicto
entre el filósofo y la polis surge, entonces, cuando estos dos elementos son negados por la filosofía,
cuando los filósofos sugieren por primera vez que esta libertad para hablar los unos con los otros no
engendra realidad, sino engaño, no verdad sino mentira.
Fue Parménides el primero en establecer una distinción entre el camino de la doxa y el camino de
la verdad. Dicha distinción implicó no solo la negación de la opinión como fuente de verdad, sino
también la negación de la pluralidad, pues el camino de la verdad solo era accesible para el indivi-
duo qua individuo. Para Arendt, Platón no solo continuó el camino de Parménides, sino que ela-
boró una teoría política cuyos principios políticos no fueron extraídos del mundo de los asuntos
humanos, sino del mundo de las ideas (Arendt, 2005/2015a: 164). El hecho de que Sócrates haya
sometido su propia doxa a las opiniones de los atenienses y haya sido derrotado por la mayoría, hizo
que Platón despreciara las opiniones y buscara criterios y principios universales. Pero, a diferencia
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de Parménides, Platón no negó la posibilidad de que fueran unos pocos privilegiados los que tuvie-
ran acceso al mundo verdadero. La fundación de la Academia siguió el sentido del espacio político
greco ateniense en la medida en que hablar los unos con los otros fue su contenido específico. Pero,
este hablar entre unos pocos no tenía como objeto el mundo en común, el mundo de las cosas cam-
biantes y contingentes, sino de aquellas cosas eternas, inmóviles y universales. Así,
[...] los pocos […] debían exigir para su actividad, su hablar entre ellos, desligarse de las activi-
dades de la polis y del ágora, de la misma manera que los ciudadanos de Atenas estaban des-
ligados de todas las actividades dirigidas al mero ganarse el pan. Debían quedar librados de la
política en el sentido griego exactamente como los ciudadanos debían quedar liberados de las
necesidades de la vida para dedicarse a la política. Y debían abandonar el espacio de lo pro-
piamente político para poder entrar en el espacio de lo “académico” como los ciudadanos de-
bían abandonar la esfera privada de su hogar para entregarse a la plaza del mercado. (Arendt,
2005/2015a: 165)
Es en este contexto donde se afirma por primera vez que la política y lo político son solo un medio
para alcanzar un fin más elevado, situado más allá de lo político mismo. La propia empresa de Pla-
tón en la República (Platón, trad. en 2011) es la de asegurar la mejor forma de gobierno de tal
manera que el filósofo pueda dedicarse a su propia actividad. El Estado ideal de Platón, donde el
filósofo gobierna, esregido por principios transhistóricos y universales, es decir, total y entera-
mente apolíticos. Estos principios son cognoscibles solo por el filósofo que ha sido capaz de con-
templar y recordar el mundo de las ideas y en él al Bien, fundamento ontológico y gnoseológico de
las demás ideas y de las cosas del mundo
1
.
En la alegoría de la caverna, el mismo Platón describe la relación entre la filosofía y la política a
través de las actitudes del filósofo hacia el mundo de los asuntos humanos. Arendt señala que esta
descripción se lleva adelante en tres etapas distintas y que, en cada una de ellas, Platón intenta
mostrar los requisitos que un individuo necesita para convertirse en filósofo. La primera etapa su-
cede en la caverna misma, cuando el futuro filósofo logra liberarse de las cadenas que lo tenían
atado de cabeza, manos y pies, y puede volver la mirada hacia atrás. Al contemplar de frente lo que
antes tenía a sus espaldas, descubre que aquellas sombras proyectadas en la pared provenían de un
fuego artificial que iluminaba diversos objetos que estaban dentro de la caverna. Arendt señala
que, con esta descripción, el primer requisito que Platón postula para que un individuo se convierta
en filósofo es el cambio de posición. Si, como se ha indicado más arriba, la posición era expresada a
1
Arendt señala que es significativo que Platón haya escogido al Bien como la idea más importante de entre las demás
ideas. Si las ideas se entienden como aquello cuya apariencia ilumina, era más adecuado que fuese la belleza la idea
más importante. Sin embargo, a diferencia de lo bello, lo bueno posee un criterio de uso, es decir, los griegos entendían
el Bien como bueno o útil para algo. En este sentido, solo porque las ideas estaban regidas por el Bien podían ser apli-
cadas con fines políticos, tal como aparece en las Leyes.
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través de la doxa que cada uno posee de manera particular, el llamado de Platón es a abandonar la
propia opinión. Este requisito se funda en la creencia platónica de que la doxa solo genera engaño
y falsedad (Arendt, 2005/2015a: 66).
La segunda etapa representa el clímax del filósofo y sucede cuando, una vez afuera de la caverna,
este descubre y contempla la esencia de todas las cosas, las ideas, y entre ellas a la idea del Bien
representada por el Sol (Arendt, 2005/2015a: 67). En esta etapa las ideas se aparecen ante los ojos
del filósofo como la causa de todas las cosas, y allí este descubre que aquello que existe en la oscu-
ridad de la caverna no es más que una copia imperfecta y degradada de este mundo eidético. En
este momento, el prisionero toma consciencia de que ha sufrido una pérdida de algún sentido y de
que se encuentra desorientado. En un primer momento, los ojos acostumbrados a la luz sombría de
la cueva están cegados por la luz del fuego. Una vez que el prisionero sale afuera de la caverna, sus
ojos quedan enceguecidos por la luz del Sol. Sin embargo, Arendt indica que la pérdida más signi-
ficativa ocurre una vez que el filósofo decide volver a la caverna y ya no sabe cómo orientarse entre
los demás prisioneros. Esta tercera etapa señala la pérdida del sentido común: el filósofo relata a los
demás prisioneros aquello que ha podido observar afuera de la caverna, pero estos no le creen, pien-
san que sus palabras no tienen sentido y deciden matarlo. En esto último reside el sentido de la
alegoría: Platón condena al mundo de los asuntos humanos porque representa un lugar peligroso
para el filósofo. En este sentido, la alegoría de la caverna ofrece una descripción de cómo la política
es vista y comprendida por la filosofía (Arendt, 2005/2015a: 67).
Finalmente, es importante mencionar una segunda transformación dentro de la filosofía platónica
que ha marcado el rumbo de la tradición de pensamiento político occidental. Como se ha visto,
Platón mira con desdén al mundo de la doxa, ya que considera que las opiniones no remiten a la
verdad, sino que son mero palabrerío. Esta consideración platónica de la doxa trae aparejado un
rechazo de la retórica. Al arte de la persuasión y de la retórica, arte político por excelencia, Platón
opone la ciencia de la dialéctica, el dialegesthai, una forma de discurso propiamente filosófico, cuya
principal característica es que ya no se dirige a la multitud, sino que solo es posible como un diálogo
entre dos. La ciencia dialéctica, a diferencia de la doxa, ya no tiene como objeto de discurso el
mundo sensible, sino a las ideas y a las relaciones que se establecen entre ellas, es decir, no es ciencia
de lo cambiante, sino de lo eterno e inmutable.
El conflicto entre el filósofo y la polis finalmente encontró resolución en la distinción aristotélica
entre un modo de vida teórico (bios theoretikós) y una vida dedicada a los asuntos humanos (bios
politikós). Desde ese momento la tradición filosófica trazó una distinción entre pensamiento y ac-
ción, entre vida contemplativa y vita activa. La vida contemplativa apareció como el modo de vida
más deseado por los filósofos, mientras que las actividades de la vita activa fueron consideradas
como una carga de la que había que librarse.
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La época moderna. Marx y el fin de la tradición
En La condición humana (Arendt, 1958/2015b), Arendt señala que la tradicional jerarquización
entre vita activa y vida contemplativa se vio transformada por los cambios producidos en el ámbito
de las ciencias naturales. El descubrimiento del experimento desplazó el interés por las cosas hacia
los procesos, es decir, del q hacia el cómo. Esto significó una transformación de los mismos objetos
de conocimiento: ya no referían a entidades inmutables y eternas, sino a los mismos procesos. De
este modo, emergió un inusitado interés por la historia como objeto de conocimiento, que desem-
bocó en la creación de un amplio abanico de disciplinas históricas (como la geología o la historia de
la Tierra; la biología o la historia de la vida; la antropología o la historia de la vida humana y la
historia natural), mucho antes de que surgiera la conciencia histórica en las ciencias humanas y que
el concepto de historia adquiriera un papel predominante en el ámbito de los asuntos humanos. En
el campo de las ciencias humanas, el desarrollo en las ciencias fácticas propició el nacimiento del
historicismo
2
.
Arendt sostiene que el concepto moderno de historia se diferencia del concepto antiguo en la me-
dida en que ya no trata de las proezas, sufrimientos y hechos que afectan la vida humana, sino de
un proceso que es realizado por la misma humanidad y es a ella a la que debe exclusivamente su
existencia (Arendt, 1961/2016). Esta concepción fue la que impregnó la filosofía hegeliana y que,
más tarde, sería radicalizada por Karl Marx, con quien, según Arendt, la tradición de pensamiento
político occidental experimentaría su fin.
La actitud de rebelión de Marx ante la tradición puede ser resumida en tres enunciados que solo
son comprensibles si se los pone en diálogo con la propia tradición: a) El trabajo creó al hombre, b)
la violencia es la comadrona de la historia, y c) los filósofos solo interpretaron el mundo, de lo que
se trata es de transformarlo (Arendt, 1961/2016: 38). Que el trabajo haya creado al hombre rompe,
en primer lugar, con la idea judeo-cristiana de Dios como el creador de todo lo existente. En se-
gundo lugar, significa que el individuo se crea a mismo, que su humanidad es el resultado de su
propia actividad. Esto significa que lo que diferencia a la humanidad de los animales no es el uso
de la razón, sino la conciencia de su propio trabajo, es decir que, para Marx, el hombre ya no es un
animal racional, sino un animal laborans. De este modo, “Marx desafía al Dios tradicional, a la
apreciación tradicional del trabajo y a la glorificación tradicional de la razón” (Arendt, 1961/2016:
40).
2
Como señala Bhikhu Parekh (1981), la visión historicista del mundo sostenía que la historia era un vasto proceso
autopropulsado que generaba periódicamente nuevas civilizaciones y comunidades que no tenían identidad ni signifi-
cado fuera ni independientemente de su lugar en el proceso histórico. Así, la historia fue concebida como un viaje, una
marcha inevitable y progresiva hacia un fin predeterminado.
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Que la violencia sea la comadrona de la historia significa que las fuerzas productivas humanas, en
tanto dependen de los individuos, solo salen a la luz a través de las guerras y las revoluciones, y que
solo en esos momentos la historia muestra su verdadero rostro. Esta concepción se opone radical-
mente a la idea tradicional de que la violencia es la última ratio en las relaciones entre los Estados
y la más desafortunada de las acciones dentro de un país. Como se ha visto, en la misma Antigüedad
la violencia fue considerada como un acto prepolítico de liberarse de las necesidades para ingresar
al reino de la libertad, propio del ámbito público/político. Además, la identificación de Marx de la
acción con la violencia implica romper con la concepción aristotélica de que un hombre es libre si
pertenece a una polis y que, como miembro de una polis, se distingue de los bárbaros por la facultad
de discurso. En efecto, los griegos que vivían juntos en una polis trataban sus asuntos a través de la
palabra y la persuasión, mientras que los bárbaros tenían gobiernos violentos y no habían podido
liberarse de la carga del trabajo y, por esto, fueron considerados como animales desprovistos de
logos. En este sentido, la glorificación que Marx hace de la violencia implica la negación específica
del logos, del habla, como la forma tradicionalmente humana de intercambio (Arendt, 1961/2016:
42).
La última afirmación marxista que atenta contra la tradición consiste en la predicción de que, en
un determinado momento del desarrollo histórico, el mundo de los asuntos humanos será idéntico
al reino de las ideas en el que se mueven los filósofos. Esta afirmación lleva implícito el distancia-
miento de Marx de Hegel. En efecto, este último había interpretado el pasado como historia y en
esa interpretación descubrió la dialéctica como la ley fundamental de todo cambio histórico. Marx
fue el primero en utilizar la dialéctica hegeliana como método, al liberarla de aquellos contenidos
que la habían sujetado a una realidad substancial y, con esto, dar inicio a un nuevo tipo de pensa-
miento procesual, en el cual toda la realidad queda reducida a fases de un gigantesco proceso. Así,
Marx sostiene que la política revolucionaria consiste en una acción que hace a la historia coincidir
con la ley fundamental de todo cambio histórico y vuelve superflua cualquier alusión a la astucia
de la razón hegeliana, cuyo papel principal había sido el de conferir sentido a la acción política, de
hacerla comprensible.
Hegel y Kant todavía estaban apegados a la idea de una Providencia porque, por un lado, asumían
junto con la tradición que la acción tenía menos relación con la verdad que cualquier otra actividad
humana, y porque, por otro lado, estaban inmersos en una concepción moderna de la historia que
sostenía que, a pesar de la contradicción de las acciones humanas, podía ser comprensible de un
modo uniforme y racional. Al rechazar la idea de una Providencia, Marx rompe con las valoracio-
nes tradicionales que ponían al pensamiento por encima de la acción política y consideraban a esta
última como un medio para hacer posible y salvar al bios theoretikós, a la vida contemplativa. Marx
reemplazó a la astucia de la razón por el interés de clase: lo que hace comprensible a la historia es
el choque de intereses entre dos clases diferentes, la de la burguesía, por un lado, y la de los traba-
jadores, por el otro (Arendt, 2005/2015a: 115). Ahora es el interés el motor de la acción política,
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pero, lo decisivo en Marx, es que identifica el interés de la clase trabajadora con el de la humanidad,
es decir, no se refiere tanto a la masa de trabajadores, sino al trabajo en sí mismo en tanto que es la
actividad humana preeminente. De este modo, como sostiene Arendt:
Marx fue el primero en definir al hombre como un animal laborans, como una criatura que
trabaja. Él subsume bajo esta definición todo lo que la tradición había transmitido como sig-
nos distintivos de la humanidad: el trabajo es el principio de la racionalidad y sus leyes, que
en el desarrollo de las fuerzas productivas determinan la historia, hacen a la historia compren-
sible para la razón. El trabajo es el principio de la productividad; produce el mundo verdade-
ramente humano en la Tierra. Y el trabajo es, como afirma Engels en su epigrama deliberada-
mente blasfemo, “el Creador de la humanidad”, con lo cual simplemente reduce muchas de
las afirmaciones de Marx a una única fórmula. (Arendt, 2005/2015a: 116)
En la lectura de Arendt, con Marx la tradición llega a su final, pues, por un lado, al formalizar la
dialéctica hegeliana como un proceso autopropulsado, Marx sustrae a la tradición la sustancia de
su autoridad y allana el camino para la aparición de las ideologías, el elemento crucial de los totali-
tarismos. Por otro lado, Marx fue el primero en entender que en la época moderna la labor había
sufrido una transformación: ya no se entendía solamente como la fuente de la riqueza y, en conse-
cuencia, como el origen de todos los valores sociales, sino que todos los individuos estaban destina-
dos a convertirse tarde o temprano en laborantes, pues el trabajo era la categoría humana esencial.
Sin embargo, más allá de su glorificación del trabajo, Marx continuó en los esquemas de la tradi-
ción, ya que su pensamiento no logró descifrar la temporalidad propia de la acción. Al identificar
al trabajo como la categoría esencial, desplazó a la acción de la esfera política para reducirla a los
viejos esquemas tradicionales de medios y fines.
El totalitarismo y la ruptura con la tradición
Como se ha visto en los apartados anteriores, desde Platón hasta Marx, la tradición de pensamiento
político occidental se ha mostrado ineficaz a la hora de reflexionar y resguardar el sentido y la dig-
nidad de la política. En Platón esto se reflejó en la retirada del filósofo del ámbito de los asuntos
humanos, producto del carácter contingente de la opinión y de la persuasión. Por eso, en La Repú-
blica, Platón intentó establecer una serie de normas que pudieran fijar límites a la vida en la polis.
Con Marx, la identificación del hombre como un animal laborans puso a la labor y a la capacidad
del hombre en cuanto fabricante (homo faber) como el centro de la vida política. Tanto en Platón
como en Marx existe una retirada del sentido más original de la política. En esto reside la ruina de
las categorías de la tradición occidental, en su incapacidad para pensar el ámbito de los asuntos
humanos. No obstante, esta ruina solo se ha dejado mostrar en todo su esplendor una vez que el
totalitarismo rompcon todos los lazos de la tradición, al destruir la capacidad de los hombres para
actuar.
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La acción debe entenderse como un momento de radical libertad, ya que inserta en el mundo de
los asuntos humanos lo totalmente nuevo e inesperado. Esto es así porque la acción se encuentra
fundada en el evento de la natalidad. Arendt señala que fue San Agustín el primer pensador en
advertir este aspecto, al identificar la creación del tiempo con el nacimiento del hombre: “Initium
ergo ut esset, creatus est homo, ante quem nullus fuit. Para que hubiera un comienzo, fue creado el
hombre, antes del cual no había nadie” (Arendt, 1958/2015b: 201). Esto significa que “con la crea-
ción del hombre, el principio del comienzo enten el propio mundo, que, claro está, no es más que
otra forma de decir que el principio de la libertad se creó al crearse el hombre” (Arendt,
1958/2015b: 201). El hecho de que la acción se inscriba en la finitud y, por lo tanto, en la tempo-
ralidad, pone de relieve el estrecho vínculo entre ella y el evento de la natalidad. Fernando Barcena
(2006: 194) ha señalado tres convergencias entre ambos conceptos: en primer lugar, tanto la acción
como el evento de la natalidad implican la aparición de un quien en un espacio público
3
. En se-
gundo lugar, con el nacimiento y con las acciones aparece en el mundo algo inédito, algo que no
estaba antes en la trama de relaciones humanas. Por último, Barcena señala que la matriz de todas
las acciones y de todos los nacimientos es la libertad que permite romper con el pasado e introducir
un principio de discontinuidad en el tiempo del mundo y de la historia. Es este último aspecto el
que resulta imprescindible para comprender la propia temporalidad de la acción. En efecto, para
Arendt la acción puede ser pensada como un milagro en la medida en que inserta en el mundo lo
totalmente inesperado, a la vez que rompe con la lógica procesual del tiempo natural.
A la acción [das Handeln] le es peculiar poner en marcha procesos cuyo automatismo parece
muy similar a lo de los procesos naturales, y le es peculiar sentar un nuevo comienzo, empezar
algo nuevo, tomar la iniciativa o, hablando kantianamente, comenzar por mismo una ca-
dena. El milagro de la libertad yace en este poder-comenzar [Anfangen-Können] que a su vez
estriba en el factum de que todo hombre en cuanto por nacimiento viene al mundo que ya
estaba antes y continuará después es él mismo un nuevo comienzo. (Arendt, 1994/2013:
65-66)
Aunque resulta imposible volver a un comienzo absoluto, pues el individuo siempre está inserto en
un mundo que estaba antes y continuará después de él, el hecho de que la acción esté enraizada en
el evento de la natalidad sugiere que solo a través de ella es posible insertar en el mundo rupturas
y discontinuidades, pues “esto es la mortalidad: moverse en una línea recta en un universo donde
todo, si es que se mueve, lo hace dentro de un orden cíclico” (Arendt, 1961/2016: 70).
3
Aunque el espacio público es el lugar donde los individuos aparecen, no es per se un espacio político. Para que cons-
truya como tal es necesario que esté ligado a un sitio concreto que asegure la perdurabilidad de las acciones y discursos
de los individuos (Arendt, 2013: 74).
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La novedad del totalitarismo reside en el hecho de que los campos de concentración han eliminado
el principio de la acción del ámbito de los asuntos humanos.
Bajo circunstancias normales esto no puede ser jamás llevado a cabo, porque la espontaneidad
no puede ser enteramente eliminada mientras esté conectada no sólo con la libertad humana,
sino con la misma vida, en el sentido de estar uno simplemente vivo. […] De la misma manera
que la estabilidad del régimen totalitario depende del aislamiento del mundo ficticio del mo-
vimiento respecto del mundo exterior, así el experimento de dominación total en los campos
de concentración depende del aislamiento respecto del mundo de todos los demás, del mundo
de los vivos en general, incluso del mundo exterior de un país bajo dominación totalitaria.
Este aislamiento explica la irrealidad peculiar y la falta de credibilidad que caracteriza a todos
los relatos sobre los campos de concentración y que constituye una de las principales dificul-
tades para la verdadera comprensión de la dominación totalitaria. (Arendt, 1951/2006: 590)
Como ha señalado Anabella Di Pego (2014) la eliminación de la espontaneidad solo es posible bajo
condiciones de dominación absoluta y esto implica una retirada del mundo. La gran novedad y el
aire de irrealidad que impregna a los campos de concentración no está tanto en el hecho de haberse
convertido en una gran maquinaria de muerte, sino en una “fábrica de cadáveres vivientes”
(Arendt, 1951/2006: 601), que ha permitido llevar a cabo una triple eliminación: a) la eliminación
de la persona jurídica, b) la eliminación de la moralidad y, finalmente, c) la eliminación de la es-
pontaneidad.
a) La eliminación de la persona jurídica se logra, por un lado, al colocar a los prisioneros de los
campos de concentración más alde la protección de la ley y, por otro lado, a través de la desna-
cionalización de los individuos (Di Pego, 2014:191) . Esto solo es posible si se coloca al campo de
concentración fuera del sistema penal ordinario y se selecciona a los prisioneros fuera del procedi-
miento judicial normal en el que a un delito definido le corresponde una pena previsible. Desde el
inicio del funcionamiento de los campos, la mayoría de las personas confinadas eran inocentes cu-
yos actos no guardaban ninguna relación con los motivos de su detención. Estas víctimas son des-
poseídas de todos sus derechos: ningún Estado los reclama y a nadie parece importarle su destino.
b) El segundo paso para la dominación totalitaria consiste en la eliminación de cualquier rastro de
moralidad. Los campos de concentración están diseñados para romper con cualquier lazo de soli-
daridad entre los prisioneros al ponerlos en situaciones inequívocas donde no hay posibilidad de
elegir entre actuar bien, sino a decidir entre diversos tipos de males. Además, algunos internados
estaban a cargo de diferentes tareas administrativas en los campos de concentración, dispuestos a
organizar la matanza en masas (Di Pego, 2014: 192). Esto significó no solo que el odio fuera des-
viado de quienes eran realmente culpables, “sino que se hallara constantemente enturbiada la línea
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divisoria entre el perseguidor y el perseguido, entre el asesino y su víctima” (Arendt, 1951/2006,
608).
c) Una vez que se ha llevado a cabo la eliminación de la persona jurídica y la muerte de la persona
moral, se procede con la aniquilación de la espontaneidad y la individualidad humanas (Di Pego,
2014: 193). En los campos de concentración los individuos son tratados como una masa uniforme:
se los hacina dentro de vagones y trenes, y son trasladados durante días a una y a otra parte del país.
Una vez que descienden de los trenes, se les rasuran las cabezas y se les provee de indumentaria
grotesca hasta que, rápidamente, son torturados mediante métodos inimaginables, con el fin de ma-
tar el cuerpo lentamente: el propósito de estos métodos, en todas las ocasiones, es manipular el
cuerpo humano con sus infinitas posibilidades de sufrimiento de tal manera que sean destruidas
tan inexorablemente la persona humana como lo consiguen ciertas enfermedades mentales de ori-
gen orgánico” (Arendt, 1951/2006: 608). Todos estos mecanismos destruyen la individualidad de
los hombres, que no significa otra cosa más que
[...] destruir la espontaneidad, el poder del hombre para comenzar algo nuevo a partir de sus
propios recursos, algo que no puede ser explicado sobre la base de reacciones al medio am-
biente y a los acontecimientos. Sólo quedan entonces fantasmales marionetas con rostro hu-
mano que se comportan todas como el perro de los experimentos de Pavlov, que reaccionan
todas con perfecta seguridad incluso cuando se dirigen hacia su propia muerte y que no hacen
más que reaccionar. (Arendt, 206, 611)
Los campos de concentración generan las condiciones propicias para la creación de una sociedad
de moribundos, la única forma de sociedad donde es posible dominar enteramente a los individuos.
Aquí radica la novedad del totalitarismo: haber transformado el principio nihilista todo está permi-
tido por el todo es posible (Arendt, 1951/2006: 592). Solo porque en condiciones de control total
el ser humano es despojado de su individualidad, la ruptura con la tradición aparece como un hecho
inminente, pues con los campos de concentración se vio afectada la estructura pública de la reali-
dad normal y la estructura de la individualidad y de la libertad, y como consecuencia de esto, la
naturaleza humana resultó transformada (Dossa, 1989: 30).
Conclusiones: Ruptura con la tradición, citabilidad y tiempo de la acción
En La vida del espíritu (Arendt, 1977/2010) al referirse a la ruptura de la tradición, Arendt señala:
Lo que se ha perdido es la continuidad del pasado tal y como parecía transmitirse de genera-
ción en generación, desarrollando su propia cohesión en el proceso […]. Nos encontramos en-
tonces con un pasado, pero con un pasado fragmentado que ya no puede evaluarse con cer-
teza. (Arendt, 1977/2010: 231)
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El hecho de que se haya perdido la tradición puede significar la oportunidad de recuperar un ver-
dadero pensamiento sobre la acción y, con ella, sobre el sentido de la política. En efecto, Arendt
señala que ahora se está ante la presencia de un pasado fragmentado. En la idea del fragmento
resuena un eco de la consideración de Walter Benjamin sobre la historia. En el ensayo dedicado a
Walter Benjamin (Arendt, 1968/2001), Arendt señala que el filósofo berlinés fue consciente de la
imposibilidad de un regreso a la tradición y de la necesidad de lidiar con el pasado a través de nue-
vas formas. Una de estas formas fue la de reemplazar la idea de la transmisibilidad del pasado por
la de su citabilidad. Allí descubrió que la fuerza de las citas residía en el deseo y la desesperación
de un presente que ya no se sentía bajo el peso de la autoridad de la tradición, sino bajo la necesidad
de destruirla. Las citas estaban dotadas de un carácter destructivo, es decir, no por la fuerza que
preserva el pasado, sino por aquella que lo limpia, lo saca de contexto y lo destruye. Sin embargo,
Benjamin sostiene que esta fuerza destructiva es “la única que infunde todavía la esperanza de que
algunas cosas sobrevivan a este escaso espacio temporal, precisamente porque las han sacado de él”
(Benjamin, 2007: 374). En este sentido “las citas tienen la doble tarea de interrumpir el flujo de la
presentación con la ‘fuerza trascendente’ y al mismo tiempo, de concentrar dentro de ellas aquello
que se presenta” (Arendt, 1968/2001: 201). Sin tradición que articule el pasado y asegure su trans-
misibilidad, el desafío es tratar con estos fragmentos del pretérito como un alquimista, o, más aún,
como un pescador de perlas que desciende hasta el fondo del mar, no para excavar el fondo y lle-
varlo a la luz, sino para descubrir lo rico y lo extraño, las perlas. Como señala Arendt:
[...] este pensamiento sondea en las profundidades del pasado, pero no para resucitarlo en la
forma en que era y contribuir a la renovación de las épocas extintas. Lo que guía este pensa-
miento es la convicción de que aunque vivir esté sujeto a la ruina del tiempo, el proceso de
decadencia es al mismo tiempo un proceso de cristalización, que en las profundidades del
mar, donde se hunde y se disuelve aquello que una vez tuvo vida, algunas cosas “sufren una
transformación marina” y sobreviven en nuevas formas cristalizadas que permanecen inmu-
nes a los elementos, como si sólo esperaran al pescador de perlas que un día vendrá y las lle-
vará al mundo de los vivos, como “fragmentos de pensamiento” como algo “rico y extraño” y
tal vez también como eternos Urphänomene. (Arendt, 1968/2001: 212-213)
La cita precedente pone de relieve la apuesta arendtiana, una vez que la ruptura con la tradición
se ha producido: el pasado aparece ahora fragmentado y se trata de rescatar aquello que alguna vez
estuvo vivo y que aún sobrevive, pero de una manera transformada, cristalizada en otras formas.
Estas cristalizaciones suponen la introducción de algo nuevo en el presente, de algo que la tradición
no había sido capaz de ver y que ahora, una vez que su autoridad ha desaparecido, revela nuevos
aspectos que esperan ser descubiertos. Necesariamente esto implica una revaluación del oficio del
historiador, pues ahora su tarea será la de poner al descubierto y traducir para el presente estas
cristalizaciones que perduran más allá del paso del tiempo.
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La ruptura con los lazos de la tradición también ha significado un quiebre con la ilusión de la ima-
gen del tiempo como un continuo lineal y que Arendt describe en la parábola kafkiana Él
4
. Al res-
pecto Peg Birmingham señala:
[...] el análisis de Arendt sobre la temporalidad en la parábola de Kafka es, por lo tanto, un
análisis de la temporalidad propia de la natalidad, y no, como se ha interpretado a menudo,
un análisis sobre un tipo de temporalidad moderna que se proyecta a partir de un quiebre con
la tradición. […] El análisis de Arendt va más allá de una consideración de la temporalidad del
pensamiento y el juicio, e incluye la temporalidad de la acción y, por extensión, la temporali-
dad de la natalidad, que define como la inserción de los seres humanos, principiantes y singu-
lares, en un tiempo lineal. (Birmingham, 2006/2017: 40)
La fuerza que se origina de la colisión entre el pasado y el futuro corresponde al presente y no
implica una completa ruptura con el pasado, sino un movimiento de transición hacia el futuro. Esto
sugiere que el pasado constituye una anterioridad que constantemente introduce una aberración
en el futuro a través del presente desviado. En este sentido, Birmingham sostiene que la lectura
arendtiana sobre el ángel de la historia de Benjamin, y su noción de citabilidad, posibilitan una
comprensión diferente de la historia que contribuye a la emergencia de lo único y extraordinario,
es decir, de la acción. En efecto, lo que Arendt sugiere acerca del ángel de la historia de Benjamin
es que “no representa simplemente una crítica a la noción de progreso histórico, sino que también
proyecta una noción de anterioridad futura. El ángel de la historia va de regreso hacia el futuro”
(Birmingham, 2006/2017: 41). Precisamente, en esa anterioridad se introducen lo nuevo y lo des-
conocido.
4
En dicha parábola, Arendt describe la batalla en la que se encuentra el personaje kafkiano entre dos fuerzas antagó-
nicas: la del pasado infinito, por un lado, y la del futuro indefinido, por el otro. Mientras que el pasado conduce a Él
hacia el futuro, el futuro lo arrastra hacia el pasado. A Él le gustaría salirse de esta lucha y posicionarse por arriba de
estas dos fuerzas como un juez o árbitro. Para Arendt, en esto reside el sueño metafísico de los filósofos de la tradición
de pensamiento político occidental, en el deseo de trascender dicha batalla y retirarse al reino silencioso de lo eterno.
Sin embargo, la autora observa que en la parábola kafkiana se rompe con la ilusión de un flujo unidireccional y conti-
nuo del tiempo, pues: observado desde el punto de vista del hombre, que siempre vive en el intervalo entre el pasado
y el futuro, el tiempo no es un continuo, un flujo de sucesión ininterrumpida, porque está partido por la mitad, en el
punto donde ‘Él se yergue; y su punto de mira no es el presente, tal como habitualmente lo entendemos, sino más
bien una brecha en el tiempo al que su lucha constante, sudefinición de una postura frente al pasado y al futuro
otorga existencia” (Arendt, 1961/2016: 24-25). No obstante, la parábola kafkiana no cambia la imagen tradicional de
acuerdo con la cual pensamos que el tiempo se mueve en línea recta. En este sentido, Arendt cree que es necesario
aplicar un correctivo, sin distorsionar el significado de Kafka. Dicho correctivo consiste en comprender que la batalla
entre esas dos fuerzas antagónicas produce una tercera fuerza, una diagonal, cuyo origen es el punto donde las fuerzas
colisionan. Por lo tanto, “la fuerza oblicua tiene un origen preciso, porque nace del punto de colisión de las fuerzas
antagónicas, pero no tiene un fin, ya que es el resultado de la acción conjunta de dos fuerzas cuyo origen es el infinito”
(Arendt, 1961/2016: 18).
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Del mismo modo, y como ya se ha señalado, la relevancia que Arendt le otorga a la noción de cita-
bilidad reside en el hecho de que además de redefinir la labor del historiador y romper con la ilusión
de un continuum del tiempo y de la historia, permite introducir desde el pasado algo totalmente
novedoso en el presente. Esta novedad, sin embargo, necesita ser traducida. Al respecto, Arendt
señala que, para Benjamin, la traducción es considerada como un método mediante el cual se ob-
tiene lo esencial del pasado en forma de cita:
[...] este método es como el equivalente moderno de las invocaciones rituales, y los espíritus
que ahora surgen son invariablemente esas esencias espirituales de un pasado que han sufrido
la “transformación del mar” shakesperiana de vívidos ojos a perlas, de huesos vivos a coral
(Arendt, 1968/2001: 210).
En este sentido, la traducción supone un continuo de transformaciones, donde el pasado no es re-
sucitado tal y como ha sido, sino más bien de un modo espectral o fantasmal; en otras palabras,
como una forma de supervivencia o de vida póstuma (Nachleben).
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