Protrepsis, Año 11, Número 22 (mayo - octubre 2022). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 11, Número 22 (mayo - octubre 2022) 7 - 27
Recibido: 08/04/2022
Revisado: 05/05/2022
Aceptado: 24/05/2022
Andanzas platónicas: sobre el saber del amor
Lorena Rojas Parma 1
1Universidad Católica Andrés Bello
Caracas, Venezuela
E-mail: lrojas@ucab.edu.ve
https://orcid.org/0000-0003-3408-2705
Resumen: El artículo propone una revisión del conocimiento filosófico desde la experiencia amo-
rosa. Con Platón como punto de partida y de inspiración, se cuestiona el conocimiento filosófico
como estrictamente racional, metódico y alejado de las propias experiencias. Se plantea el amor
apasionado -la mania erótica-, con sus profundas alteraciones, como un proceso favorable al cono-
cimiento filosófico, que es el mismo conocimiento de sí.
Palabras clave: Platón, Sócrates, Eros, conocimiento, locura.
Abstract: The article proposes a revision of philosophical knowledge from the experience of love.
With Plato as a point of departure and inspiration, philosophical knowledge is questioned as stric-
tly rational, methodical, and distant from one's own experiences. Passionate love -erotic mania-,
with its profound alterations, is presented as a process favorable to philosophical knowledge, which
is the same knowledge of oneself.
Keywords: Plato, Socrates, eros, knowledge, madness.
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Saltando de nuevo desde la roca Léucade,
en el blanco oleaje me sumerjo, ebrio de amor
Anacreonte
…Y, así alado, le entran deseaos de alzar el vuelo, y no
lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro,
olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que
se le tenga por loco
Fedro
α. En cuartos separados
Los encuentros contemporáneos entre el amor y la filosofía son, podríamos decir, un importante
resurgimiento de nuestros tiempos. Desde los inicios de la modernidad, cuando la filosofía se con-
cibió método y estricta racionalidad, concepto y precisión, experiencias rebeldes a esos límites, re-
sistentes al control, “inexplicables” quedaron durante un largo período apartadas de la reflexión
filosófica. Como afirman Lancelin y Lemonnier (2010: 9): “Es un lugar común fuertemente insta-
lado: el amor y la filosofía no hacen buena pareja. Viven en cuartos separados al menos desde el
comienzo de los tiempos modernos”. Es claro que, si la filosofía aspiraba a la certeza de la geometría,
la rigurosidad transcendental o al espíritu absoluto, las exuberancias del amor eran más que sospe-
chosas. Eso temible que podía hacernos sufrir hondamente, como a Anacreonte, “De nuevo Eros
me golpeó como un herrero con una enorme hacha, y me puso a lavar en un tempestuoso torrente”
(Anacreonte, 2001: 108), o enloquecernos al punto de dejarlo todo, como el amante que está
“presto a hacerse esclavo y a poner su lecho donde le permita estar lo más cerca del deseado” (Fedro,
252a; Nussbaum, 1995: 179), no tenía ya nada qué decir a la filosofía desenamorada. En general,
“Herederos del siglo XIX, somos todos más o menos materialistas” (de Rougemont, 2001: 61). Las
explicaciones filosóficas asumieron, entonces, la exigencia científica o la rigurosidad de la lógica, y
dejaron de lado otros modos de concebir el conocimiento y también otros temas, por muy próximos
que estuvieran de la vida (Gadamer, 1997: 31-74). Como el amor, que no corrió con mucha suerte
filosófica, por supuesto, pues su permeabilidad a la racionalización no era muy alentadora. Si el
sueño secreto de la filosofía comenzó a ser parecerse a la ciencia _y aún lo es para una filosofía que,
significativamente, se proclama como corriente principal-
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, el amor tuvo poco o nada qué buscar
en los reinos del saber. Como se refería Voltaire al amor despejando cualquier duda: “esta materia
poco filosófica” (1995:128).
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Mainstream
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Con todo, las cosas han cambiado. Y el amor, como en los diálogos platónicos del período erótico
(Ruprecht, 1999: 39 y ss.), ya no es tan extraño a los espacios de la reflexión filosófica. Esto nos
recuerda que los inicios de la filosofía, donde se fortalece y se replantea cada vez nuestra mirada
del mundo, dieron cuenta del amor sin ninguna precaución. En realidad, si de algo debíamos pre-
cavernos era, tal vez, de no amar. O de no reconocer las fuerzas cósmicas del dios del amor. Platón
concibe al filósofo, en Banquete y Fedro, como a un amante, y a su acceso a otra dimensión de la
existencia -la absolutamente verdadera- como una visión que solo revela su arrobamiento enamo-
rado (Banquete, 210e y ss.; Fedro, 215a; Cruz, 2013: 33).
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El filósofo descubre la estabilidad del
ser, la permanencia de lo real, gracias al impulso erótico. La mirada de Platón es especialmente
valiosa, entre otras cosas, porque incorpora positivamente el amor y el amor como locura al conoci-
miento filosófico. Es la disposición del filósofo amante para descubrir y contemplar lo verdadero.
En el Fedro se nos habla de un filósofo maniates, enloquecido por una divinidad igualmente enlo-
quecida, y si el filósofo es el que conoce lo verdadero, nos ubicamos en un lugar particularísimo con
relación al saber. No solo porque la belleza, hallazgo filosófico del amante, sea considerada una
episteme, un saber del mundo, de nosotros y lo trascendente -y no un sentimiento desinteresado o
un conjunto de cualidades ajenas al conocimiento-, sino porque el logos no es independiente de
otras desazones de la vida, ni una pureza que se desentienda, en este caso, de la emocionalidad
profunda que provoca Eros. Más aún cuando el trayecto hacia el conocimiento y el conocimiento
mismo –que son “idénticos”, como bien apunta Pérez Cortés, (2004: 47)-, constituyen una comple-
jísima experiencia que altera todo el ser del filósofo, tanto las honduras de su alma “que se hume-
dece” como los escalofríos perturbadores de su cuerpo (Fedro, 251a-d). Una experiencia en la que
ya no es posible, en definitiva, trazar fronteras entre la razón y lo apasionado. Recurrir a Platón nos
permite precisamente esto: advertir que una reflexión filosófica sobre el amor no es (tener que)
racionalizarlo o perfilarlo bajo el lente de un método, o incluso de un rigor dialéctico, sino reconocer
que el saber se fusiona con los estados alterados del amor. Que se nos revela una razón apasionada
que se abre a otros hallazgos. Y, por tanto, que no hablamos de un conocimiento desinteresado,
neutro, impoluto de vida, pues las vibraciones del amor recorren cada momento del logos y todo lo
que se implica en la comprensión de las cosas. Incluidas las universales (Banquete, 210e-211a; Fe-
dro, 249d-e).
Hay otras formas, por supuesto, de pensar filosóficamente el amor. Lo podemos examinar como un
objeto de estudio, como un hecho que debemos aislar, con el fin de conocerlo, definirlo o clarificarlo
desde la teoría o los argumentos. Y esto, en rigor, no ha sido extraño a la filosofía moderna. Podemos
recordar a Spinoza, por ejemplo, cuando estudia los afectos humanos: como si fuese cuestión de
líneas, superficies o cuerpos” (1975: 182). Y desentendernos de apasionamientos perturbadores del
proceder de la razón, que van a confundir cualquier posibilidad de saber que se pretenda sobre el
amor. Esto nos garantiza la sobriedad y la objetividad de la seriedad científica, y que podremos
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Me refiero ahora y en adelante, al segundo discurso de Sócrates en Fedro, 244a-257b.
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hablar con fundamento sobre el amor. Sin embargo, y a pesar de tantas ventajas, también podemos
dejarnos persuadir por Platón, por el Platón amoroso, y atender a la mania erótica como una expe-
riencia que sucede a los amantes, y les permite un acceso inédito al saber del mundo y de ellos
mismos. Reconociendo, así, las bondades de una razón apasionada. Respirando esas lecturas desde
nuestras propias y acaso secretas experiencias. Esto implica que el propósito no es hacer del mismo
Platón un objeto de estudio, ni instalarnos desde una distancia intelectual que ignore nuestros pro-
pios apasionamientos, pues pensar el amor desde su mirada, es tratar de pensarnos un poco con él.
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En efecto, no tenemos por qué acercarnos a la filosofía griega -y menos aún cuando pensamos el
amor- “como si nosotros no fuéramos nadie” (Gadamer, 2002: 125). Un filósofo acucioso podría
decir, acaso con razón, que esos modos mencionados para pensar el amor tratan de cuestiones dis-
tintas. Que uno se refiere al objeto de estudio -el amor- y otro a lo que nos permitiría conocer el
amor (en caso de que se reconozca al amor esa virtud). Con todo, esto supondría que las emociones
que provoca el amor y lo que se descubre en esos tránsitos, son, efectivamente, distintos del amor
mismo. Lo que sucede, a pesar de esa posible distinción, es que en los asuntos eróticos las cosas no
funcionan así.
Lo que el amor sea capaz de develar de nosotros mismos, a la manera de Sócrates cuando afirma
que el alma del amado es un espejo del alma del amante, porque, como el ojo, ella no puede verse
a sí misma, (Alcibíades I, 132d-133c) no constituye algo “separable” del amor. El impulso erótico,
la luz que enciende para mirar hacia nosotros a través del amado, con escalofríos y entusiasmos
incluidos, se implican en el saber. El celebérrimo conócete a ti mismo, de Sócrates, encuentra su
mejor expresión, precisamente, en las exaltaciones y fogosidades de la experiencia erótica (Fedro,
250e-252b; Rojas-Parma, 2017: 47). Enamorados como Sócrates de Alcibíades (Alcibíades I, 131e)
o como los amantes del Fedro, somos testigos de las develaciones, de los des-encubrimientos que
salen a la luz en la profundidad de esas experiencias, que no son ajenas, como nos recordará Platón,
a la totalidad de la existencia. Ni Sócrates ni Platón se han ocultado de las fuerzas divinas que
hablan a través de ciertas almas escogidas para revelar verdades, como ocurre a poetas, coribantes
o bacantes (Apología, 22c; Ion, 534a-b). También a los enamorados, que son unos posesivos, pero
que a diferencia de esos otros enloquecidos por la divinidad, como veremos, no pierden la lucidez
de la razón. Esos apasionamientos no son aislables, “separables” de las verdades que reconocemos
a través de esas experiencias. No estamos hablando, es evidente, de verdades científicas o de veri-
ficación, sino de verdades que se develan cuando hacemos el duro trabajo filosófico de cuidar el
alma y conocer un poco de nosotros mismos. El contexto espiritual de una experiencia amorosa es
especialmente propicio para desenterrar lo desconocido, o para recordarlo. Todos sabemos que
bajo la influencia erótica somos alterados en sentidos muy profundos. Y lo que nos permite Platón
es atender los procesos del alma sin desterrarlos del conocimiento, sin eximirlos de la filosofía, pues
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Esta afirmación se hace en el contexto cuestionador de la conciencia histórica moderna que nos hizo “contemplar el
conjunto del pasado y sus tradiciones como si fuésemos extraños a él” (Gadamer, 2002:125).
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el saber de que tan contundentemente se revela en esos estados, se vincula con fuerzas que se
abren a lo verdadero. Pero no contamos con métodos que midan esas remociones del alma, esas
turbulencias en las que vamos descubriendo caminos secretos que conducen, en el mejor de los
casos, y aquí su fuerza filosófica, a verdades que nos trascienden. Por ello, la pregunta por el amor
y lo que puede desencadenar en nosotros, quedó durante mucho tiempo en el exilio del saber.
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Desde esta mirada de las cosas, es oportuno pensar en los (viejos) vínculos entre la filosofía y la
vida. Aquellos de la filosofía clásica, en los que la propia vida del filósofo podía ser “prueba” de la
verdad del argumento hallado. Cuando se vivía como se pensaba. Esto tiene que ver con la manera
como asumamos filosóficamente el amor. Pues si lo hacemos como el objeto a estudiar, es evidente
que una mínima distancia con relación a lo pensado debe garantizarse si se pretende hacer alguna
afirmación valiosa. Si el tono es el de una definición, del tipo “el amor es una alegría acompañada
por la idea de una causa exterior” (1975:247), para decirlo también con Spinoza, las implicaciones
estremecedoras de la propia experiencia no deben intervenir, al menos no “visiblemente”, pues de
lo que se trata es de “definir” el amor. Algo depurado de emocionalidad o intimidades debe expre-
sarse en una definición -en este caso “geométrica”- de la naturaleza del amor.
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Preguntarse, enton-
ces, por las relaciones entre la filosofía y la manera de vivir deja de tener importancia. La definición
será valiosa por sí misma, por supuesto, al margen de lo que haga o deje de hacer el filósofo con su
vida. Schopenhauer conocía hondamente el budismo que impregnó su filosofía y, sin embargo, dor-
mía con dos pistolas (Lancelin y Lemonnier, 2013: 136).
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Las alusiones a Spinoza, en este caso, no tienen la intención de elaborar consecuencias o diserta-
ciones a partir de su conocida definición del amor. Tan solo se trata de señalar la significativa dis-
tancia que media entre pensar el amor como un asunto a definir y pensarlo desde la experiencia
del amante, como Platón. En esta ocasión, prefiero los caminos amorosos que se entienden con la
vida, que, desde la mirada platónica, pueden abrirse al conocimiento universal. Y si la experiencia
es nuestro foco, distinguir entre lo conocido a través del amor y el amor mismo no resulta tan nítido,
pues el saber hallado en los episodios amorosos no es autónomo de ese amor. El hallazgo de la be-
lleza, la procreación de la virtud verdadera en la belleza (Banquete, 211d-212a), culmen del deseo
del amante, no pueden ocurrir sin el deseo erótico. Es la disposición erótica en cuerpo y alma del
amante lo que hace posible el reconocimiento y la visión de la belleza. Por lo demás, no se trata solo
de atender la experiencia amorosa, también de dar cuenta, decíamos, de la mania, del elemento
perturbador, del segundo discurso del Fedro, que enriquece filosóficamente la experiencia del
amante. Lecturas tradicionales suelen ver esa locura como una paradoja deliberada” (Dodds,
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No tiene sentido desacreditar una pregunta, una reflexión, un problema, porque métodos o ciertas aspiraciones del
saber no se ajusten a esas búsquedas. Véase Gadamer, 2004: 52.
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de Rougemont, sin embargo, le atribuye una cierta pasión religiosa. Véase, 2001:200.
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Sócrates, por el contrario, dormía plácidamente en los umbrales de su ejecución, Critón, 43b.
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2001: 71), cuyos vínculos son, por supuesto, en cualquier caso, con la literatura. Pues la serenidad
intelectual de la filosofía, su apoyo incondicional en la razón, no tenía nada que ver con estados
alterados. Y no los tiene, sin duda, desde muchísimas perspectivas, incluidas las platónicas. Pero si
estamos hablando de amor, y esta es una de las grandezas de Platón, las cosas son distintas.
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Y tal
vez sea esto lo que no debamos dejar pasar.
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Por ello, siempre me ha parecido más fecundo y mucho
más vital pensar el amor sin desentendernos de la complejidad de la experiencia, sin perder el “filo”
que adquiere el logos cuando se funde con el amor. A esto me refiero con los vínculos entre la filo-
sofía y la vida, entre la experiencia erótica y el horizonte que se amplía y se devela, hondamente
transformador, y que no tenemos por qué exiliar de los espacios del conocimiento nunca más.
β. Este amor apasionado
El Platón de los diálogos del período erótico, como señala Ruprecht, en especial Banquete y Fedro,
vincula explícitamente las alteraciones amorosas con el conocimiento. La locura erótica, el amor
apasionado, el pleno fervor del entusiasmo ubican al amante en una cierta disposición en la que de
manera progresiva o repentina descubre de sí mismo y de la existencia verdades que, de otro modo,
permanecerían ocultas.
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Por otro lado, Sócrates dice que Eros es el mejor colaborador de los hom-
bres (Banquete, 212b), porque su impulso es lo que puede conducirnos, en este caso, hacia el “mar
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Sobre las complejas relaciones de Platón con Eros, escribe Dodds: [] Eros suministra asimismo el impulso dinámico
que lleva el alma adelante en su búsqueda de una satisfacción que trascienda la experiencia terrenal. Abarca así el
ámbito entero de la personalidad humana y constituye el único puente empírico entre hombre tal como es y el hombre
como podría ser. Platón, en efecto, se acerca mucho aquí al concepto freudiano de la libido y la sublimación. Pero
nunca, a mi parecer, integró plenamente esta línea de pensamiento con el resto de su filosofía; si lo hubiera hecho,
podría haber peligrado la noción del intelecto como una entidad autosuficiente e independiente del cuerpo, y Platón
no estaba dispuesto a correr ese riesgo” (2001:205). Si bien las relaciones de Platón con la sublimación freudianas son
discutibles, véase Sandford, 2010: 88, es muy interesante que Platón “no integró plenamente” el tema erótico con el
resto de su filosofía. De alguna manera, eso implicaría que la filosofía platónica es una suerte de continuum racional y
coherente que el amor interrumpe con sus rarezas. Pero ni la filosofía platónica ni la vida se comportan de esa manera.
Al poner en peligrola autosuficiencia del intelecto con relación al cuerpo, y, yo agregaría, con relación a las pasiones
extremas al punto de la locura, se afirma justamente la importancia filosófica del amor. El profundo replanteamiento
de lo que significa saber, de uno mismo y de la existencia, cuando se está bajo los dominios del amor. El conocimiento,
por tanto, no es indefectiblemente un “intelecto independiente”, también podemos pensarlo como una razón apasio-
nada. Pero recuperar la emocionalidad y el cuerpo en el pensamiento, es más que sabido, no ha sido una tarea sencilla.
Con fortuna, hoy no tenemos esa sorprendente certeza para decir que “Platón no estaba dispuesto a correr ese riesgo.”
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Incluso en el Banquete, donde no se declara la locura del daimon Eros, la experiencia tiene un lugar preponderante
en la preparación erótica del amante hacia el hallazgo de la belleza. Episteme única, contemplación maravillosa por la
que valió la pena soportar tantos ponoi durante el camino (Banquete, 210e).
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Hablamos de locura, apasionamiento, entusiasmo, esto es, experiencias extraordinarias que producen cambios en el
amante, en el cuerpo y en el alma (“sudores, “escalofríos”, “plumas” que renacen y humedecen, etc.), que disponen al
amante de una cierta manera. Que, en este caso, y de esto se trata, lo disponen para conocer. La disposición es la situa-
ción del amante en medio de ese conjunto complejo y confuso de las experiencias mencionadas. El amor apasionado
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de lo bello” o a la episteme misma de la belleza. Diotima de Mantinea, la voz de las revelaciones
eróticas del Banquete, sabia y adivina, cuando inicia su revelación de “los misterios mayores” del
amor (Guthrie, 1009: 375), habla de la más alta iniciación en misterios, o la más alta iniciación en
las cosas perfectas (Banquete, 210a). Este tono mistérico ya nos advierte que su revelación no trata
de precisiones, conceptos o dialéctica, sino de una llegada iniciática que transita por experiencias
complejas en las que, cada vez, el aprendiz de amante se va acercando a lo realmente amado (Ban-
quete, 210a-212a; Calame, 2002: 200; Rosen, 1999: 269). A través de la scala amoris del iniciado
que aprende a amar, recordamos que el saber socrático-platónico, si bien de formas distintas, no se
exime de la vida de la experiencia. Salgamos de la caverna, nos enamoremos apasionadamente o
nos sometamos a los diálogos con Sócrates, la transformación interior de lo vivido no se excluye ni
es distinta del saber.
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Por ello, no podemos desentendernos de los tránsitos desestabilizadores que atraviesan los amantes.
De su furor y su dulzura, evocando aquel “agridulce” de Safo (2001: 130v)
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y de lo que es capaz
de revelarnos cuando provoca el revuelo interior. “Únicamente lo que ha nacido de la experiencia
propia puede, en su representación, ostentar los colores cálidos y vibrantes de la vida” (Cruz, 2013:
35). De allí que los escalones del camino que propone Diotima sean tan importantes. Y ahora hago
énfasis en los primeros, en los que el iniciado se enamora y luego se desenamora -por orden del guía-
, atravesando, para lograrlo, un difícil período en el que debe aprender a calmar su “deseo violento
por un solo cuerpo” (Banquete, 210a-c), y así poder continuar (Rojas-Parma, 2007: 28 y ss.; 2016:
126 y ss.) Poco a poco se va forjando en el alma del amante una disposición hacia la proximidad de
lo realmente amado -la belleza en sí-. Todos sabemos que Sócrates, en sus agudísimos diálogos,
despojaba nuestras almas de la doxa revestida con apariencia de verdad, con el fin de llegar, en el
mejor de los casos, a una definición de lo buscado a través de una pregunta. El sentido de todo
aquello era purificar de nosotros lo falso, irnos transformando en el proceso, y eventualmente en-
contrar, con el sudor del alma examinada, la definición-verdad de algo para comportarnos en con-
secuencia. Desde Sócrates es siempre absurdo decir que sabemos, sin vivir lo que decimos que sa-
bemos. Pero el mismo Sócrates afirma, al inicio del Banquete, que de lo único que sabe es de amor
dispone, “pone en orden” (disponere) al amante para el des-cubimiento/ conocimiento de esa verdad fundamental que
solo se conoce desde la alteración amorosa: la belleza. Ese “poner en ordense relaciona con la “locura” que, precisa-
mente, y es lo que se destaca con “disposición”, abre al amante hacia la visión de lo inteligible. s adelante se sostiene,
en este mismo sentido, que no es posible trazar una línea definitiva entre locura y cordura.
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Es curioso cómo, ignorando estos procesos afectivos y la naturaleza mistérica de la revelación amorosa, en algunos
casos se trata de hacer equivalente la búsqueda dialéctica del Laques, por ejemplo, con la revelación de Diotima, véase
Irwin, 1977: 168.
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glykypikron
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(Banquete, 177d).
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Ese saber, sin embargo, ya no trata de definiciones, sino de experiencias vin-
culadas especialmente con la belleza, en las que el impulso erótico domina irresistiblemente toda
la vida del amante. Ese saber erótico de Sócrates lo hallamos de manera muy aguda en su actuar de
amante, en su despliegue como seductor y abrasador irresistible de los corazones de los bellos (Lisis,
206a-207b; Cármides, 155b-157a; Banquete, 194a; 216c-217a; 218a-b).
En este sentido, siempre que pensemos el amor y el conocimiento inspirados en las andanzas pla-
tónicas, tendremos la posibilidad de no olvidarnos de nosotros mismos. Y aunque no hayamos sido
amantes en el complejo y refinado sentido de Platón, podemos eximirnos de alguna purificación
de lo vivido. Podemos consentir al amor que sea nuestro auriga hacia los secretos, deseos, fondos
desconocidos, para que los hallazgos de lo íntimo se abran al horizonte de lo universal. Esto signi-
fica, es más que evidente, haber tomado partido por el amor apasionado, por el que se desborda de
búsqueda, de descontrol, incluso de no poder satisfacer nunca la fuerza de su deseo, como lo ha
mostrado de Rougemont. “Es el sobrepasarse infinito, la ascensión del hombre hacia su dios. Y este
es un movimiento sin retorno”, escribe a propósito de Platón (2001:63). También es evidente que
una definición del amor apasionado será siempre insuficiente y de pocas luces. Pues es el desplie-
gue del amante lo que nos va dando el tono de ese amor. “¡Los amantes no saben de consejos! No
son aguas de montaña que se puedan retener en una presa” (Rumi, 2002:136).
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Me gusta recordar,
sin embargo, un hermoso pasaje del Fedro, que se refiere al amante cuando ha visto al amado: “Y
es que, además de venerarle, ha encontrado en el poseedor de la belleza al médico apropiado para
sus grandísimos males. A esta pasión, pues, hermoso muchacho, al que van enhebradas mis pala-
bras, llaman los hombres amor” (Fedro, 252b). Hay un algo descubierto, recordado, trascendente,
que evoca fuerzas “extrañas” que, en ocasiones, sentimos que nos superan.
En efecto, el amor apasionado suele tener un elemento “no humano”, y esto es muy interesante.
Pues nos da la idea de que no es una experiencia que esté bajo nuestro estricto dominio, o que no
depende completamente de nosotros. En el pasaje del Fedro, el amante padece por no estar junto
a la belleza que porta el amado; sabemos que una de las razones por las que Helena de Troya es
inocente, según la versión de Gorgias, es porque ha sido raptada por la diosa Afrodita: “Y los dioses
son algo más fuerte que el hombre por su violencia, su sabiduría y sus demás facultades”
(1996:204). Recordemos, también, el apasionamiento por Dios, en san Agustín, las apasionadísi-
mas beduinas del siglo XII o santa Teresa. Asimismo, “los filtros” mágicos son interventores de
almas para insuflar ímpetus apasionados, como nos recuerda de Rougemont, especialmente en la
historia de Isolda y Tristán (2002: 48-51). Ese amor apasionado, sostiene el autor, se caracteriza,
para decirlo en términos gruesos, por los obstáculos o los imposibles que se le atraviesan y, también,
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Ta erotika, de cosas del amor.
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En Fedro 238b-c, en el discurso deshonroso de Sócrates, del que se arrepiente por impío y terrible (242b-243a), hay
una definición del amor que contrasta con el amor apasionado.
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por la presencia de un elemento “extro” que trastorna a los amantes (de Rougemont, 2001: 62).
Este segundo rasgo es el que destaco para nuestra reflexión, porque hace del amor una apertura
hacia una fuerza que nos supera, no delimita “lo humano” ni lo real a lo racional, se muestra filosó-
ficamente importante y, como dice Diotima, cohesiona la existencia. Eso “extraño” es, ahora, un
replanteamiento de la locura capaz de arrasar con todo lo que haya sido pavimentado en nuestro
paso por el mundo, pero con el fin de revelar nuestra autenticidad (Fedro, 252a). Lo que ocurra en
esas eclosiones sigue siendo valioso cuando queremos saber de nosotros mismos. Y nada más ur-
gente hay en la vida, en esta vida nuestra que solo merece la pena vivirse si es examinada (Apología,
38a), que hacer ese trabajo lento y difícil de ir dando cuenta de uno mismo.
Esto no quiere decir, por supuesto, que otras maneras de vivir el amor no nos conecten con el saber
de sí. Solo que el impacto o el descontrol del apasionamiento, pienso, puede ilustrarnos un poco
mejor, por su violencia e intensidad, el vínculo entre el amor y el conocimiento. Como en un verso
de Rafael Cadenas: “Misión del amante: arder fuera del camino” (2009: 110). Pues esos desvíos
suelen ser, también, “nuestro segundo nacimiento”.
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Con esa fuerza de volver a vivir, que es difícil
concebir sin Eros, ocurren revelaciones de uno mismo, acaso sorpresivas, que dan otro cauce a la
vida. Los antiguos concebían a Eros como un dios loco, niño alado y armado, que actuaba sobre los
mortales y se adueñaba de sus almas (Teogonía, 120, 122; Miranda, 2019: 20 y ss.; de Rougemont,
2001, 62 y ss.; Kristeva, 1999: 51). Desde los ojos del amado el dios “atacaba”, destacando la “me-
táfora militar” (Calame, 2002: 9), y era una afrenta para el amante que, por supuesto, no tenía
escapatoria. Se trataba de una fuerza abrasadora, dominante de nosotros mismos, que venía desde
otro lugar, ante la que los mortales perdíamos todo control posible. Así actuaban, en general, las
fuerzas olímpicas, si bien ahora concentramos las energías en los laberintos del amor (Otto, 2003,
234 y ss). El enamorado estaba, entonces, bajo el manto de un dominio alocado más poderoso que
sus propias fuerzas. “Aquí también hay algo ‘dado’, algo que le ocurre al hombre sin que él lo elija
o sin que sepa por qué, la obra, por tanto, de un demonio temible” (Dodds, 2001:205). Y el enamo-
rado platónico, aunque igualmente enloquecido, y esto ya tiene el importante matiz que lo caracte-
riza, lograba una fina lucidez filosófica.
Esto no significa, por supuesto, que la locura sea una suerte de estado deseado o provechoso para
los antiguos. De ninguna manera. Recordemos a Orestes, Io o Ágave. En realidad, es Platón quien
se replantea la mania como una manera de conectar, de recibir los dones de la divinidad. Pues, a
pesar de todo lo que podamos decir, “No es tan simple afirmar que la locura es un mal”. Mucho
menos cuando va a hablarnos de su filósofo enamorado y lúcido. “Pero resulta que, a través de esa
demencia, que por cierto es un don que los dioses otorgan, nos llegan grandes bienes” (Fedro, 244a).
Y las musas, Dioniso, los adivinos y el amor recibieron la exaltación merecida como dadores de
bienes a los mortales (Fedro, 244d-245c; 249d-e). La experiencia de las bacantes y los coribantes
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“Tanteas como ebrio en la ruta del extravío (así se llama nuestro segundo nacimiento) [](Cadenas, 2011: 23).
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es especialmente conmovedora, pues en sus estados exaltados por la divinidad ven fluir miel y leche
de los ríos o bailan en honor a la diosa (Ion, 514a). Me gustaría recordar, también, a los poetas, pues,
a pesar de la remanida crítica de República, ellos, en ese estado de locura “es verdad lo que dicen”
(Ion, 534b). “Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar
antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia(Ion, 534b). Y aun-
que ahora no nos ocupe la poesía -y sus complejas implicaciones-, me interesa la delicada proxi-
midad entre el estado de locura y la verdad, con ello, entre el amante igualmente enloquecido y la
verdad que es capaz de descubrir. Pues estos platónicos exaltados tienen una cierta disposición
hacia lo verdadero, aunque siempre hay un matiz que solo pertenece al filósofo.
Hemos hablado de una razón apasionada -no de irracionalidad-, porque el filósofo descubre, argu-
menta, reconoce, en estado de entusiasmo. Esto implica una fusión entre la razón y lo divino, entre
la razón y eso “extraño”, y no algo “aparte de la razón o por encima de la razón” (Dodds, 2201:87).
Y el filósofo enamorado, en medio de su delirio, nos permite pensar, por tanto, en una suerte de
indistinción filosófica entre el cuerdo y el loco. No porque sea imposible diferenciar un alma serena
de una apasionada, sino porque filosóficamente la cordura y la demencia ahora no son separables.
No ocurre entre ellas una relación de “otredad”, digamos, excluyente, lo que nos plantea es algo
aún más interesante. Pues si bien no se trata de lo mismo, tampoco descubrimos un muro de piedra
que separe dos territorios definidos (Padel, 2009: 173-175). Y esto nos lleva a hacer una importante
precisión con relación al filósofo: si bien ha sido raptado por Eros, ha recibido esa influencia cós-
mica, no es un “intermediario” entre la divinidad y el amado, un eslabón de entusiasmo, como el
poeta o el rapsodo (Ion, 533d-534a). El filósofo recuerda, reconoce la visión resplandeciente de la
belleza, que a partir de ahora efectivamente conoce. El poeta, “en quien ya no habita la inteligen-
cia”, no sabe lo que dice (Apología, 22c) ni de qué habla (Ion, 536c-d). Pero la posesión que padece
el filósofo fusiona el logos y la mania, y debe ser así porque el filósofo conoce, y conoce, precisa-
mente, porque está bajo los efectos del dios. “Tal es el amor platónico: ‘delirio divino’, arrebato del
alma, locura y suprema razón” (de Rougemont, 2001: 63). Por ello, ante la locura y su relación con
la verdad, el filósofo no es el poeta ni el adivino.
γ. Todo es uno, porque Eros lo une
Esta mania no es, por tanto, unidimensional, no es necesariamente un castigo o un desencadenante
trágico. Tampoco es ahora un estado nocivo del alma (véase República, 331c, 571a-576c; Gorgias,
464b-466a). Se nos presenta como una fuente de otras revelaciones, posibilidad de otras relaciones
y modos de conexión que revelan lazos con toda la existencia. Y este rodeo a la mania y la verdad
solo quiere llegar justo aquí: a la posibilidad de mirar las cosas fuera del lente de lo “subjetivo”, del
“yo”, de lo estrictamente racional de lo humano, de lo separado, de lo desconectado, para abrirnos
a una manera de comprender y de comprendernos, que hallamos en los antiguos y también en cier-
tas miradas del mundo contemporáneo (Ferrando, 2019): como parte constitutiva y relacional del
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cosmos. Afectados y afectando todo lo que existe, y donde no se privilegia la pura racionalidad
humana. Ya un amante enloquecido que ha vivido otras vidas como filósofo (Fedro, 249a), que
puede reconocer en el amado la belleza (Fedro, 251a-d), donde, además, se reúnen lo visible y lo
eterno (Fedro, 250d), nos abre un horizonte muy amplio para volver a pensar en la existencia. Para
no desestimar lo que exceda los poderes que delimitamos en la razón.
En términos generales, la relación con las emociones es, tal vez, junto al uso de la memoria, una de
las mayores grietas que nos separa de los antiguos. Como afirma Padel a propósito de los griegos,
“La emoción es algo que nos viene de fuera [] Las emociones no pertenecen a los individuos: son
fuerzas errantes, autónomas, demoníacas, externas”. Nuestras ideas, por el contrario, se refieren a
“la estructura y la dinámica de la personalidad” y están “imbuidas de la noción decimonónica de
que la locura tiene una presencia secreta, latente e individual en el yo” (2009:35). Por tanto, entre
el resto de la existencia y el “yo” hay, sin duda, un abismo. Si bien desde Hume, al menos (1984:
129), ya no podamos hablar con firmeza de un “yo”, y en términos más contemporáneos tampoco
(Rosset, 2007: 6; Harari, 2016: 305; Braidotti, 2000: 25-55), aún ese tono fantasmal que se asume
más o menos inalterable de lo que presuntamente somos, tiene su importancia.
15
Con todo, si bien
es cierto que el mundo del “yo” no pertenece al mundo clásico, desde la mirada platónica podemos
repensar la comprensión de las cosas en términos s conectados, donde lo íntimo y lo universal
coinciden, y donde estamos más cerca de la existencia en todas sus expresiones. Las verdades tras-
cendentes, “invisibles”, universales, están en nosotros, duermen como recuerdos, en la intimidad
de las almas, y pueden ser despertadas a través de nuestras experiencias (Fedón, 73c y ss.; Fedro,
249c). No hay una brecha insalvable entre la trascendencia que se atribuye a la verdad y lo que
desde nosotros mismos podemos (re)conocer.
Cuando Platón explora, en el Banquete, distintas maneras de aproximarse al amor, con el médico,
los poetas -Aristófanes y Agatón-, el joven Fedro, Pausanias, el filósofo y el borracho rencoroso, no
solo nos deja con el sabor del misterio revelado o acaso inacabado, sino que nos muestra, en todos
los casos, que el amor que hace sufrir al amante, o seduce a los amados, o anhela la mitad perdida,
no es un amor “privado”, callado ante los movimientos del mundo. Por el contrario, se trata de una
vinculación cósmica, de una expresión interrelacionada. Incluso en los casos de Eros dobles, hay
un reconocimiento del amor como lo que enferma el cuerpo, desestabiliza su armonía y la del kos-
mos (Banquete, 186a y ss.). Finalmente, cuando presenciamos la escandalosa llegada de Alcibíades,
y Eros es sustituido por Sócrates en su intervención embriagada (Banquete, 215a) se devela el tono
íntimo del enamorado dionisíaco que cuenta las verdades de su amor frustrado por un hombre ex-
traordinario (219d-e). Es la experiencia que narra la intimidad que se cruza con maneras dolorosas
y complejas de vivir el amor, con la vergüenza, las estrategias fallidas de conquista, con otro tipo de
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Francois Jullien, por ejemplo, estudia la intimidad en términos determinantes entre el “Yo” y el “Otro” (2016: 14 y
ss.)
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universalidad, que sabe cómo seducir o dejarse seducir, y da cuenta de la opacidad del amante.
Esos laberintos también son dimensiones del amor. Y nos dejan al descubierto. Como dice Guthrie,
solo un espíritu menor habría terminado el Banquete con la revelación de Diotima (Guthrie, 1990:
380).
Ese Eros que ronda al amante y lo impulsa en el camino hacia la belleza, es el que Diotima nos
presenta como un daimon en lugar de un dios, como una fuerza intermedia que asiste a sacerdotes,
adivinos, amantes y alivia la distancia entre mortales y dioses. “Al estar en medio de unos y otros
llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo”
(Banquete, 202e). Por tanto, el “todo(pan), es integrado, conectado por Eros. El daimon aparece
como el vínculo, la fuerza que cohesiona y enlaza el cosmos como si nada le fuera extraño. La in-
terconexión de la existencia, a la que hoy prestamos especial atención, tiene su secreto platónico
en la fuerza del amor. Lo múltiple del cosmos queda unido, cualquiera sea su composición, por la
fuerza erótica. Es una intuición muy hermosa, que nos permite pensar en el amor apasionado del
alma del amante como ese mismo amor que nos comunica con los dioses y salda nuestras diferen-
cias. Al Eros que entusiasma al filósofo como al que se revela la belleza, plenitud del ser que tiene
la bondad infinita de hacerse visible (Fedro, 250d; Gadamer, 1997: 575; 582).
Los nuestros son tiempos en los que se han diluido dualismos y quiebres entre nosotros, los demás
seres y el mundo. Brechas insalvables entre el sujeto y las cosas, ya no nos explican nuestras rela-
ciones con la vida. Ahora somos más próximos a una pluralidad-unidad que conforma la existencia,
al kosmos, a una relación ontológica y espiritualmente más cercana entre todo lo que existe, recor-
dándonos aquel profundo “sabio es reconocer que todo es uno”.
16
Sabemos que las moléculas que
conforman las galaxias y nuestro mundo son también las nuestras, y que entre todo lo que existe -
nosotros incluidos- hay vínculos y conexiones que nos hermanan con la existencia. Seamos cuantos,
átomos, moléculas, sunyata, conciencia, dióxido de carbono estamos interconectados hasta con los
planetas más lejanos de la tierra. Observa el movimiento de las motas de polvo en la luz de la
ventana. Su danza es la nuestra” (Rumi, 2002: 139).
17
En este sentido, que el amor sea una fuerza
cósmica favorable a la cohesión, al ritmo y belleza del cosmos, es especialmente interesante y cobra
otro sentido cuando ya no nos relacionamos con las cosas desde quiebres del tipo adentro/afuera,
hombre/mundo, naturaleza/cultura, yo/otro, etc. Cuando hemos descubierto que no somos tan
distintos, a pesar de ser múltiples. El amor que comunica con los dioses, el que enamora tocando
las fibras más íntimas del amante, es el mismo amor. Diotima dice que nosotros y los animales bus-
camos la inmortalidad a través de la procreación, en los hijos que ocuparán nuestro lugar cuando
16
No escuchándome a mí, sino al Logos, sabio es reconocer que todas las cosas son uno” frag. 26 en Markovich, 1968:
44; Bernabé, 1998: 136; 50DK. Leve modificación a las traducciones referidas.
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“Paradoxical though it may sound, then, we can only conclude that the creator, in his wisdom, made us distinct one
from another in order to bring us together in perfect fusion” (Mori, 1985: 35).
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ya no estemos en este mundo; porque el mismo Eros dispone a todos los seres para que encontremos
la manera de permanecer, a pesar de la finitud (Banquete, 207b-d). Es el amor lo que tiende a la
vida. Eros es el lazo comunicante, el que lleva ruegos y escucha designios, el que transita entre
nosotros haciendo que el todo de la existencia se mantenga unido.
Asimismo, lo amado, lo íntimamente deseado, lo que duerme en la memoria del amante, también
descuella desde la plenitud de lo trascendente gracias a Eros (Fedro, 250a y ss.) Lo íntimo se abre a
lo universal, ambos se implican y se mantienen en profunda conexión, cerrando, también, algún
presunto chorismos insalvable (Gadamer, 1997: 575). El Sócrates del Menón afirma que toda la
naturaleza está emparentada consigo misma,
18
de manera que iniciar una búsqueda con paciencia
y valentía, permitiría conocer todas las cosas, la virtud o las verdades geométricas (Menón, 81d;
82b-86a). Con el amor ocurre, en un sentido, podríamos decir, lo que en el diálogo de Sócrates con
el esclavo, pues en la intimidad de su recuerdo duerme una verdad universal de la geometría. Y en
la intimidad del amante (y del amado), también duerme una verdad universal, la belleza (Fedro,
251d). En otros sentidos, sin embargo, los efectos del amor sobrepasan o simplemente son distintos
de esos procesos de diálogo. El elemento repentino del Fedro, por ejemplo, de reconocimiento in-
mediato del amante cuando ve al amado, que desencadena su entusiasmo y su transformación, es
otro tipo de experiencia (250a). Hay una suerte de despertar del olvido interior ocasionado por la
caída del alma a la vida mortal (248c), que retoma con cierta violencia el recuerdo de lo visto antes
de la venida a este mundo. Pero suceda de una u otra forma, lo universal, sea la belleza o la figura
geométrica, mora en los fondos de la memoria, en el alma de cada uno, sin rupturas, sin hiatos que
amenacen la cohesión erótica de las cosas (Luri, 1998: 47). El tono de intimidad que tiene el en-
cuentro del amante con lo universal -la belleza que ahora porta el amado- es tan hermoso y revela-
dor en este sentido, que bien vale recordar el pasaje:
Y es que, habiéndolo visto, le toma, después del escalofrío, como un trastorno que le provoca
sudores y un inusitado ardor. Recibiendo, pues, este chorreo de belleza por los ojos, se calienta
con un calor que empapa, por así decirlo, la naturaleza del ala, [del alma, perdida en la caída],
y, al caldearse, se ablandan las semillas de la germinación que, cerradas por la aridez, les im-
pedía florecer; y, además, si el alimento afluye, se esponja el tallo del ala y echa a nacer desde
la raíz, por dentro de la sustancia misma del alma, que antes, por cierto, estuvo toda alada
(Fedro, 251a-b).
Son conocidas las imágenes del alma alada, con plumas, que, tras su descenso a la tierra, las pierde
de olvido. Ver al amado, esto es, ver la belleza en el cuerpo del amado, es lo que despierta con tanta
exaltación en el amante el recuerdo que dormía dentro de sí, y que se reconoce, se refleja en la
belleza que porta el amado. Es la misma belleza, es la intimidad del amante, la profundidad de su
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tes physeos hapases syggenous.“La naturaleza entera es homogénea”, traduce Antonio Ruiz (1986: 23). Menón, 81d.
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memoria vista en el amado, sentida de reconocimiento y trascendencia. Si es Platón el que nos ha-
bla, nos referimos a un ámbito eterno que hace cognoscible las cosas del mundo, y que nos permite
pensar o recordar (Fedón, 65c; 74d; 75a). Pero la belleza tiene, es sabido, un tono metafísico dis-
tinto, por así decirlo, que se ampara en dos razones muy valiosas en sí mismas: es la única Idea “que
se deja ver”, que “brilla” en la sensibilidad que embellece; y constituye la frontera, el umbral, el
lugar de encuentro entre el mundo del devenir y la realidad eterna (Fedro, 250d; Gadamer, 1997:
575 y ss.; Rosen,1999: 270-272). La belleza es, así, lo que alivia las diferencias, el lugar donde lo
sensible encuentra cobijo de la eternidad. Es la estructura del ser (Gadamer, 1997: 575), la verdad
en comunión consigo misma cuando cierra los abismos; pero que, al mismo tiempo, despierta el
amor apasionado del amante, provoca sus ardores, escalofríos y locura.
La experiencia apasionada se rebasa al punto extático de saber de esos bordes de la existencia. Re-
cibe los ríos de esa misma belleza desde el amado (Fedro, 251c-d; Calame, 2002: 196), y sus secretos
de alma humedecida y tallo erguido recobran la vida. Estamos ante un filósofo maniates, que des-
cubre, des-oculta de sí la verdad e invita al amado a que también la recuerde. Ellos son, es sabido,
amantes espejo (Rojas-Parma, 2017: 46; Vernant, 2002: 11). Por tanto, el saber de la belleza, con
toda su pureza de trascendencia, solo se revela, se hace visible, cuando el filósofo se reconoce un
amante, cuando la manía erótica lo invade y le otorga el don de ver, de reconocer en el amado el
brillo de lo verdadero. “Gracias a lo bello se consigue con el tiempo de nuevo el recuerdo del mundo
verdadero. Este es el camino de la filosofía” (Gadamer, 1991: 52). Saber de uno mismo es también
saber del todo de la existencia. Y la belleza es, gracias al amor, lo que hace posible este entrelaza-
miento profundo entre el alma del enamorado y el alma del mundo. Asimismo, el amante filósofo
también padece, como era de esperarse, del amargo dulzor de lo erótico en la ausencia del amado;
sabe de la ansiedad de la espera y del placer de volver a su lado. “Por esta mezcla de sentimientos
encontrados se aflige ante lo absurdo de lo que le pasa, y no sabiendo por donde ir, se enfurece, y,
así, enfurecida, no puede dormir de noche ni parar de día y corre deseosa a donde piensa que va a
ver al que lleva consigo la belleza” (Fedro, 251d-252a). La episteme suprema, el umbral de lo visible
y lo eterno, se descubre, se reconoce, en medio de estas alteraciones del alma. Un torrente de éxtasis
y dolor, confusión y trabajo interior debe sufrir el amante que tiene la fortuna de reencontrar la
belleza. Esta conjunción de episteme, con locura, descubrimiento, trastornos y conocimiento de
es, precisamente, el complejo corazón de lo que significa un saber filosófico que se plantea desde
el amor apasionado. Se revelan, entonces, otros horizontes del saber, donde lo racional no es la
única luz del camino, la emoción exaltada no distorsiona sino que permite el reconocimiento de
algo no visto hasta ahora, y donde se nos complica distinguir, clarificar, definir como contrarios
irreconciliables experiencias como lejano y cercano, universal e íntimo, cordura o demencia, re-
cuerdo y visión, e, incluso, alma y cuerpo. De allí la advertencia de Dodds: esta perspectiva pondría
en peligro la independencia del intelecto con relación al cuerpo y, en general, al predominio de la
razón.
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Sin embargo, el amor en su nculo con el conocimiento exige procesos del alma que implican la
valentía y la paciencia del que quiere saber. Es decir, no es cualquier experiencia exaltada lo que
cuenta aquí como amor. Ser amantes implica un duro trabajo que va afinando nuestra disposición
para el amor y la belleza. Lo vemos en el iniciado de Diotima, cuando atraviesa ese camino erótico
tan exigente; también en el amante del Fedro, que debe equilibrar sus fuerzas interiores -sus “caba-
llos”- (Fedro, 253d y ss.) para poder aproximarse al amado e iniciar el cortejo. Si somos rigurosos,
tenemos que reconocer que no todos podemos ser amantes; y que no todo es amor. El amor de la
filosofía no es, pues, una vida privada, un asunto subjetivo, un hacer a mi manera, irreflexivo, re-
petitivo e inconsciente.
19
Es una búsqueda y un descubrimiento, un trabajo de uno mismo, que
enlaza los hallazgos del alma y las verdades de la existencia. Las verdades de las que debe ocuparse
el filósofo. De manera que el amor que pacta con la filosofía no es una entrega ciega en la que una
vez atravesadas ciertas fronteras -y esto no es sorpresa para nadie-, suelen convocarse nuestras peo-
res sombras. Y sin ninguna conciencia de nosotros mismos, sin ningún cuidado del alma, en la ma-
yor ausencia de la propia oscuridad, creemos que amamos. El trabajo del amante no se posterga; a
la belleza se llega cuando el alma se ha trabajado y sabe de sí. Tal vez porque hemos olvidado el
trabajo filosófico del amor, asumimos que todo puede ser amor y que lo podemos vivir sin exigirnos
el examen constante del alma. Que eso no es filosofía y que la filosofía tampoco es la vida. Acaso
Platón nos invite a mirar nuestro propio microcosmos, y a preguntarnos si nuestro despliegue amo-
roso guarda algún respeto con el vínculo filosófico. Se trate de los difíciles diálogos con Sócrates, de
los encandilamientos de la salida de la caverna, de los peldaños del camino de Diotima o de las
palizas que recibe el caballo negro del alma, cuando no obedece ni a su compañero blanco ni al
cochero, los procesos del conocimiento también son una transformación vital, de investigaciones
detenidas, de contenciones que no eximen ni al amante apasionado.
Eros diluye (burla) fronteras, costumbres, estancamientos, distancias… hace del hallazgo de lo pro-
fundo, lo trascendente; colma espacios de quiebre, pues hace del kosmos un todo continuo que, en
su vitalidad, siempre se renueva. Nunca nada es lo mismo (Banquete, 207d y ss.). Su relación con
el conocimiento suele despertarnos emociones encontradas, pues no siempre estamos dispuestos a
mirar hacia nuestros fondos, a involucrarnos en las búsquedas filosóficas (siempre a despecho de
Sócrates), ni a conceder que la razón pueda estar emparentada con la locura y tenga algo valioso
filosóficamente que decirnos. Menos aún cuando hay un elemento “extraño”, un algo incontrola-
ble, que, en tanto tal, nos hace vulnerables y ausentes del control. Platón tiene la gracia de permi-
tirnos pensar el amor, pensarnos, desde la mania como una fuente de dones de fuerzas superiores,
como un estadio maravilloso de la vida, en que recordamos, nos encontramos, amamos al amado,
amamos al dios, amamos al cuerpo y también lo trascedente. Y ni siquiera nos queda muy claro el
abismo entre el trillado mundo visible e inteligible. Tenía razón Voltaire cuando nos remitía a Pla-
tón, en caso de querer saber algo sobre el amor (1995:128). La belleza y el amor filtran divisiones o
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Ese podría ser el amor que Platón explora a través de Aristófanes, en el Banquete. Véase Rojas-Parma, 2017b.
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clausuras, se abren al horizonte emocionado del hallazgo, sea desde la mirada platónica u otra que
haya dado sentido a nuestro mundo. Por ello es tan valioso, pienso, ese pasaje del Fedro que ya he
referido, pero que ahora cito textualmente, en el que el amante, una vez deslumbrado por la belleza
del amado:
-a nadie coloca por encima del muchacho-, olvidándose de madre, hermanos y amigos
todos, sin importarle un bledo que, por sus descuidos, se disipen sus bienes y desde-
ñando todos aquellos convencionalismos y fingimientos con los que antes se adornaba,
presto a hacerse esclavo y a poner su lecho donde le permita estar lo más cerca del
deseado (252a).
Aunque no hayamos sido el sofisticado amante platónico, todos hemos vivido -o sentido, al menos-
ese ímpetu extranjero pero íntimo, inexplicable, más fuerte que nosotros, de desairar todo lo que
ha sido nuestra vida para llevar nuestro lecho donde sea que se nos permita. En esa convención que
abandona el amor, hay una suerte de disimulo inconsciente solo descubierto cuando llega el torbe-
llino erótico. Que todas estas experiencias sean bienvenidas en el alma del filósofo, en su búsqueda
y su hallazgo, que descubran una episteme y una manera de vivir, nos abre espacios para repensar
el conocimiento, el kosmos, su cohesión vital y amorosa, junto a la verdad que se descubre en los
fondos del alma de los filósofos, adornando los cielos y los templos de los dioses. Es una episteme y
una razón apasionadas. Eros es el heraldo de los dioses, y también el nuestro. Por tanto, el saber no
es solo razón, la locura no es solo el vagabundeo doloroso del extraviado, y el apasionamiento no es
la distorsión de la razón. Desde la filosofía platónica, al menos, el amor y la filosofía no duermen en
cuartos separados.
δ. Finalmente
El amor apasionado es una suerte de (re)inicio. Ese “segundo nacimiento”. Provoca un apartarse
de lo que se ha sido, y acaso nos permite pensar, mejor que otra experiencia, en la disolución de
aquello que creíamos que nos daba identidad. Esos convencionalismos-fingimientos de los que ha-
bla Platón son como capas que recubren un algo auténtico oculto de costumbres.
En unos versos del precioso poema de Rumi sobre “Imra’u ‘l-Qays”, rey de los árabes, nos cuenta
el poeta que al bello rey:
un suceso le cambió la vida completamente. Abandonó su reino y a su familia. Se vis-
tió de derviche y empezó a errar de un paraje a otro, de un clima a otro. El amor disol-
vió su yo de rey. Y le condujo hasta Tabuk, donde trabajó cierto tiempo fabricando
ladrillos.
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El rey de Tabuk se enteró de la visita de Imra’u ‘l-Qays, y fue a hablar con él de teología y filosofía,
dice Rumi. Pero Imra’u ‘l-Qays se mantenía sin decir una palabra. Podemos imaginar que se trataba
de teorías vacías de emoción y vitalidad. Y que por eso Imra’u ‘l-Qays permanecía en silencio. Pero
el amor y la seducción tienen sus propios tiempos:
De repente, se inclinó y susurró algo
Al oído del otro rey y, en aquel instante,
Ese otro rey también se convirtió en errante.
Cogidos de la mano, salieron de la ciudad,
Sin cintos reales ni tronos.
Eso es lo que hace el amor y lo que sigue haciendo.
Fueron errando por toda China como pájaros
Que picotean trocitos de granos. Apenas hablaban
A causa de la peligrosa seriedad
Del secreto que compartían (Rumi, 2002: 122).
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Ese “yo” que ya no encontramos en la filosofía -ni en nosotros, si hemos sido amantes- lo ha disuelto
el amor. Y en el secreto que comparten los amantes, corre la vida errante, “como pájaros”, dice el
poeta, cuando lo han dejado todo por amor. Ese secreto es lo que descubre el filósofo amante. El
que tiembla ante la belleza que recuerda y el amado que la porta.
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