Protrepsis, Año 11, Número 22 (mayo - octubre 2022). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 11, Número 22 (mayo - octubre 2022) 329 - 337
Recibido: 04/03/2022
Aceptado: 01/05/2022
Ensayo: De la producción a la seducción o de la naturaleza
a la cultura
Sergio Espinosa Proa 1
1 Universidad Autónoma de Zacatecas
Zacatecas, Zacatecas, México
E-mail: sproa52@hotmail.com
Resumen: Este artículo distingue entre la sexualidad como comportamiento biológico y el erotismo
como conducta propiamente humana, si bien no postula superioridad alguna de ésta sobre la natu-
raleza. La primera parte utiliza elementos del Coloquio sobre Filosofía y Sexualidad celebrado en
Madrid a principios de los 90', y las restantes se ocupa de la posición de Jean Baudrillard en De la
séduction, un ensayo en el que es notoria la influencia de Georges Bataille sobre él. La conclusión
es que no debe perderse de vista el carácter improductivo de la sexualidad humana a fin de enten-
der su nexo con la desviación de la regla.
Palabras clave: Filosofía, sexualidad, seducción, producción, Baudrillard.
Abstract: This article distinguishes between sexuality as biological behavior and eroticism as a
properly human behavior, although it does not postulate any superiority of the latter over nature.
The first part uses elements from the Colloquium on Philosophy and Sexuality held in Madrid in
the early 90’s, and the rest deals with the position of Jean Baudrillard in De la séduction, an essay
in which the influence of Georges Bataille on him is notorious. The conclusion is that the unpro-
ductive nature of human sexuality must not be overlooked in order to understand its connection
with the deviation from the rule.
Keywords: Philosophy, sexuality, seduction, production, Baudrillard.
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I
La sexualidad es quizá lo más extraño, extremo y estrafalario del ser humano; también lo más na-
tural, aburrido y sencillo de su comportamiento. Es normal, porque todo parece anudarse allí: lo
más íntimo y lo más común, lo más universal y lo más concreto e irrepetible. Es asqueroso y glorioso,
sublime y ridículo, lo más sucio y a la vez lo más elevado que experimentarse pueda. Nos resulta
muy interesante pero sabemos que los discursos sabios se le resbalan. Nos tienta al mismo tiempo
la exaltación y la indiferencia. Lo más sagrado y lo más vulgar, lo más serio y jocoso que existe. Es
las dos cosas, pero con una intensidad pareja. ¿A qué atribuir semejante dualidad? Es lo más clara-
mente privado, más que la mera defecación o la comezón en el culo, que sin embargo se vuelve un
asunto de interés público. ¿Qué hay en la sexualidad humana que nos pierde y nos embriaga, nos
sana y nos trasciende? De no plantear estas preguntas, más las que se vayan acumulando, no hay
esperanza de saber a dónde estamos apuntando. Existe al respecto una especie de idea fija: el
cuerpo es aquello que verdaderamente conoce pero que, curiosamente, se sustrae a un verdadero
conocimiento. Agustín García Calvo, en una conferencia de frescura excepcional, afirmó que el
solo hecho de llamarle con un nombre (peor si se busca la asepsia clínica) hacía de esta experiencia
algo tranquilizante y archiconocido: incluso cuando se ve en él un síntoma o una función biológica.
En una secuencia de la serie House of Cards (2014), el protagonista lo dice sin rodeos; "el sexo no
tiene nada que ver con el sexo". (Claro, esto lo afirma tras tener repetidamente esa experiencia con
una mujer joven y atractiva). En breve: el sexo barre con todo el discurso, y precisamente por ello
es tan importante alfilerearlo con miles de palabras. Así se cree que respira, que vuelve a la vida.
De lo que se trata entonces, una cosa bíblica, es de darle al yo lo que en esta experiencia pertenece
al yo. ¿Y lo demás? ¿Y todo lo demás? Bueno, lo demás es lo único importante. Todo lo que sucede
a espaldas del yo, sin su concurso, es justo lo que se pone en juego en la sexualidad. Es el verdadero,
el único sentido de la palabra "interesante". Es interesante lo que el discurso no alcanza a embadur-
nar con su a veces muy sutil melaza. El sexo tiene que ver con ese límite del lenguaje. En tal sentido,
tiene que ver con lo innominado, con lo sagrado. García Calvo lo señala sin subterfugios: con lo
desconocido (sin mayúsculas). El sexo es importante, y en parte se explica su natural esquizofrenia,
por esta referencia a una anterioridad o exterioridad de lo que es susceptible de palabra. Todas
ellas, las palabras, se exhiben en su carácter de patrañas. Su función no es decir lo que es, sino
sofocarlo, volverlo inocuo. Domesticarlo, disimularlo. Que hay una especie de grado cero del len-
guaje es a lo que parece que quisiera referirse el filósofo. Referirse -e inmediatamente pasar a otra
cosa. Con lo desconocido no hay relación que valga. Le podemos llamar como sea: sagrado, innom-
brable, demoníaco, amor-de-verdad, sublime ilusión... Da igual. Es preciso moverse de ahí, no ob-
turar permanentemente su accionar. No es una palabra, pero le da su lugar a cualquiera de ellas.
Sólo que, si les da lugar, es en la conciencia de su propio límite, de su no poder o no saber o, de
plano, de su no querer decir. ¿Una palabra que no sea a su turno un límite? Porque hay una oposi-
ción neta entre un deseo sin límites -el deseo desconoce el límite- y una exigencia de moderación.
"En todo caso, deseo que quede bien claro esto: es el hecho mismo de que el placer sea ilimitado en
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principio, sin fin, lo que lo excluye de una imaginería consciente, lo cual implicaría ideas, y, por
tanto, limitaciones" (García Calvo, 1988: 45). Que la mujer goce sin fin es algo terrible para un
varón; por eso, según García Calvo, existe la dominación del macho: por miedo a ser hecho a un
lado. El filólogo defiende su tesis: eso de "hacer el amor" se halla lejos de ser un eufemismo inocente:
significa -como yo mismo escuché decir presuntuosamente a un macehual- que la experiencia se-
xual se ha convertido en un "trabajo". A una belleza de mujer brasileña le hizo el interfecto, según
declaró, "un muy buen trabajito". Obviamente, eso se lo dijo a un amigo para que todos los circun-
dantes nos enteráramos. Vulgaridades aparte, lo que discute García Calvo es sumamente serio: en
el sexo se pone en juego lo más profundo y verdadero de un ser humano, por eso tenemos que
reírnos. Yo mismo lo he destacado en innumerables ocasiones: tener un orgasmo es análogo a mo-
rirse y a pensar. No es "yo" el sujeto agente; hay orgasmo, muerte y pensamiento cuando "yo" se
quita de en medio. "Pienso, luego existo", ego cogito, ego sum, es tan abusivo y mentiroso como decir
"yo soñé", "yo morí", "yo tuve un orgasmo"... Las cosas, o los acontecimientos más importantes de la
vida nunca las hace "yo" o, peor, su correspondiente "nosotros". De ahí que todo, en relación al sexo,
se halle invertido: es el varón quien tiene envidia de un cuerpo intensamente sexualizado como el
que tienen las mujeres. El placer no conoce límites, decía antes, y no los conoce porque su deseo es
perderse, desligarse, liberarse: pero gracias al cuerpo, no contra él. El idealismo es un invento de
machos, que quisieran gozar sin cuerpo, sin rozaduras, sin sudores ni calambres ni espasmos. El
sexo sin fin, en todos los sentidos de la palabra, es el de las mujeres, y a eso le temen como al diablo,
nunca mejor dicho, la mayoría de los hombres. Sexo sin fin... Aunque lo cierto es que también le
teme la gran mayoría de las mujeres. Y esto es así porque se han "apropiado" de su sexo, se ha con-
vertido en el falo lacaniano, en una posesión, en una pertenencia, en un efecto personal. Sea como
sea, el sexo, despojado de su función, es una amenaza de plenitud para el sistema, para cualquier
sistema que, precisamente, le tenga terror al infinito. A lo sin nombre. Que puede haber un sistema
sin ese miedo, la naturaleza entera lo prueba. Sin miedo, pues.
II
El seminario del que forma parte la charla de Agustín García Calvo, celebrado en Santander en
agosto de 1986, incluye otras conferencias, más o menos amenas y más o menos especializadas.
Hay tres que no dicen gran cosa: la de Fernando Savater, totalmente schopenhaueriana, la de Héc-
tor Subirats, totalmente prescindible, y la de Julia Varela, totalmente foucaultiana. Esta última es,
con todo, relativamente útil porque, en conformidad con el francés, describe la formación histórica
de un dispositivo de sexualidad que no sólo dice mo y para qué gozar, sino que involucra un
elaborado discurso de conversión del sexo en objeto de un saber para toda una panoplia de ciencias
y técnicas. Ya se sabe: desde Foucault la idea de represión sexual pasa a mejor vida. Hay otras
formas de esclavización que son menos condenables... Y más eficaces. Mérito de Foucault es haber
mostrado que la ciencia y sus métodos, la técnica y sus mecanismos, forman sistema con una estra-
tegia de normalización general (subjetivación o domesticación) propia de la modernidad. En suma:
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si el silencio no funciona más, hablen ustedes hasta por los codos, hagan de su sucio secretito un
patrimonio cultural. Los os ochenta del siglo XX van a caracterizarse por una serie de aspectos
que Fernando Álvarez-Uría resume en pocas líneas: la crítica de la razón ha tocado fibras delicadas
de los límites del conocimiento, de los criterios de verdad, de las relaciones entre la conciencia y la
existencia:
En la posmodernidad el espacio y el tiempo se han visto dislocados, las intensidades
nómadas y la economía libidinal prevalecen sobre la disciplina y la moralidad, las sec-
tas y el irracionalismo se oponen a una racionalidad secularizada y el fin de la historia
sustituye a la fe en el progreso (Álvarez-Uría,1988: 93)
Esto implica inversiones notables: del individuo sobre la sociedad, del sentimiento sobre el enten-
dimiento, de la superficie sobre la profundidad, de la copia sobre el original y de lo que el autor
denomina escepticismo apasionado sobre el racionalismo vigilante. Inversiones no gratuitas que
parecen tener su justificación en una concepción tal vez demasiado estrecha (menos que en un
abandono) de las tareas y promesas del mundo moderno. No son, creo yo, manifestaciones de la
transvaloración que propugnaba Nietzsche; la verdad, estaban muy mezcladas con la moda. El mo-
vimiento en general puede calificarse de anti-cartesiano: es que, en él, en Descartes, la sabiduría se
convierte (otra vez) en un patrimonio de los creyentes. El racionalista es en realidad un "martillo
de ateístas" aunque su Discurso del método sea prohibido, trece os después de muerto el autor,
por la Iglesia. Si no tiene la culpa, influyó enormemente en las generaciones posteriores con sus
escritos. No es un tipo muy agradable que digamos. Pero para algunos su relevancia apenas podría
exagerarse. Un racionalista católico... A muchos les parece enigmático. El hecho es que a partir de
Descartes el racionalismo occidental traza un camino que lo aleja cada vez más de cierto animismo
heredado del Renacimiento. Lo aleja también del satanismo y la brujería, de connotaciones cada
vez más evidentemente sexuales. En realidad, la tesis es que el cartesianismo es la porción filosófi-
camente emergida de una cruzada contra el cuerpo y los derechos de la carne. Una "ingente obra"
que acometió Descartes con acuciosa probidad:
El demonio, emperador del sexo, será derrotado por un Dios omnipotente y bondadoso que
ha hablado por boca de un frágil filósofo; la luz prevalecesobre las tinieblas, el bien sobre
el mal, la verdad sobre el error, el espíritu sobre el cuerpo (Álvarez-Uría, 1988: 118).
El resultado de este triunfo es la posibilidad de apropiarse sin obstáculos de la naturaleza, de des-
divinizarla, de hacerla trabajar. Seguramente no es necesario hacer tanta historia. La idea de Álva-
rez-Uría parece ser que, para mediados de la década de los ochenta del siglo XX, este racionalismo
teñido de fanatismo ya remitió considerablemente, pero que es responsable del clima escéptico y a
su modo, romántico de la posmodernidad. En él, no es cosa de apostar por la sinrazón o por el re-
torno a las cavernas, sino por un racionalismo no autoritario. Nada más. En ese contexto parece
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moverse la Europa post-foucaultiana (quien, como se sabe, murió de SIDA en 1984, antes de cum-
plir los cincuenta y ocho años). Tres décadas después, ambos franceses, junto con una nueva oleada
de histeria biopolítica, están bien instalados. Descartes y el catolicismo en absoluto han remitido;
se ven muy rozagantes. No hay cacería de brujas ni persecución política que a esta religión parezca
hacerle mella. Incluso la versión católica del psicoanálisis, la de Jacques Lacan, ha tendido entre-
tanto a entronizarse. Yo mismo asistí, en 2007, en Xalapa, a un masivo y financieramente respetable
intento por absorber a Nietzsche dentro de un bastante repulsivo perol de humanismo cristiano,
del que no estuvo ausente, claro, cierto ingrediente New Age. En general, tal gesto me parece obs-
ceno. En ese evento, quizá sólo Tomás Pollán se mantuvo a la altura. Y eso que estaba muy apurado
porque una guapa edecán le preguntó a bocajarro, frente a las cámaras de TV, si Nietzsche se podía
considerar un autor de libros de autoayuda. Pero me estoy desviando del tema; es necesario decir
algo "filosófico" de la sociedad pornográfica contemporánea. Los filósofos son muy pacatos, muy
apretados en estos menesteres. Sus discursos semejan ostras. Todo lo subliman. No obstante, no
pueden disimularlo: en el sexo les va, literalmente, la vida. Como a cualquiera, filósofo o no. Uno
pensaría que después de la muerte de Dios se estaría a salvo; no, la moral le ha sobrevivido. Los
médicos han ocupado su lugar. En vez de la teología y sus monstruos, la ciencia y sus patologías.
Pero no ya con el mismo método: del ascetismo se ha transitado a la expansión, del secreto al exhi-
bicionismo. La libido no es mala: ¡es la energía vital que si se sofoca amenaza salir por otro lado!
Del mismo modo que el New Deal de Roosevelt capturó las fuerzas disruptivas de la clase obrera,
la medicina moderna, y con ella prácticamente toda la cultura, ha hecho de la sexualidad un ele-
mento necesario, indispensable para su funcionamiento y para su moral. Nada de autoritarismo:
goce usted, ahora. "Pero no hay que confundir esta generosidad con una liberación" (Bruckner y
Finkielkraut, 1979: 336). Ocurre con el sexo lo mismo que con la ciencia y con la técnica: se con-
vierte en ideología. Se convierte, digámoslo bien, en terrorismo, en sexo-terrorismo. El otro extremo
del puritanismo no ha liberado ni emancipado a nadie. Es, a fin de cuentas, el resultado de haber
hecho del orgasmo un derecho. Un "satisfactor". Así cómo.
III
En 1979 apareció en París De la séduction de Jean Baudrillard, seguida por su traducción al caste-
llano, por la editorial Cátedra, pocos años después. Desde su prefacio se adelanta una tesis: a pesar
de todo, a pesar, justamente, de las apariencias, el presente no es un tiempo propicio para ellas. Lo
que desde hace mucho domina ampliamente es la producción. La era de la burguesía está ocupada
en extraer de la naturaleza todos sus recursos y energías, y la seducción no tiene nada que ver con
tal obsesión. Pertenece al orden del signo y del rito, no al de la producción y acumulación de ener-
gía. Esta pertenencia al orden de lo artificial beneficia a la lógica de la seducción, que "vela siempre
por destruir el orden de Dios" (Baudrillard, 1984: 10). Se halla, como lo femenino, del lado del mal.
Es, dice Baudrillard, fiel en esta intuición a Georges Bataille, el reverso del sentido y del poder. No
sólo son malos tiempos, sino que su realidad está hoy como nunca amenazada: todo, hasta aquello
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que en principio la contradice, como la mujer, se pone al servicio de la producción. En esta atmós-
fera, la seducción desaparece... o se blanquea, dispersa y ablanda. Pero persiste una maldad en ella:
su destrucción no equivale a su fin. Incluso esta destrucción en el fondo le hace bien. La seducción
es demoníaca porque es la del mundo, es decir, la de todo aquello que se opone al orden y al sentido,
o se desentiende de ellos, asegurados por Dios. Es a este orden al que en nuestra época (burguesa)
entran, bajo las formas de la liberación o de la emancipación, el sexo y el deseo. No hay que con-
fundirse. La relación entre el sentido y su exceso no es dialectizable. La dialéctica no puede absor-
ber la indeterminación: ella es hetero-lógica. ¿Es otra gica o lo otro de la lógica? Antes de decidirlo,
Baudrillard hace ver que la "liberación" del sexo y del deseo implica, antes de su captura, un paso a
lo hiper-real, una "flotación" de la ley de la realidad que domina a todos los dispositivos de la pro-
ducción. Este paso es una auténtica catástrofe, no una "crisis" dialéctica: el goce (femenino) perte-
nece a lo hiper-real en este sentido específico. La femineidad es interesante por ello, por su disrup-
ción del orden de la producción, por su vocación ateológica: por su (inconsciente, involuntario)
desafío a la ley. Y el sexo es una ley. Freud lo recalcó: el sexo está centrado en el falo, la castración,
el nombre del padre, la represión. Es su "estructura", y hacer pasar lo femenino allí significa exac-
tamente desnaturalizarlo, capturarlo. Sin embargo, dice Baudrillard, "lo femenino seduce porque
nunca está donde se piensa" (1984: 14). Hay en todo esto, subrayemos, una crítica sutil y definitiva
al feminismo. El psicoanálisis no sabe cómo hacerla, porque su axiomática es sexual, es decir, mas-
culina. Lo femenino no tiene nada que ver con la producción, sino todo que ver con la seducción;
tal es la tesis, que obviamente escandalizará a las buenas conciencias, se pongan a la derecha o a la
izquierda. Porque el orden de la seducción es heterogéneo al de la producción. En consecuencia,
opera según otras exigencias y categorías. La tara del feminismo es quedar anclado en la lógica
masculina (sexual) al reivindicar una autonomía y una diferencia específica del goce femenino. No
es que no exista una especificidad: es que ella va a ser necesariamente sofocada si no se la saca de
donde el principio masculino la ha encerrado, allí de donde no por mero capricho la ha recluido.
En otras palabras, la seducción se mueve en el orden de lo simbólico, mientras que la producción
lo hace en el dominio de lo real. En la terminología de Bataille, si la seducción es una forma de la
soberanía, la producción es una modalidad de la dominación. En realidad, cada palabra es una con-
vención; lo importante es darle a Dios lo que es de Dios. Insistamos: la seducción es demoníaca, y
eso es lo bueno de ella. Lo es en cuanto no pertenece al orden autoritario y autocrático de la verdad
y del sentido. No hay verdad en el orden de la seducción, que es el reino multiforme y multicolor
de las apariencias. Es, en su literalidad, un juego de abalorios. El orden de la seducción se halla al
margen del platonismo, que es en el fondo una opción religiosa. Es decir: para el orden de la pro-
ducción, hay una "verdad" del cuerpo, en tanto que en el orden de la seducción el cuerpo está "apa-
sionadamente apartado de su verdad" (Baudrillard, 1984: 17). Es por ello que la seducción es ma-
léfica. Es más inteligente que el poder económico o político. El símbolo, en su reversibilidad, es más
inteligente que la realidad. La frase: "La mujer sólo es apariencia" debe leerse desde este ángulo, es
la fuerza, el secreto de lo femenino: “las mujeres en lugar de levantarse contra esta fórmula ‘inju-
riosa’ harían bien en dejarse seducir por esta verdad”, asegura Baudrillard, dejarse seducir por esta
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potencia de lo que aparece (1984:17). Porque la apariencia elimina la contraposición entre la su-
perficie y la profundidad. A lo masculino, que establece una tajante distinción entre lo cierto y lo
falso, lo femenino opone la indisolubilidad entre lo auténtico y lo artificial, que viene a ser también
la imposibilidad de distinguir el simulacro de aquello que simula. Es una lógica o, si nos ponemos
pesados, una metafísica de lo que aparece: en rigor, una fenomeno-logía. La distancia entre super-
ficie y profundidad se achica. Pero, ¿no es logos un elemento claramente masculino? El juego re-
versible de la seducción no juega con una apariencia que desdice una presunta profundidad, por-
que la superficie puede ser increíblemente densa (y la profundidad una cosa risible). Baudrillard
enfatiza la anulación del orden productivo mediante el orden seductivo: éste no "hace" nada más
que ponerle un hasta-aquí a aquél, pero nunca falla. En la perspectiva de Baudrillard, que es hasta
cierto punto la de Bataille, lo femenino se halla más allá del sexo, poniendo a temblar su orden: "Lo
femenino precisamente no como sexo, sino como forma transversal de todo sexo, y de todo poder,
como forma secreta y virulenta de insexualidad" (1984: 22). Todo está de cabeza, porque se puede
formular la hipótesis de que el sexo llamado "fuerte" es precisamente el más débil, el más necesitado
de alardes y ardides para que sea supuesto como el más fuerte de los dos. Es por ello irrisorio, por
no decir estúpido, tratar de "igualar" el poder del sexo femenino con el masculino, porque éste no
lo tiene sino residualmente. Lo masculino es un estado "excéntrico, paradójico, paranoico y can-
sado" (Baudrillard, 1984: 22) al que las mujeres, por pura inercia, o por sed de venganza, desean
acceder. Ridículo.
IV
Lo femenino, entonces, no es del orden de la producción, donde todo es o puede ser equivalente,
sino de la seducción, donde no hay equivalencias pero, o porque, hay reversibilidades. Se trata de
algo más que de una asimetría; la producción puede disolverse en la seducción, pero ésta no puede
hacerlo en aquélla. El orden de la producción tiene su goce y sus formas de normalización. El goce
ha llegado, en la lógica de la producción, a ser un derecho y una obligación. Hombres y mujeres se
hallan conminados a gozar. ¿También en un país como éste? No faltan los ingenuos, o los perversos
de clóset, que dicen con soltura: "Eso aquí no se aplica". ¿Aquí? ¿En las faldas del Popocatépetl, en
las riberas del lago de Catemaco, en Teotihuacán, en la frontera norte? ¿Dónde no se "aplica"? Esta
tesis es estructural, no histórica ni geográfica. Se aplica a hombres y mujeres en cualquier punto
del globo y en cualquier época, sea histórica o sea prehistórica. Existe una lógica de la producción,
masculina, dominante, y múltiples estrategias de seducción, femeninas, subordinadas, o, más bien,
satanizadas. Qué raro que quienes dicen que no se aplica son los mismos cuyo discurso consiste en
solidarizarse ruidosamente con las víctimas (en este caso las mujeres, pero podrían ser los indios o
los judíos) y volverse indispensables para su "liberación". Esto es obsceno y pornográfico en grado
eminente. La teología de la liberación es repugnante justamente por condescender con este vulgar
subterfugio. La seducción juega, la sexualidad funciona. Esa es la oposición verdadera, no la que
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nos venden los viejos discursos de la opresión y la liberación, o de la rivalidad del poder. La seduc-
ción es en esto similar a la locura. Es inasimilable. Se-ducir significa etimológicamente llevar aparte,
desviar, sacar del surco, delirar: volver locos a los amantes. La seducción es para Baudrillard un
poder de indeterminación erótica, menos de subversión que de reversión; se entiende: nada hay
sagrado, nada hay secreto, nada hay azaroso, nada hay invisible o a salvo para el orden de la pro-
ducción:
Producir es materializar por fuerza lo que es de otro orden, del orden del secreto y de la se-
ducción. Por todas partes y siempre la seducción es lo que se opone a la producción. La se-
ducción retira algo del orden de lo visible, la producción lo erige todo en evidencia, ya sea la
de un objeto, una cifra o un concepto (Baudrillard , 1984: 38).
Habrá que insistir: esta oposición no da pie a asimilación dialéctica alguna. Son dos lógicas que
nunca se tocan, y cuando lo hacen, por accidente, se produce un cortocircuito. Con todo, la pro-
ducción tiene su voracidad: convierte la fiesta en festival, la vida en lenguaje, el ocio en vacaciones
programadas, la música (el arte en general) en entretenimiento, la inteligencia en resolución de
problemas, la educación en técnica didáctica, la creatividad en empresa... Todo debe ser produc-
tivo. En realidad, todo deviene pornográfico. ¿En el sentido en que hay cada vez más descaro y
menos recato y pudor? No. Es algo a la vez más simple y más complicado. El porno es la verdad de
los simulacros. Hace creer que hay un sexo bueno, porque él es una caricatura y una especie de
ofensa. La verdad no está allí, pero existe, lógicamente, en alguna parte. Es igual a la reflexión que
el sociólogo hizo antes respecto de la economía política: que exista un "sexo bueno" al que es im-
prescindible liberar significa que existe una "sustancia buena del valor" que el capitalismo bloquea
y cuya remoción o reemplazo justifica. No hay que escandalizarse, en consecuencia, del auge de la
pornografía, porque es el extremo de un proceso que caracteriza, si no a la humanidad en su con-
junto, al menos a la civilización occidental: instrumentalizarlo todo. Absolutamente todo. Lo cual
es por lo demás una secularización del imperativo categórico del cristianismo: ya no es "tienes que
salvarte" pero "tienes que gozar", "tienes que comunicarte", "tienes que compartir", etcétera. No
podemos dejar de ver en esta postura una crítica acerada del capital. Me parece necesario recalcar
que Baudrillard es cualquier cosa menos un apologista del capitalismo. Su crítica al marxismo y al
psicoanálisis no consiste en acusarlos de subversivos, sino en no haberlo sido suficientemente. Am-
bos se volvieron cómplices, seguramente involuntarios o inconscientes, de aquello que decían com-
batir. La economía política se convierte en el "espejo" de la producción, allí donde el capital se ve
de cuerpo entero y puede descansar satisfecho; la sexualización del cuerpo de cada individuo es
paralela a su transformación económica en fuerza de trabajo. En ambas "críticas" el capital se fa-
brica para una imagen o metáfora energética de los seres. El marxismo ha soñado sólo con un
cambio en el modo de producción, cuando de lo que se trataba era de imaginar o poner en marcha
nuevos e insobornables modos de seducción. Pero no: el psicoanálisis contribuirá a reducir el ám-
bito de la seducción al del sexo, y éste al de un placer desprovisto de todo valor simbólico-ritual.
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Ideología burguesa, pues. ¿Sin resistencias? La seducción puede ser en el capital relegada a un pa-
pel subalterno, pero no puede simplemente desaparecer.
Naturalmente lo porno, naturalmente el trato sexual no ejercen ninguna seducción. Son ab-
yectos como la desnudez, abyectos como la verdad. Todo eso es la forma desencantada del
cuerpo, como el sexo es la forma abolida y desencantada de la seducción, como el valor de uso
es la forma desencantada de los objetos, como lo real en general es la forma desencantada del
mundo (Baudrillard, 1984: 46).
La seducción, ello no obstante, es inmortal: no hay desencanto total ni en el desengaño más agudo.
¿Por qué? ¿En qué confía Jean Baudrillard? La respuesta salta a la vista: en las mujeres. No es
gratuita su predilección por El imperio de los sentidos, una película japonesa de 1976 (estrenada
en México hasta 1985; ¿será que hasta entonces aplicaba?). Es la mujer la que acaba estrangulando
al supuesto detentador del falo, no éste a ella. Lo que quiere el principio masculino es sencillo: el
placer, ahora. Pero el principio femenino no busca eso, o si lo busca es por la tortuosa vía del desafío
y de la muerte. Antes que el sexo, antes que el placer, el principio femenino quiere el rito, la cere-
monia, el símbolo. Lo real es demasiado soso. ¿Quién se conforma con ello?
BIBLIOGRAFÍA
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