Protrepsis, Año 11, Número 22 (mayo - octubre 2022). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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memoria vista en el amado, sentida de reconocimiento y trascendencia. Si es Platón el que nos ha-
bla, nos referimos a un ámbito eterno que hace cognoscible las cosas del mundo, y que nos permite
pensar o recordar (Fedón, 65c; 74d; 75a). Pero la belleza tiene, es sabido, un tono metafísico dis-
tinto, por así decirlo, que se ampara en dos razones muy valiosas en sí mismas: es la única Idea “que
se deja ver”, que “brilla” en la sensibilidad que embellece; y constituye la frontera, el umbral, el
lugar de encuentro entre el mundo del devenir y la realidad eterna (Fedro, 250d; Gadamer, 1997:
575 y ss.; Rosen,1999: 270-272). La belleza es, así, lo que alivia las diferencias, el lugar donde lo
sensible encuentra cobijo de la eternidad. Es la estructura del ser (Gadamer, 1997: 575), la verdad
en comunión consigo misma cuando cierra los abismos; pero que, al mismo tiempo, despierta el
amor apasionado del amante, provoca sus ardores, escalofríos y locura.
La experiencia apasionada se rebasa al punto extático de saber de esos bordes de la existencia. Re-
cibe los ríos de esa misma belleza desde el amado (Fedro, 251c-d; Calame, 2002: 196), y sus secretos
de alma humedecida y tallo erguido recobran la vida. Estamos ante un filósofo maniates, que des-
cubre, des-oculta de sí la verdad e invita al amado a que también la recuerde. Ellos son, es sabido,
amantes espejo (Rojas-Parma, 2017: 46; Vernant, 2002: 11). Por tanto, el saber de la belleza, con
toda su pureza de trascendencia, solo se revela, se hace visible, cuando el filósofo se reconoce un
amante, cuando la manía erótica lo invade y le otorga el don de ver, de reconocer en el amado el
brillo de lo verdadero. “Gracias a lo bello se consigue con el tiempo de nuevo el recuerdo del mundo
verdadero. Este es el camino de la filosofía” (Gadamer, 1991: 52). Saber de uno mismo es también
saber del todo de la existencia. Y la belleza es, gracias al amor, lo que hace posible este entrelaza-
miento profundo entre el alma del enamorado y el alma del mundo. Asimismo, el amante filósofo
también padece, como era de esperarse, del amargo dulzor de lo erótico en la ausencia del amado;
sabe de la ansiedad de la espera y del placer de volver a su lado. “Por esta mezcla de sentimientos
encontrados se aflige ante lo absurdo de lo que le pasa, y no sabiendo por donde ir, se enfurece, y,
así, enfurecida, no puede dormir de noche ni parar de día y corre deseosa a donde piensa que va a
ver al que lleva consigo la belleza” (Fedro, 251d-252a). La episteme suprema, el umbral de lo visible
y lo eterno, se descubre, se reconoce, en medio de estas alteraciones del alma. Un torrente de éxtasis
y dolor, confusión y trabajo interior debe sufrir el amante que tiene la fortuna de reencontrar la
belleza. Esta conjunción de episteme, con locura, descubrimiento, trastornos y conocimiento de sí
es, precisamente, el complejo corazón de lo que significa un saber filosófico que se plantea desde
el amor apasionado. Se revelan, entonces, otros horizontes del saber, donde lo racional no es la
única luz del camino, la emoción exaltada no distorsiona sino que permite el reconocimiento de
algo no visto hasta ahora, y donde se nos complica distinguir, clarificar, definir como contrarios
irreconciliables experiencias como lejano y cercano, universal e íntimo, cordura o demencia, re-
cuerdo y visión, e, incluso, alma y cuerpo. De allí la advertencia de Dodds: esta perspectiva pondría
en peligro la independencia del intelecto con relación al cuerpo y, en general, al predominio de la
razón.