Protrepsis, Año 12, Número 23 (noviembre 2022 - abril 2023). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 12, Número 23 (noviembre 2022- abril 2023) 199 - 213
Recibido: 08/04/2022
Revisado: 07/05/2022
Aceptado: 16/09/2022
La relación entre pasión y sabiduría en la filosofía de
Platón
Ramón Bárcenas 1
1Universidad de Guanajuato
Guanajuato, México
E-mail: rbarcenas7@yahoo.com.mx
https://orcid.org/0000-0003-3433-9849
Resumen: El texto es una aproximación a las relaciones entre padecer y saber en la filosofía de
Platón. Se parte del decreto divino formulado en la tragedia griega acerca de que los seres humanos
sólo pueden acceder al saber a través del padecer: páthei máthos. Los casos paradigmáticos de
Edipo y el robo del fuego divino por Prometeo ilustran la fuerza de este mandato. Se sostiene que
en la filosofía de Platón también existe una relación estrecha entre padecer y saber. La caracteriza-
ción del filósofo como amante de la sabiduría así lo sugiere, pues se encuentra prendido por la pa-
sión del deseo. Él ama y anhela el saber porque es consciente de no poseerlo. Pero admitir que no
se sabe es reconocer las propias limitaciones. El reconocimiento de esta insuficiencia es fuente de
sufrimiento. El filósofo sufre porque se sabe lejos del pleno cultivo de su alma e inteligencia. Así,
el deseo es la potencia que lo impulsa a alcanzar la realización plena de su ser. Platón caracteriza
este impulso como una theía manía (manía divina), en el sentido de que el alma del filósofo está
poseída por el deseo de lo divino.
Palabras clave: Pathos, sabiduría, Eros, Élenchos, apertura.
Abstract: This text is an approximation to the relationships between suffering and knowing in Pla-
to's philosophy. It considers the divine decree formulated in the Greek tragedy that human beings
can only access knowledge through suffering: páthei máthos. The examples of Oedipus and the
robbery of divine fire illustrate the force of this command. It is proposed that in Plato's thinking
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there is also a close relationship between suffering and knowing. The definition of the philosopher
as a lover of wisdom expresses this idea, for he is seized by the passion of desire. He loves and longs
for knowledge because he is aware of not possessing it. But to admit that one does not know is to
recognize one's own limitations. The recognition of this insufficiency is a source of suffering. The
philosopher suffers because he knows he is far from the full cultivation of his soul and intelligence.
Thus, desire is the power that drives him to search for the full realization of his being. Plato cha-
racterizes this impulse as a theía manía (divine madness), in the sense that the philosopher's soul is
possessed by the desire for the divine.
Keywords: Pathos, wisdom, Eros, Élenchos, openness.
Introducción
La estrecha relación entre padecer y saber es expuesta en la tragedia griega antigua. En la obra
Agamenón tiene lugar una revelación sagrada que afirma que los mortales pueden alcanzar el saber
pero sólo a través del padecer: páthei máthos (Esquilo, trad. en 2008a: 380). Los personajes trágicos
logran hacerse de cosas excelsas, como el fuego civilizador y la verdad, pero al precio de grandes
calamidades. Martha Nussbaum sostiene que el significado profundo de tal revelación sagrada se
encuentra en la experiencia del sufrimiento, pues a través de éste se alcanza un mayor "conoci-
miento de uno mismo y del mundo" (Nussbaum, 1986/2004:80). El sufrimiento permite saber
cómo es la existencia humana en situaciones de tensión y de conflicto. Susan Shapiro, por su parte,
señala que esta tesis también se encuentra en Heródoto, concretamente en la referencia a Creso,
rey de Lidia. Tras la derrota ante Ciro II el Grande y ser condenado a morir en una pira funeraria,
Creso exclama ante sus infortunios: "mis sufrimientos, a través de su amargura, me han enseñado"
(Shapiro, 1994: 350; traducción del autor)
1
. En ambos casos se expresa que el acceso al saber pre-
cisa de la experiencia del sufrimiento. En este artículo se propone que en la filosofía de Platón
también existe un vínculo entre padecer y saber, en el sentido en que el aprendizaje presupone
experimentar las propias limitaciones. No es el sufrimiento trágico derivado de alguna clase de hú-
bris cometida, pero es esa forma de padecer entendida como pasión. Para apoyar este plantea-
miento se desarrollan los dos siguientes puntos. En primer lugar, el filósofo ama y anhela el saber
porque sabe que no lo posee. Pero reconocer que no se sabe es admitir las propias limitaciones, lo
cual es una posición que no se alcanza fácilmente. Para esto es necesario exponerse a un procedi-
miento arduo y doloroso que examine las creencias más íntimas y arraigadas. Sócrates recurre al
1
En inglés en el original: "my sufferings, by their bitterness, have taught me".
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élenchos, un examen cruzado de preguntas y respuestas, para analizar las convicciones de sus in-
terlocutores. En segundo lugar, el reconocimiento de esta limitación o insuficiencia es la causa del
sufrimiento del amante del saber. El filósofo sufre porque se sabe lejos del perfeccionamiento de
su ser, del pleno cultivo de su inteligencia, y aspira a alcanzarlo. Este deseo o anhelo es el motor
que lo impulsa a buscar la realización de su ser. Platón lo caracteriza como una theía manía (manía
divina), porque el filósofo está prendido por el deseo de lo divino; anhela participar de la visión de
esas entidades divinas y eternas: las Ideas.
Padecer y sabiduría
El Coro de ancianos de la ciudad de Argos apela a un decreto divino al que los seres humanos se
encuentran sujetos: el acceso al saber sólo se logra mediante el sufrimiento. Zeus, dios supremo,
expresa con fuerza de ley tal resolución: páthei máthos (Esquilo, trad. en 2008a: 380). Esta revela-
ción se encuentra en el corazón de la tragedia griega antigua. Los personajes trágicos logran hacerse
con el fuego civilizador y desentrañar la verdad, pero al precio de un enorme sufrimiento. Prometeo
roba y entrega el fuego divino a los mortales para que éstos no perezcan de hambre y de frío. El
Titán le otorga grandes dones: la inteligencia, el número, la escritura y la medicina. En virtud de
su generosidad, la humanidad accede a ltiples artes y técnicas (Esquilo, trad. en 2008b: 560).
Pero el costo de tal sacrilegio es alto. Prometeo es encadenado en el confín de la tierra y el águila
de Zeus le devora el hígado cada día. Los hombres, por su parte, reciben en castigo a Pandora, un
mal encantador del que se enamoran y lo abrazan con alegría. Ella libera los males y enfermedades
que desde entonces asolan a la humanidad. La adquisición de las artes, la cultura y la inteligencia
es un agravio al derecho divino que amerita un castigo ejemplar. Nietzsche lo formula de la si-
guiente forma:
Mediante un sacrilegio conquista la humanidad las cosas óptimas y supremas de que ella
puede participar, y tiene que aceptar por su parte las consecuencias, a saber, todo el diluvio
de sufrimientos y de dolores con que los celestes ofendidos se ven obligados a infligir al género
humano que noblemente aspira hacia lo alto. (Nietzsche, 1872/2005: 96)
En Edipo Rey el personaje principal logra desentrañar la verdad acerca de mismo, al precio de
un enorme padecer. La ciudad de Tebas es asolada por la peste y Edipo manda llamar al adivino
Tiresias para que le asista a liberarla. El viejo adivino, conocedor de la causa de tal mal, se niega a
hablar en un principio. Pero presionado por el rey se ve forzado a confesar la terrible verdad: el
responsable de la peste en la región es el propio Edipo. El tirano se ofusca ante tal revelación y se
muestra incapaz de escuchar y entender las palabras del anciano. En lugar de prestar atención al
decir del adivino, el rey lo increpa y lo acusa de aliarse con Creonte para derrocarlo. Esta incapaci-
dad de escuchar el decir del otro y comprender la verdad expuesta se vincula con el decreto divino:
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páthei máthos (aprender a través del padecer). El acceso al saber precisa del padecer, de poder ex-
perimentarlo e interiorizarlo. Edipo, ciego ante esta perspectiva, se enfrasca en una tenaz indaga-
ción para encontrar por mismo al asesino de Layo y responsable de la peste. Su búsqueda gra-
dualmente lo lleva al descubrimiento de sí, a echar luz sobre su linaje; la famosa inscripción del
Oráculo de Delfos, conócete a ti mismo, se realiza en él a un costo altísimo. El héroe trágico descu-
bre ser el causante de la peste de Tebas, el asesino de su padre Layo y el esposo de su madre Yocasta.
El saber de sí, de su estirpe y destino conlleva un sufrimiento atroz.
Jean-Joseph Goux sostiene que esta indagación metódica y racional, llevada a cabo por Edipo, obe-
dece a una poderosa voluntad de conocer. Pero esta voluntad de descubrir el saber por mismo,
mediante la reflexión y sin asistencia divina, es un desafío y una afrenta a Apolo: "la claridad de la
pura inteligencia representa la desmesura frente a Apolo del héroe que resuelve el enigma de la
Esfinge" (Goux, 1990/1999: 115). El dios de la luz y la claridad castiga la húbris de Edipo, al punto
que el autoconocimiento, la realización del precepto délfico, se vuelve contra el héroe trágico, des-
truyéndolo. El personaje reconoce que Apolo lo ha castigado y se duele de ser el más miserable de
todos los hombres, al cual le han alcanzado males terribles a la vez (Sófocles, trad. en 2002: 362).
Y sus lamentos se conjugan con el profundo anhelo de haber muerto cuando era niño, pues así se
habrían evitado todas esas calamidades. La sabiduría trágica es terrible y el viejo dios de los bos-
ques, Sileno, revela a los mortales lo siguiente: "Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para
ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto" (Nietzs-
che,1872/2005: 54). La tragedia griega antigua exhibe un poderoso vínculo entre páthos y sabidu-
ría.
En la filosofía de Platón también es posible encontrar una relación entre padecer y saber. No es el
sufrimiento derivado de alguna forma de húbris cometida por algún personaje. Pero sí hay un sen-
tido en que el sufrimiento, entendido como pasión, se vincula con el saber. La caracterización pla-
tónica de la filosofía como amor al saber así lo sugiere. El filósofo es un amante del saber; ama la
sabiduría y, en cuanto tal, está prendido por el deseo. Esta pasión o páthos se vincula con la toma
de conciencia de una falta, de una ausencia. Y es justo el reconocimiento de esta carencia, de esta
privación del saber lo que da lugar al padecer. El filósofo sufre porque se sabe lejos del perfeccio-
namiento de su ser, del pleno cultivo de su alma y su inteligencia; este reconocimiento es lo que
despierta en él el deseo de alcanzarlo. En el diálogo Banquete, Sócrates reflexiona sobre esta situa-
ción y, en deliberación con Agatón, concluye que el amante ama necesariamente aquello que no
posee y no lo que ya tiene (Platón, trad. en 2015a: 241). Pues cuando una persona posee en el
presente una determinada cualidad, no la desea más por el hecho de ya poseerla. Por ejemplo, el
hombre que es fuerte no desea ser fuerte (porque ya lo es), ni el que es rico anhela la riqueza. Y
cuando el que tiene riquezas dice querer ser rico, lo dice en el sentido de continuar siéndolo en el
futuro. El filósofo no posee la sabiduría pero la anhela; tiene conciencia de no ser sabio y por esto
mismo la desea. Esta condición de no poseer lo que ama, pero de saber lo que desea, sitúa al filósofo
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en una posición intermedia entre el sabio y el ignorante. El ignorante no ama ni busca el conoci-
miento porque no sufre su falta. No es consciente ni siquiera de su ausencia y es, además, incapaz
de concebir el saber como un valor por el cual esforzarse o llevar a cabo algún sacrificio. El sabio
tampoco lo anhela porque ya lo posee. Y una persona no busca ni desea lo que ya tiene, como el
sano no anhela la salud. Esta posición intermedia del amante del saber se relaciona con la natura-
leza misma de la deidad que lo ha prendido: Eros.
Eros y el filósofo
Platón relata en un mito que Eros es concebido durante la celebración del nacimiento de Afrodita,
diosa de la belleza (Platón, trad. en 2015a: 248-249). Este vínculo explica que Eros aparezca siem-
pre como acompañante de la diosa y que además tenga un particular gusto por la belleza. Pero más
que una deidad, Eros es un ser situado entre los humanos y los dioses. Es un démon, un ser inter-
medio que posibilita la comunicación entre lo mortal y lo divino, entre el devenir y lo eterno. Esta
condición intermediaria, a su vez, le viene dada por su ascendencia, pues es hijo de Penía (Pobreza)
y de Poros (Recurso). No es una divinidad porque los dioses son bellos y felices. Mas Eros no es ni
el más hermoso ni el más feliz de las deidades, como cree Agatón. Si fuera bello no desearía ni
buscaría la belleza, pues la poseería, al igual que Afrodita. Pero no la posee, al heredar de su madre
la condición de indigencia, de carencia. Por este motivo, es un amante de la belleza; un ser que la
anhela fervientemente. Pierre Hadot sugiere que lo que Eros realmente desea es alcanzar la per-
fección de su ser, lograr la perfección divina. "Eros es por lo tanto deseo de su propia perfección, de
su verdadero yo. Sufre por verse privado de la plenitud del ser y aspira a alcanzarla" (Hadot,
2004/2006: 68). Este sufrimiento que padece Eros, al igual que el del filósofo, se deriva de la toma
de conciencia de tal privación de perfección. En este sentido difícilmente podría ser considerado
feliz. Platón va más lejos y afirma que Eros no es ni hermoso ni delicado, sino todo lo contrario: es
duro y seco, un errabundo sin hogar que anda descalzo y pernocta a la intemperie. Esta concepción
de Eros descalzo y mendicante evoca la figura del hombre primitivo, al igual que la de Sileno, en-
tendido como un ser natural o "fuerza primitiva, anterior a la cultura y la civilización" (Hadot,
2004/2006: 65). Con esta imagen de Eros vagabundo, Platón subraya que las apariencias no son
importantes para quien persigue el cultivo de la virtud, la inteligencia y el perfeccionamiento del
alma.
Por otro lado, Eros recibe de su padre la valentía, la audacia y los recursos para lanzarse en busca
de aquello que tanto anhela. Es un "hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabi-
duría y rico en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago,
hechicero y sofista." (Platón, trad. en 2015a: 249). Eros cuenta con las habilidades y la perseveran-
cia necesarias para obtener lo que anhela, pues es el deseo mismo lo que despierta el ingenio. A
pesar de contar con los recursos y aptitudes para obtener aquello que más ama, Eros no logra estar
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en posesión permanente de lo poseído, pues éste se le escapa, de acuerdo con la naturaleza here-
dada de su madre: la pobreza. "Para él, decepción y esperanza, necesidad y saciedad, se suceden sin
interrupción en razón de los éxitos y de los fracasos de su amor" (Hadot, 2004/2006: 63). Eros se
encuentra así en una posición intermedia entre la riqueza y la indigencia, al igual que entre la ig-
norancia y la sabidua. Su condición más propia es la de un cazador tenaz y audaz, siempre al
acecho de la presa deseada. Este señalamiento es importante porque en el mito no se afirma que el
amante de lo bello (o el amante de la sabiduría) en algún punto logre poseer lo amado permanente-
mente, de manera que deje de buscarlo. Más bien sucede que la naturaleza tanto de Eros como del
filósofo es la de ser siempre el amante insatisfecho que está al acecho y en constante busca de lo
deseado. Pues esta privación que sufren no puede ser satisfecha de manera plena y perenne, sino,
en el mejor de los casos, de forma parcial y eventual. Así, Eros no puede dejar de ser amante de lo
bello, por su herencia materna, ni el verdadero filósofo dejar de ser amante de la sabiduría porque,
en algún punto, llegue a considerarse en posesión plena de la sabiduría.
La caracterización que ofrece Platón de Eros es también la descripción de la personalidad de su
querido maestro. Sócrates, en cuanto filósofo, es también un ser intermedio entre el ignorante y el
sabio. Es un amante de la sabiduría y anda siempre al acecho de ella. En los diálogos se le retrata
como un individuo que recorre calles y lugares públicos en busca de sabios para dialogar y aprender
de ellos. Pero en el diálogo Fedro se presenta a un Sócrates maravillado por el entorno natural que
encuentra afuera de las murallas de Atenas. Su acompañante, el joven Fedro, se sorprende de esta
reacción de Sócrates y el filósofo le confiesa que no frecuenta tanto la naturaleza porque ésta no
tiene mucho que enseñarle. En cambio en Atenas encuentra personas dispuestas a conversar con
él y a compartirle su sabiduría (Platón, trad. en 2015b: 317). Sócrates es un apasionado del diálogo
y cuenta con diversos recursos para examinar la plausibilidad de la palabra expuesta. Un claro
ejemplo de esto es su capacidad para interrogar a sus interlocutores, poniendo a prueba su supuesta
sabiduría, y llevándolos a reconsiderar sus convicciones. El filósofo recurre al élenchos, un examen
cruzado de preguntas y respuestas que gradualmente lleva al interrogado a un desenlace que con-
tradice su posición inicial (Aguilar, 2005: 67-69). Las personas sometidas a la fuerza del élenchos
terminan por sentirse confundidas debido a la aporía a la que arriban. Sócrates es un experto en la
formulación de preguntas que compelen a pensar; ese tipo de preguntas que minan la seguridad
que se tiene respecto a las creencias más íntimas y preciadas. La maestría del filósofo ateniense la
constata Gadamer en el señalamiento de la enorme dificultad que conlleva la formulación de inte-
rrogantes correctas, dificultad siempre mayor que el desafío de responderlas (Gadamer,
1960/2001: 440). Pues las preguntas bien planteadas y adecuadas no sólo responden al deseo de
aprender, sino que, además, son orientadoras en cuanto al pensar. Heidegger también subraya la
importancia del cuestionamiento filosófico, al subrayar que preguntar es "buscar conocer 'qué es' y
'cómo es' un ente" (Heidegger, 1927/2007: 14). El cuestionar constituye así uno de los modos fun-
damentales de la indagación filosófica.
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Por otro lado, las preguntas que Sócrates formula a sus oyentes tienen la función de generar un tipo
de apertura. La seguridad de estar ya en posesión de conocimiento suele ser uno de los mayores
obstáculos para desear saber, pues quien se considera sabio no tiene necesidad de aprender. El
élenchos socrático tiene la particularidad de socavar dicha convicción. No se trata aquí de vencer
al oponente por cualquier medio e imponer el propio punto de vista, como sucede en el arte erístico.
Kerferd subraya que el objetivo del arte erístico es alcanzar el éxito en los debates argumentativos
mediante cualquier recurso disponible. El arte erístico emplea las falacias, la ambigüedad verbal y
los discursos retóricos para lograr su propósito. La erística no tiene un interés particular por alcan-
zar la verdad, pues en ocasiones el éxito en los debates se alcanza más fácilmente sin recurrir a ella
(Keferd, 1981: 62-63). El examen socrático, por su parte, no se enfoca en vencer y persuadir en los
debates verbales, sino más bien en llevar al interlocutor a un estado de aporía. Esto sucede cuando,
a través de una serie de preguntas, se ve obligado a inferir por mismo una conclusión que se opone
a su posición inicial. Se trata de generar las condiciones para que el deseo de aprender surja, esto
es, crear las condiciones de apertura a otras perspectivas.
Mariflor Aguilar sostiene que lo que Gadamer aprecia del saber aporético "no es tanto que la pre-
gunta conduzca a una contradicción, sino a la apertura de posibilidades" (Aguilar, 2005: 69). El
estado de confusión, al que Sócrates lleva a sus interlocutores, permite reconsiderar la posición ori-
ginal, al punto de reconocer incluso que se puede estar equivocado. La admisión de estar equivo-
cado y de no poseer conocimiento es una forma de sabiduría aunque sea de corte negativo: saber
que no se sabe. El reconocimiento de la propia ignorancia es un procedimiento arduo y doloroso
que pone en tela de juicio las opiniones más íntimas y arraigadas. Hadot sostiene que este estado
de turbación, al que Sócrates lleva a sus interlocutores, "podía llegar al grado de que cuestionasen
la totalidad de sus vidas" (Hadot, 2004/2006: 27). Pero es preferible sentirse confundido y recono-
cer que no se sabe a creer que se posee conocimiento sin ser éste el caso. Sócrates lo expone de la
siguiente manera, tras interrogar a un político supuestamente sabio:
[…] este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, acomo, en efecto, no sé, tampoco
creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que
lo que no sé tampoco creo saberlo. (Platón, trad. en 2006: 155)
En el diálogo Menón, crates entabla una deliberación con el personaje homónimo acerca de la
naturaleza de la virtud y si ésta es susceptible de ser enseñada o no. El filósofo procede a interrogar
a su interlocutor y éste presenta diversas definiciones sobre qué es la virtud. Las caracterizaciones
presentadas no resisten las objeciones socráticas y pronto Menón se queda sin más propuestas. Este
personaje creía saber qué es la virtud, pues había pronunciado numerosos discursos acerca de ella.
Sin embargo, tras sufrir los embates del élenchos socrático, se siente confundido y admite no saber
más que sea. Esta experiencia inusual lo motiva a comparar a Sócrates con el torpedo, un pez ma-
rino, el cual aturde a todo aquel que lo toca.
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Y si se me permite hacer una pequeña broma, diría que eres parecidísimo, por su figura como
por lo demás, a ese chato pez marino, el torpedo. También él, en efecto, entorpece al que se
le acerca y lo toca, y me parece que tú ahora has producido en un resultado semejante.
Pues, en verdad, estoy entorpecido de alma y boca, y no sé qué responderte. (Platón, trad. en
2004: 299)
Aquí cabe subrayar que Sócrates no está interesado, únicamente, en llevar a su interlocutor a un
estado de confusión como señala Menón. Lo que el filósofo busca es despertar en el oyente el deseo
de aprender. El examen cruzado de preguntas y respuestas es de gran relevancia en esto, pues tiene
el efecto de disponer a los examinados a querer saber. Lo que Sócrates persigue con la formulación
de preguntas es favorecer la gestación de ideas verdaderas en los demás.
En el diálogo epónimo, el maestro ateniense le confiesa a Teeteto que imita el oficio de su madre,
Fenáreta, quien era partera. Sócrates considera ejercer esta ocupación, sólo que no es partero del
cuerpo sino del alma. Su interés se centra en atender aquellas almas fecundas y prestas a engendrar
pensamientos e ideas. Y de la misma forma que las parteras utilizan drogas y recurren a diversas
técnicas para ayudar a las embarazadas a parir, así también Sócrates asiste a los hombres a dar a luz
ideas verdaderas mediante un examen guiado. El filósofo lo formula de la siguiente manera: "lo más
grande que hay en mi arte es la capacidad que tiene de poner a prueba por todos los medios si lo
que engendra el pensamiento del joven es algo imaginario y falso o fecundo y verdadero" (Platón,
trad. en 2002: 189). Esto no significa que siembre inculque determinadas ideas y creencias en las
almas de sus oyentes. El partero del alma no puede infundir ideas, no es capaz de fecundar porque
es estéril. Pero lo que puede hacer es auxiliar a las almas fértiles a que alumbren pensamientos
verdaderos. El caso del esclavo de Menón así lo ilustra. Sócrates se sirve de un joven sirviente, que
no tiene conocimientos matemáticos, para mostrar que es capaz de resolver un problema de geo-
metría sin que se le diga cómo hacerlo (Platón, trad. en 2004: 303-311). El problema a solventar es
cómo duplicar el área de un cuadrado que se ha dibujado en la arena. Al principio el adolescente
formula varias respuestas que no aciertan a solucionar el problema, por ejemplo, sostiene que se
resuelve duplicando la longitud de los lados del cuadrado. Sócrates le hace ver que si se realiza lo
que él sugiere, se tiene como resultado un cuadrado cuya área es cuatro veces mayor que el trazado.
Las demás propuestas tampoco aciertan a solventar el ejercicio. El esclavo se da por vencido y ad-
mite no saber cómo resolverlo. Una vez que el adolescente admite su propia ignorancia está en
condiciones de desear aprender. El filósofo formula entonces una serie de preguntas simples y di-
rectas que orientan al esclavo paso a paso a encontrar la solución anhelada. El maestro no le dicta
la respuesta, ni le dice cómo resolver el problema; lo que sí hace es asistir y orientar al joven me-
diante preguntas para que él mismo lo solucione.
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El filósofo como ser demónico
En el Banquete, Alcibiades también denuncia esa capacidad socrática de aturdir y hechizar a sus
interlocutores (Platón, trad. en 2015a: 271). Sólo que en lugar de compararlo con el pez marino lo
hace con los silenos, esas estatuillas que se encuentran en los talleres y tiendas de los escultores.
Sócrates es parecido a esas figuras de silenos que portan flautas en sus manos, cuyo exterior es
burdo y grotesco, pero portan objetos divinos en miniatura en su interior. Hadot sostiene que esa
apariencia externa "casi monstruosa, fea, chusca, impúdica, no sería más que una fachada y una
máscara" (Hadot, 2004/2006: 25). El maestro ateniense se presenta a primera vista como un indi-
viduo desaliñado, tosco y socarrón, pero quien lo trata más tiempo y llega a conocerlo mejor logra
ver las cosas bellas y divinas que guarda en su interior; cosas preciosas como el cultivo de la virtud,
el amor a la verdad y el perfeccionamiento del alma. Alcibiades, además, le encuentra un notable
parecido al sátiro Marsias que encanta a los mortales con las melodías de su flauta. Lo mismo hace
Sócrates, también fascina a sus interlocutores sólo que en lugar de hacerlo con melodías, lo hace
con palabras y discursos. Alcibiades confiesa que una vez que se le escucha hablar ya no se tiene
oídos para atender a nadie más. Y el poder de sus palabras es tal que conmociona y trastoca a quien
le escucha. Las impresiones que sus discursos dejan en él las refiere de la siguiente forma: "cuando
le escucho, mi corazón palpita mucho más que el de los poseídos por la música de los coribantes,
las lágrimas se me caen por culpa de sus palabras y veo que también a otros muchos les acontece lo
mismo" (Platón, trad. en 2015a: 272). Y agrega que ni siquiera los grandes oradores, como Pericles,
tienen tal efecto en sus oyentes. Por este motivo, huye y se aleja del filósofo como si del canto de
las sirenas se tratara, pues de no hacerlo teme quedar cautivo por siempre.
Sócrates no sólo es comparado con seres prodigiosos, como el pez torpedo, silenos y sirenas; también
es caracterizado como un poseso, un ser demónico que se encuentra entre lo divino y lo humano, al
igual que Eros
2
. Meleto, uno de los tres responsables de llevar al filósofo a juicio, refiere durante el
proceso que hay en él algo de "divino y demónico" (Platón, trad. en 2006: 170). El acusado no lo
desmiente, sino que admite que una especie de genio habita en él desde su niñez en forma de voz
interior, la cual tiende a disuadirlo más que a incitarlo. Esa voz profunda y portentosa es la que lo
ha desanimado de dedicarse a la política o a buscar la riqueza y la fama. Nietzsche considera que
este genio interior socrático es la potencia instintiva que suele manifestarse bajo la forma de intui-
ciones y presentimientos. Lo que al pensador alemán le resulta llamativo es que el instinto en Só-
crates, cuando se manifiesta, se opone a la conciencia y busca disuadirla. Pero lo normal es que el
instinto sea una potencia creadora y la conciencia una facultad crítica y disuasiva. En el maestro
2
Sócrates es comparado con el pez torpedo en el diálogo Menon (Platón, trad. en 2004: 299); y Alcibiades lo compara
con silenos, el sátiro Marcias y sirenas en el diálogo Banquete (Platón, trad. en 2015a: 271-273). Por otro lado, Hadot
recuerda que para Kierkegaard Sócrates era un duende (Hadot, 2006: 25).
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ateniense todo esto sucede de manera inversa, anormal: "el instinto se convierte en crítico, la con-
ciencia, en un creador ¡una verdadera monstruosidad per defectum!" (Nietzsche, 1872/2005:
123). No está de más subrayar este reconocimiento del carácter demónico del ateniense; su perso-
nalidad es atípica, incluso monstruosa. Esta misma apreciación resurge en Nietzsche cuando se
pregunta por la naturaleza de esa figura portentosa que tuvo la osadía de confrontar al dios Dioniso
y lograr expulsarlo de la tragedia griega antigua. "Dioniso había sido ahuyentado ya de la escena
trágica y lo había sido por un poder demónico que hablaba por boca de Eurípides" (Nietzsche,
1872/2005: 113). lo una potencia sobrehumana, demónica, como la de Sócrates, podría haber
hecho frente a lo dionisíaco y salir vencedor.
El genio interior socrático, su carácter demónico, bien puede ser apreciado desde la perspectiva del
padecer, del sufrimiento. En el diálogo Fedro se expone que el amor es pasión, deseo. (Platón, trad.
en 2015b: 331). El filósofo, en cuanto amante de la sabiduría, sufre la ausencia de aquello que no
tiene y que anhela fervientemente. Ya se ha señalado que el sufrimiento de Eros, y también el del
filósofo, acontece porque se ven privados de la perfección o plenitud de su propio ser. Sócrates-
Eros es para Hadot "una conciencia desdoblada que siente apasionadamente que no es lo que de-
bería de ser" (Hadot, 2004/2006: 70). El reconocimiento de esta privación o insuficiencia es preci-
samente el impulso que lleva al filósofo a buscar la realización de su ser. Sócrates sugiere que este
deseo que tiene prendido al amante es un tipo especial de locura, una theía manía. El amor es aquí
concebido como una potencia que trastoca el ser del poseído. El amante es un ser poseso o también
un ser démonico, como lo revela el carácter propio del maestro ateniense. Hadot propone que, con
la invención del mito del nacimiento de Eros, Platón reconoce la relevancia tanto del amor como
del ímpetu en el quehacer filosófico. Representa la toma de conciencia de que el deseo es "la fuerza
motriz para cualquier realización, es la dinámica ciega, pero inexorable, que hay que saber utilizar,
pero de la que es imposible sustrarse" (Hadot, 2004/2006: 75). Es también el reconocimiento de
que esta potencia extraña y fascinante es inherente al existir mismo, de manera que resulta inelu-
dible tratar con ella. Ésta parece ser una buena razón para que Sócrates afirme en el Fedro que esta
manía que sufre el amante, lejos de ser un defecto censurable, es una condición incluso más pre-
ciada que la sensatez (Platón, trad. en 2015b: 340-341). La cordura es una facultad que los mortales
pueden alcanzar por sí mismos, es algo propiamente humano, algo que les compete. La demencia,
por otro lado, es un estado suscitado por la presencia divina. La manía que padecen los enamorados
puede, en determinadas circunstancias, ser un don divino, una gracia donadora de bienes y favores.
Sócrates presenta cuatro ejemplos que parecen respaldar esta valoración positiva de la theía manía.
El primero de estos, lo encuentra en el arte adivinatorio que practican videntes, profetisas y sacer-
dotisas. Estas personas poseídas por la divinidad fungen como mediadoras entre lo celeste y lo te-
rrestre al interpretar y transmitir a los mortales los mensajes y designios de las deidades. La Pitia
del Oráculo de Delfos revela el malhadado destino del pobre Edipo, al igual que comunica a Que-
refonte que Sócrates es el hombre más sabio de Grecia. En segundo lugar, esta manía de origen
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divino también se manifiesta en delirantes, posesos y adivinos que transmiten a las comunidades la
manera de tratar con males terribles: plagas, sequías y la peste. El modo de librarse de tales calami-
dades es a través de acciones, súplicas y ceremonias de purificación. El anciano Tiresias indica a
Edipo el modo de salvar y purificar a Tebas de la peste: a través de su exilio de la región. Una
tercera forma de demencia se encuentra en los poetas, los cuales son poseídos por las Musas que les
inspiran la creación de cantos y versos sobre acciones y sucesos ejemplares. Homero y Hesíodo
imploran el auxilio de las Musas al inicio de sus poemas para poder cantar tales hazañas y proezas
(Platón, trad. en 2015b: 340-343). Estas obras laudatorias de héroes, acciones y sucesos ejemplares
comportan una función formativa para generaciones futuras.
Daniel Werner sostiene que estos ejemplos de theía manía no son valorados por Sócrates de ma-
nera positiva en sentido estricto. Argumenta que en los tres casos se trata de la posesión del ser
humano por una deidad (Apolo, Dioniso y las Musas) que tiene como consecuencia la pérdida de
la conciencia y la razón del individuo poseído. Las profetisas, los delirantes y los poetas son medios
a través de los cuales se expresa un dios y en esa medida están fuera de sí, es decir, no son conscien-
tes de lo que hacen (Werner, 2011: 56). Esto explica que los poetas al ser interrogados por Sócrates
acerca de su propio quehacer sean incapaces de poder explicitarlo, pues, desde esta perspectiva, no
son agentes de la creación poética. Werner no está convencido de que Platón considere que esta
forma de manía, en la que la razón se ve desplazada por la presencia y potencia de una deidad, sea
preferible al estado en que el ser humano está en plena posesión de su inteligencia y voluntad. Pues
esta demencia, aunque sea de origen divina, no difiere mucho de aquella locura más común y más
humana en la que, por ejemplo, un enamorado abandona la razón por el deseo sexual que siente
por el amado.
El maestro ateniense refiere una cuarta forma de locura divina; aquélla que padece el filósofo, el
amante de la sabiduría. El filósofo también sufre una forma especial de manía, sólo que ésta se
diferencia de los tres casos anteriores en que el individuo no es poseído por una deidad, de manera
que no es un medio de expresión divina, ni hay una pérdida de la razón. Werner formula esta idea
de la siguiente manera:
[…] no se puede sostener que el filósofo esté literalmente poseído por un dios, si esto quiere
decir que conlleva una pérdida total de la autarquía y del actuar individual, a saber, en el
sentido en que uno de los dioses antropomorfizados (Apolo o las Musas) literalmente actúe a
través del individuo y dirija sus acciones. (Werner, 2011: 59; traducción del autor)
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En inglés en el original: "the philosopher cannot be said to be literally possesed by a god, if that is taken to entail a
total loss of autarchy and personal agency, i.e., in the sense in which one of the anthropomorphized gods (say, Apollo
or the Muses) literally acts through the individual and directs his actions".
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Si bien el filósofo no es poseído por una deidad que se expresa a través de él, la demencia que
padece es una theía manía porque su alma está prendida por el deseo de lo divino. El alma del
filósofo anhela la contemplación de esas entidades eternas y estables, las Ideas, que se encuentran
en la región supraceleste. Platón llama a esta región la llanura de la Verdad porque allí se encuen-
tran las cosas que son en sí, aquello que realmente es: la verdad en sí, el bien en sí, lo bello en sí y
la justicia en sí. Las Ideas son entidades divinas porque "lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas
por el estilo" (Platón, trad. en 2015b: 347). Platón llega incluso a afirmar que el dios es divino por
tenerlas frente a sí y contemplarlas (Platón, trad. en 2015b: 352). El alma del filósofo está poseída
por el deseo de participar de la visión de tales entidades divinas. Werner sugiere que es posible
hablar de posesión divina en este caso, en la medida en que el alma es poseída por las Ideas (posse-
sion by the Forms) (Werner, 2011: 59). Al ser poseída por las Ideas, objetos divinos y no por un dios
en específico, el alma humana no deviene en un medio de acción de alguna deidad, ni pierde su
autarquía.
En el diálogo Fedro Sócrates medita sobre la naturaleza del alma en y propone que ésta es pare-
cida "a una fuerza que como si hubieran nacido juntos, lleva una yunta alada y a su auriga" (Platón,
trad. en 2015b: 345). La naturaleza alada del alma la empuja a elevarse hacia esa región en que
moran las cosas que no están sujetas al devenir, pues "el pasto adecuado para la mejor parte del
alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma,
de él se nutre" (Platón, trad. en 2015b: 349-350). El alma humana anhela contemplar lo bello, lo
sabio y lo bueno porque esta visión fortalece su naturaleza alada, mientras que lo malo, lo feo y lo
torpe la daña y destruye. Cuando el alma humana, por falta de autodominio, cede ante lo malo, lo
feo y lo falso pierde las alas y cae a la tierra encarnando en un ser mortal. El alma encarnada tiende
a olvidar su propia naturaleza y se ve prendida por el deseo de lo terrenal. Pero el alma del filósofo
que anhela lo divino es aquella que se esfuerza por rememorar lo que, en otro momento, pudo con-
templar en la llanura de la Verdad.
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En este sentido es que el alma del filósofo es alada, pues trata
de mantener en su memoria las cosas que verdaderamente son y que en alguna ocasión percibió.
El filósofo es así aquel individuo que con esfuerzo y determinación logra apartarse de aquello que
obstruye el movimiento natural del alma. Esto explica su particular desapego por esos asuntos hu-
manos tan valorados, como la fama, el dinero y el poder, puesto éstos son distractores de lo verda-
deramente importante: rememorar las cosas divinas. El filósofo se esfuerza por estar a solas consigo
mismo y en diálogo atento con su alma para escuchar su llamado. "Apartado, así, de humanos me-
nesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que
lo que está es entusiasmado" (Platón, trad. en 2015: 352). El desapego del filósofo por las cosas
mundanas y su devoción por los asuntos divinos dan lugar a la incomprensión de sus semejantes.
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A este respecto es importante recordar que Platón sostiene que ningún alma que no haya visto la llanura de la Ver-
dad puede encarnar en un ser humano (Platón, trad. en 2015b: 351).
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Es bien conocida la anécdota de Tales de Mileto que, por dirigir su mirada hacia la región celeste,
caminó distraídamente hasta caer en un pozo, suscitando la carcajada de una joven sirvienta tracia
que vio lo sucedido (Cf. Blumenger, 1987: 22). Sócrates, por su parte, tiene un destino más trágico.
El ateniense profesa una devoción singular a lo divino, al punto de obedecer el mandato del dios
antes que las normas y disposiciones humanas. Y así se pasa la vida filosofando e interrogando a los
demás, pues el dios le impuso esta misión (Platón, trad. en 2006: 166-167). El maestro ateniense
asegura que continuará cuestionando y reprendiendo a sus conciudadanos, mientras viva, para que
no descuiden el cultivo del alma, la virtud y la verdad. Considera que las cosas divinas son más
valiosas que los asuntos mundanos; que es más importante el cuidado del alma que el del cuerpo.
Está convencido de que los bienes provienen del cultivo de lo espiritual y no del enriquecimiento
material. "No sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos
los otros bienes, tanto los privados como los públicos" (Platón, trad. en 2006: 168). Por este motivo,
el filósofo ateniense no persigue la riqueza, el éxito o la fama, sino que busca cultivar la virtud, la
inteligencia y el perfeccionamiento del alma. Esta convicción suya es tan firme que teme más la
posibilidad de hacer el mal que morir. Y así prefiere tomar la cicuta y sacrificarse antes que traicio-
nar las normas que han guiado su vida.
Conclusión
El vínculo entre padecer y saber, si bien es explícitamente formulado en la tragedia griega, no pa-
rece ser exclusivo de ella. Como se ha mostrado en este texto, dicho vínculo también se encuentra
en la filosofía de Platón. Naturalmente el padecer en la filosofía no es de la misma índole que el de
la tragedia, pues no se deriva de alguna forma de húbris cometida. El sufrimiento del filósofo tiene
lugar a partir de la toma de conciencia de sus propias limitaciones; sufre porque se sabe privado de
la plenitud de su propio ser; sabe que no es lo que debería de ser. Y es justo el reconocimiento de
esta insuficiencia el motor que lo impulsa a buscar la realización de su ser. Pierre Hadot ha subra-
yado la importancia que el amor o la pasión tiene en la filosofía de Platón. El deseo es esa fuerza
motriz que posibilita el quehacer filosófico mismo. Es el reconocimiento de que el amor, esa poten-
cia extraña pero encantadora, es propia del existir, de manera que no podemos negarla ni sustraer-
nos a ella. Así, la definición del filósofo como amante del saber parece ratificar el lugar central que
la pasión tiene en el pensamiento platónico.
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