Protrepsis, Año 11, Número 22 (mayo - octubre 2022). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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El paladín de la tolerancia decide callarlo, presto y a como dé lugar. Y hasta con saña artística lo
hace y con toda la eficacia de la que es capaz, el gran intrigante y estilista. La historia de esa perse-
cución es larga y tenaz, y en el volumen colectivo La multiplicidad de Rousseau, coordinado por
Roberto Sánchez Benítez y por Víctor Manuel Hernández Márquez, en mi trabajo “Voltaire, Rous-
seau y el alma de Descartes”, y más concretamente en el apartado “El harto tolerante compañero
de armas del ilustrado y calvinista Jean-Jacques Rousseau”, ya me he ocupado de ella con cierto
detalle. Detengámonos aquí, entonces, tan solo en las dos piezas clave —que a su vez son pruebas
contundentes (aceptadas por los especialistas en Voltaire, y por sus principales editores)— de este
caso.
Tras la condena del Emilio, en 1762, por el (jansenista) Parlamento de París, y tras la orden de
captura que hay contra su autor, que ni siquiera puede refugiarse en su natal Ginebra donde para
sorpresa suya le espera ya eso mismo, Voltaire fabrica en 1763, retomando lo que al respecto le es
útil de la Profesión de fe del vicario saboyano, un falso texto de Rousseau claramente anticristiano
al que titula Catecismo del hombre honesto, firmándolo con las iniciales de J. J. R., para mayores
señas C. G o ciudadano de Ginebra (Voltaire, 1961: 651 y siguientes).
Al año siguiente, en reacción a las Cartas escritas desde la montaña, Voltaire ataca a la yugular con
unos Sentimientos de los ciudadanos, por supuesto anónimos también. Fingiendo ser un indignado
calvinista de Ginebra, el anticristiano autor del Tratado sobre la tolerancia y el tan alabado defensor
de Calas, ataca, agazapado y sin la menor muestra de consideración o de piedad, al pobre escritor
perseguido del que entre otras lindezas pone estas:
Nosotros confesamos con dolor y con rubor que es un hombre que lleva aún las marcas funes-
tas de sus vicios, y que, disfrazado de saltimbanqui, lleva con él de pueblo en pueblo, y de
montaña en montaña, a la desgraciada cuya madre hizo morir, y cuyos hijos ha expuesto a la
puerta de un hospital rechazando los cuidados que una persona caritativa quería tener con
ellos, y abjurando todos los sentimientos de la naturaleza al igual que despoja a los del honor
y a los de la religión. ¡Es ese entonces —remata (y aquí están en la mira El contrato social, y el
Emilio)— el que osa dar consejos a nuestros conciudadanos (pronto veremos qué consejos)!
¡Es ese entonces el que habla de deberes a la sociedad! (Voltaire, 1961: 717)
Y no contento con el linchamiento moral, ya de por sí grave, el que presuntamente estaría dispuesto
a morir para que quienes no pensaran como él pudiesen expresarse libremente, pide, desde el ano-
nimato, para su desgraciado y ya fuertemente perseguido rival, nada menos que la pena de muerte:
“Pero hay que enseñarle —insinúa— que si se castiga ligeramente a un novelista impío, se castiga
capitalmente a un vil sedicioso” (Voltaire, 1961: 718).