Protrepsis, Año 11, Número 22 (mayo - octubre 2022). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 11, Número 22 (mayo - octubre 2022) 305 - 317
Recibido: 03/03/2022
Revisado: 28/04/2022
Aceptado: 25/05/2022
Rousseau, el perseguido persecutor de los jesuitas
Juan Carlos Moreno Romo 1
1Universidad Aunoma de Querétaro
Querétaro, México
E-mail: juan.carlos.moreno@uaq.mx
https://orcid.org/0000-0002-7468-0710
Resumen: ¿Qué es lo que nos revela, sobre Rousseau y sobre la Ilustración en general, una lectura
girardeana de sus textos autobiográficos? Quizás que, en el corazón mismo de ese movimiento que
supuestamente inaugura la Edad de la Razón, lo que en el fondo se juega es una crisis mimética no
muy distinta de las que caracterizan a las primitivas religiones sacrificiales.
Tras una breve introducción en la que enlistamos las tensiones que caracterizan a Rousseau, y tras
una muy breve exposición de la teoría girardiana de la crisis mimética, y de la trampa de la cruz,
mostraremos cómo el expediente rosseauniano cumple cabalmente con todos los requisitos para
que se lo considere una crisis mimética en la que, dado el todos contra uno, se procede a la expulsión
del chivo expiatorio.
Mostraremos, además, que en esa crisis Rousseau juega el doble rol de perseguido secundario, y de
persecutor, a su vez, como el resto de los ilustrados, de la Compañía de Jesús.
Palabras clave: Filosofía, cristianismo, Ilustración, crisis mimética, trampa de la cruz.
Abstract: What does a girardean reading of his autobiographical texts reveal about Rousseau and
about the Enlightenment in general? Perhaps that, at the very heart of this movement that suppo-
sedly inaugurates the Age of Reason, what is basically at stake is a mimetic crisis, not very different
from those that characterize the primitive sacrificial religions.
After a brief introduction in which we list the tensions that characterize Rousseau, and after a very
brief exposition of the girardian theory of the mimetic crisis, and of the trap of the cross, we will
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show how the rousseauian expedient fully meets all the requirements for that it be considered a
mimetic crisis in which, given the all against one, the scapegoat is expelled.
We will also show that in this crisis Rousseau plays the double role of secondary persecuted, and
persecutor, in turn, like the rest of the enlightened, of the Society of Jesus.
Keywords: Philosophy, Christianity, Enlightenment, mimetic crisis, trap of the cross
Introducción
Calvinista, católico, y el segundo más célebre o el más célebre de los philosophes, Rousseau resulta
demasiado incómodo para los de su partido, todos ellos decididamente anticristianos. El ginebrino
es un ilustrado muy singular. Como todos los de su generación es un gran admirador de Voltaire, y
se puede decir asimismo que es un discípulo suyo. A diferencia de los demás, él alcanza un éxito
que lo coloca en posición de ser envidiado, e incluso perseguido por el mismísimo Voltaire.
El resto de los philosophes no se quedan atrás, y le revelan a su capitán, sobre todo, y eso no pueden
hacerlo sino los más cercanos a Rousseau, unos secretos capaces de arruinar su fama o su repu-
tación. Voltaire golpea, certero, y esconde la mano, mientras los amigos de Rousseau se alejan de
él, o lo ignoran. Y Rousseau se siente perseguido, e incluso patológicamente perseguido, pero per-
seguido al fin.
Pues bien, este cristiano-anticristiano, y este deísta indeciso, que traducirá a un lenguaje social, o
que le dará la vuelta al dogma de la caída, y que se confesará sin confesarse en realidad, o sin reco-
nocerse culpable, ni siquiera de sus más terribles cobardías, es nada menos que un perseguido per-
seguidor. Sus enemigos, los que lo persiguen a él, persiguen, sobre todo, al mismo tiempo, a los
jesuitas, y al respecto Jean-Jacques se comporta, crucificado él mismo, no como el bueno, sino como
el mal ladrón. Y eso es lo que enseguida vamos, muy escuetamente, a explorar.
La trampa de la cruz
René Girard ese pensador imprescindible, sin duda uno de los más importantes de este último
par de siglos (y sobre el que los medios intelectuales hacen, por cierto, un silencio harto elocuente)
nos deja, en su todavía reciente partida, ante todo una lectura de los Evangelios que es realmente
sorprendente, reveladora e interpeladora.
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René Girard recoge el desafío de todo ese pensamiento “antropológico” de corte volteriano que ha
pretendido poder diluir al cristianismo en el conjunto de los muchos mitos relativos a esas víctimas
de la violencia colectiva que, como Dionisos o Edipo, o como el Quetzalcóatl de por acá, resurgen,
de la persecución y de la muerte consumadas, vueltos nada menos que una divinidad.
Cierto, responde Girard, el esquema es muy común, y es incluso la esencia misma de “la religión”
(de toda religión “antropológica”, digamos), pero hay con todo una diferencia fundamental que
aparta, de las “otras religiones”, al cristianismo: la trampa de la cruz.
Lo que los mitos nos transmiten o nos cuentan muy obscura y muy confusamente, sostiene René
Girard, es la revelación cristiana la que lo pone al fin al descubierto. Los Evangelios son, para René
Girard, antes que nada un documento antropológico de decisivo valor, por cuanto tienen la clave
de nuestra inmemorial sujeción a la violencia, y de nuestra vía de liberación.
Ahí donde Rousseau remonta, en una suerte de “mito moderno”, al “buen salvaje”, Girard se ima-
gina más bien a un animal de estómago pequeño que, satisfecho pronto, dispone de tiempo para
desear otra cosa menos inmediata, o menos básica que el alimento o que la cópula, pero por eso
mismo indefinida.
Así las cosas, el hombre es un animal fundamentalmente disponible para el deseo, pero que no sabe
qué desear y que, como el pequeño que no sabe qué juguete escoger, en cuanto mira a otro pequeño
escoger alguno, quiere precisamente ese mismo juguete, vive de esa peligrosa tendencia mimética,
y hace de ella, incluso, el explosivo cemento de su sociedad.
Por eso es que las comunidades humanas, basadas en el deseo mimético, poco a poco se van car-
gando de envidia y de violencia, hasta que van a dar a toda una “crisis mimética”: hasta que tienen
que reconciliarse en el “todos contra uno” de un linchamiento en el que la violencia es expulsada
como a través de una válvula de escape, cuando “Satanás expulsa a Satanás” (Girard, 1999, pas-
sim).
El odiado enemigo de todos, al final, es el que desahoga o descarga, o purga a la comunidad, permi-
tiéndole rehacerse y continuar; y es por eso que tras la crisis mimética, cual pasa con Edipo en
Colono, el que antes era visto como mancha o contaminación, ahora es visto como fuente de ben-
diciones.
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Todo esto, explica Girard,
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está presente en los mitos y en las religiones pre-cristianas o sacrificia-
les, que por lo general consisten en la reproducción ritual de la violencia o linchamiento original,
aunque sin claridad, sin plena conciencia de ello.
Los testigos del linchamiento primero, y los organizadores de los ritos, y los mitos, son los linchado-
res mismos, que no saben realmente qué es lo que les pasó, y que ante todo parten de la convicción
de que la mancha o contaminación era real, la víctima culpable, y la violencia legítima.
La trampa de la cruz, muy bien descrita en los evangelios, consiste en ofrecerle a la turba asesina
“un cordero sin mancha”, un inocente capaz de romper los dientes de la bestia revelando al fin su
poderoso e injustificable mecanismo asesino.
Cristo es esa víctima, prefigurada por Isaac y por José, entre otros, en el Antiguo testamento. Y las
tres negaciones de Pedro, el apóstol principal y el más fiel, subrayan la tremenda fuerza que tiene
la crisis mimética.
Asimismo, es muy de notar la participación en el “todos contra uno” de los dos ladrones que fueron
crucificados junto a Cristo, según se ve en los evangelios de san Mateo (27: 39-44) y san Marcos
(15: 29-32). Leamos al segundo:
Y los que pasaban por ahí le insultaban, meneando la cabeza y diciendo: “¡Eh, tú!, que des-
truyes el Santuario y lo levantas en tres días, ¡sálvate a ti mismo bajando de la cruz!” Igual-
mente los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas diciendo: “A otros
salvó y a sí mismo no puede salvarse. ¡El Cristo, el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz,
para que lo veamos y creamos.” También le injuriaban los que con él estaban crucificados.
(Biblia de Jerusalén, 1975, Mc. 15: 29-32)
La crisis mimética es tal, comenta Girard la fuerza del odio y de la envidia, que los calumnia-
dores creen, desde luego, en su propia calumnia, y que hasta los que también padecen la violencia
son arrastrados por ella. Uno de los excesos más notables de los procesos de Moscú contra los
“enemigos del pueblo”, por dar un ejemplo relativo a una “religión sacrificial” reciente, es que hasta
los condenados terminaban por considerarse ellos mismos culpables, como las brujas de los buenos
viejos tiempos de la Reforma, y a diferencia del autor de los Psalmos (Besançon, 1998).
Y ahí está la roca que la Revelación le opone a la crisis mimética: la invencible inocencia de la
víctima en la que, como decíamos, Satanás se rompe los dientes. Si para Sófocles Edipo, pese a su
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Por ejemplo, en La violencia y lo sagrado de 1972; o en Veo a Satán caer como el relámpago de 1999.
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metamorfosis final en Colono, en Tebas fue culpable (y culpable radical: culpable de los crímenes
más sucios y más atentatorios contra la comunidad), para el escritor del Génesis José es en cambio
inocente de la calumnia que se le ha levantado, y Jesucristo lo es, sobre todo, para los evangelistas.
San Lucas relata, a diferencia de san Mateo y san Marcos, la “salvación” de uno de los dos ladrones
crucificados con Jesús, y es a partir de uno, y de unos, que el “todos” se comienza a deshacer:
Uno de los malhechores colgados le insultaba: “¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a
nosotros!” Pero el otro le respondió diciendo: “¿Es que no temes a Dios, que sufres la misma
condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cam-
bio, éste nada malo ha hecho. (Biblia de Jerusalén, 1975, Lc. 23: 39-41)
Satanás ha caído en la trampa, al fin su modo de proceder ha quedado exhibido y con ello la posi-
bilidad de no hacerse cómplices, o de “restarse” a la unanimidad de la turba linchadora.
Las confesiones que no salvan
Aunque sorprende un poco, en un primer momento, el escuchar por doquiera, en Francia y en
Europa en general, cómo se le concede a Rousseau que él es el “inventor” del género de las confe-
siones como si san Agustín no hubiese escrito nunca, bien vistas las cosas hay que admitir que
son dos obras esencialmente distintas, las confesiones del Padre de la Iglesia y las del paladín del
mundo igualitario burgués y moderno. A san Agustín le duele el mal que hizo, y está sobrecogido
por el perdón y por el amor de Dios. A Rousseau en cambio lo que le importa subrayar es que, si en
ocasiones él ha sido efectivamente un canalla, no hay nadie a quien considere digno de reprochár-
selo, y menos aún a sus perseguidores.
Ser eterno escribe a la entrada de Las confesiones, reúne en torno a mí a la innumerable
multitud de mis semejantes: que escuchen mis confesiones, que giman por mis indignidades,
y se sonrojen por mis miserias. Que cada uno de ellos descubra a su vez su corazón a los pies
de tu trono con la misma sinceridad; y que uno solo te diga luego, si se atreve: yo fui mejor que
ese hombre. (Rousseau, 1959: 5; traducción propia)
Sin ahondar en las más o menos finas cuestiones de teología moral aquí implicadas, la pregunta que
por ahora nos interesa es la de si, a la luz de la lectura girardiana del Evangelio que recién esbozá-
bamos, el poco de cristianismo que hay aquí le alcanza, al de Ginebra, para por lo menos colocarse
en la postura del buen ladrón, escapando como víctima y como victimario a la violencia mimé-
tica.
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En tierra de nadie
Destaquemos brevemente el contexto cultural y espiritual en el que se desarrollan la vida y la obra
de este hombre, sin duda excepcional. España sigue siendo grande, y Portugal también, y en ambos
reinos cristianos sigue siendo fuerte, gracias a los jesuitas y en Francia misma la filosofía cató-
lica.
Dos tremendos enemigos de la Compañía de Jesús, empero, dos partidos” que, aunque opuestos
entre ellos, buscan encarnizadamente su ruina, se unirán para conseguirlo a toda costa, fundamen-
talmente, no de combates de ideas como luego contarán, sino de astucias, de traiciones y de intrigas
de esas que, humanamente inconfesables, no son muy amigas de ser puestas a la luz: los jansenistas
y los “filósofos”.
Haría falta una gran obra dramática, una tragedia, una novela histórica, o por lo menos una película
que denunciara el vergonzoso desenlace de todas esas conjuras, cuyo momento climático fue sin
duda el de la práctica destrucción de las élites intelectuales de toda Hispanoamérica, nada menos
que bajo las órdenes del déspota “ilustrado” que, rodeado de “filósofos” y de jansenistas, portaba,
en su cabeza, la corona de España.
Y Jean-Jacques Rousseau se encuentra en medio de este triángulo, aunque muy a su manera. Cal-
vinista de origen, pero con algunos años de formación católica, en su época de protegido de Mme.
de Warrens, de Rousseau se podría decir que es algo así como un “marrano” intra-cristiano, pues
como le sucedió, por ejemplo, a Uriel da Costa, a él también, la tensión entre sus dos confesiones,
lo empujará fuertemente al deísmo (Moreno Romo, 2010: 195 y siguientes).
Tan fuertemente, por lo menos, como para volverse un ferviente discípulo de Voltaire, y como para
querer ser él mismo, en sus mejores os, un miembro del partido de los ellos autonombrados
“filósofos”.
Nada de lo que escribía Voltaire recuerda, a propósito de sus años de aprendizaje nos
escapaba. El gusto que le tomé a esas lecturas me inspiró el deseo de aprender a escribir con
elegancia, y de tratar de imitar el bello colorido de ese autor del que estaba encantado. Algún
tiempo después aparecieron sus Cartas filosóficas; aunque con seguridad éstas no sean su me-
jor obra, esa fue la que me atrajo más hacia el estudio, y ese gusto que nacía no se extinguió
ya nunca desde entonces. (Rousseau, 1959: 214; traducción propia)
Y ya se ve que no niega, pues, el gran escritor (y ciertamente no tan grande pensador), la cruz de su
parroquia “filosófica”. Ni esa, ni tampoco la de su primera infancia, cristiana y calvinista, y de ahí
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van a surgir, como ya subrayaba Henri de Guillemin (en 1942), todos sus problemas, pues los “fi-
lósofos”, si estaban dispuestos a un pacto momentáneo con los jansenistas para destruir a los jesuitas
y, tras ellos, a la Iglesia, no iban a aceptar tranquilamente en su seno a un cristiano convencido por
más acomodaticio y sentimental o herético que este fuera.
Me levantaba todas las mañanas antes que el sol recuerda. Subía por un vergel vecino,
por un camino muy bonito que estaba al lado de la viña y seguía la orilla hasta Chambery.
Ahí, mientras paseaba, hacía mi oración, que no consistía en un vano balbuceo de labios, sino
en una sincera elevación de corazón a la altura de esa amable naturaleza cuyas bellezas esta-
ban delante de mis ojos. (Rousseau, 1959: 236; traducción propia)
Y ese joven cristiano, calvinista-católico y lector de Voltaire, sería el que buscaría, más tarde, inú-
tilmente, el reconocimiento, la aceptación y hasta el amor de los “filósofos”.
El jansenismo, por su parte, tampoco le era indiferente y hasta se puede decir que tuvo una parte,
por lo menos equivalente a la de Voltaire, en su formación.
Los Escritos de Port Royale y del Oratorio, que eran los que leía con más frecuencia dice
, me habían vuelto medio-jansenista, y a pesar de toda mi confianza su duda teológica me
espantaba a veces. El terror del infierno, que hasta entonces yo había temido muy poco, tur-
baba poco a poco mi seguridad, y si mamá no me hubiese tranquilizado el alma, esa espantosa
doctrina me hubiese al fin completamente trastornado. Mi confesor, que era también el suyo,
contribuía por su parte a mantenerme en un buen equilibrio. Era el padre Hemet, jesuita,
bueno y sabio anciano cuya memoria me tendrá siempre en veneración. Aunque jesuita, él
tenía la simplicidad de un niño, y su moral menos relajada que dulce, era precisamente lo que
me hacía falta para balancear las tristes impresiones del jansenismo. (Rousseau, 1959: 242;
traducción propia)
Nótese la ligera pulla: “aunque jesuita”, “moral relajada”.
¿Envidiado?
Saltémonos ya a sus años parisinos, en los que su éxito como escritor, como filósofo y hasta como
músico es tan grande que, tras un fugaz contacto —d’Artagnan y Richelieu, de lejos, en torno a otro
Richelieu con el mismísimo Voltaire (“me creyó favorecido por M. de Richelieu” (Rousseau,
1959: 336; traducción propia), es recibido nada menos que en el círculo de los enciclopedistas, en
el que se apega, además de a Mme. d’Epinay y a Grimm, especialmente a Denis Diderot.
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Su desgracia, al intentar ser uno más de “los filósofos”, será precisamente la de no poder ser, entre
ellos, “uno más”.
Fue menos mi celebridad literaria que mi reforma personal, de la que aquí marco la época, la
que me atrajo sus celos: ellos me habrían perdonado quizás el que brillara en el arte de escri-
bir; pero no pudieron perdonarme el dar por medio de mi conducta un ejemplo que parecía
importunarles. Yo había nacido para la amistad, mi humor fácil y dulce la nutría sin dificulta-
des. Mientras viví ignorado del público fui amado por todos los que me conocían, y no tuve
un solo enemigo. Pero tan pronto como tuve un nombre, ya no tuve amigos. (Rousseau, 1959:
362; traducción propia)
La condescendencia de Diderot, por quien Rousseau tuvo, al parecer, un muy sincero afecto, será
muy dolorosa para él y muy decepcionante al final.
Yo veía alejarse de mí a todos mis amigos, sin que me fuese posible saber ni cómo ni por qué.
Diderot quien se jactaba de ser el único que me quedaba, y que desde hacía tres meses me
prometía una visita, no venía. (Rousseau, 1959: 485; traducción propia)
Pero lo que más le doleserá la traición de la confidencia que les hizo a ellos y solamente a ellos:
la del expediente de entregar a sus hijos al hospicio, conforme nacían, arrebatándoselos a la pobre
de Teresa con la complicidad de la madre de esta. “Yo creí hacer un acto de Ciudadano y de padre
dice—, y me miraba como a un miembro de la República de Platón” (Rousseau, 1959: 357; tra-
ducción propia).
Y agrega un poco más adelante:
Mi falta es grande, pero es un error: yo fui negligente con mis deberes, pero el deseo de hacer
daño no entró en mi corazón, y las entrañas de padre no podrían hablar muy poderosamente
por unos hijos que nunca se han visto: pero traicionar la confianza de la amistad, violar el más
santo de todos los pactos, publicar los secretos vertidos en nuestro seno, deshonrar a placer al
amigo que hemos engañado, y que nos respeta todavía al dejarnos, esas no son faltas; son ba-
jezas de alma, y tinieblas. (Rousseau, 1959: 359; traducción propia)
Confieso que me cuesta mucho entender a este hombre, y que desde mi punto de vista lo que él
hizo no me parece menos grave, francamente, que lo que le hicieron a él. Pero no es el momento
para detenernos en eso, y en cambio el enfoque girardiano nos ayuda a ponderar la tremenda fuerza
que de todos modos tiene, o puede llegar a tener el chisme o la difamación.
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El chisme es, bien vistas las cosas, una forma de linchamiento o de sacrificio, y eso la propia historia
de Rousseau lo confirma. Lo que él hizo fue grave, efectivamente. Casi tan grave, por ejemplo,
como el incesto que los mitos le atribuyen a Edipo, o a Quetzalcóatl (y si Urano y Cronos fueron
hombres antes de ser dioses, habría que emparentarlo sobre todo con ellos). La pregunta, impuesta
por el cristianismo o por la trampa de la cruz, es si sus crímenes lo vuelven reo de linchamiento y si
nosotros lo podemos, en toda buena conciencia, sacrificar.
¿“Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”?
Voltaire pasa por ser, con Locke, Spinoza, Kant y con algunos otros paladines de la Europa mo-
derna, el gran campeón de la tolerancia. No olvidemos que su infame Tratado sobre la tolerancia
en el que entre otras cosas se insinúa, asaz anticristianamente, la culpabilidad de las víctimas
fue enarbolado como bandera por los “manifestantes” parisinos de enero de 2015 (y por el aparato
político y propagandístico de “la comunidad internacional”), como emblema de “nuestros valores”.
Pues bien, dicen de ese campeón de la tolerancia que estaría dispuesto a dar la vida por la libertad
de expresión, pero lo que no nos dicen es qué vida es la que estaría dispuesto a dar, ni a cambio de
la libertad de expresión de quién.
Decíamos que, pese a su devoción por Voltaire y por los filósofos, Rousseau no veía inconveniente
en seguir siendo a su manera, protestante y westfaliana cristiano. “La frecuentación de los En-
ciclopedistas escribe lejos de debilitar mi fe, la había reafirmado” (Rousseau, 1959: 392; tra-
ducción propia).
Henri de Guillemin piensa también (ya hemos visto que esa pista no le escapa del todo al propio
Rousseau) que esa es la clave, y no su éxito, de la persecución de la que lo hacen objeto, los Enci-
clopedistas ciertamente, pero ante todo nada menos que el campeón de la tolerancia François-Ma-
rie Arouet Voltaire (Guillemin, 1942, passim).
Un escritor de éxito, en el siglo XVIII, era mucho s que un escritor y hasta que un cineasta de
éxito en nuestros días. Voltaire y sus secuaces que estaban destruyendo a los jesuitas con la com-
plicidad de los jansenistas que dominaban el parlamento de veras creían que estaban a punto de
destruir a la Iglesia católica misma y con ella al cristianismo (Lacouture, 2013).
Y hete aquí que, de pronto, un “filósofo”, y no uno cualquiera sino aquel cuyo éxito opacaba al del
mismísimo Voltaire, se declara abiertamente cristiano en el Emilio, y aboga incluso por la igual-
dad de todos los hombres.
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El paladín de la tolerancia decide callarlo, presto y a como lugar. Y hasta con saña artística lo
hace y con toda la eficacia de la que es capaz, el gran intrigante y estilista. La historia de esa perse-
cución es larga y tenaz, y en el volumen colectivo La multiplicidad de Rousseau, coordinado por
Roberto Sánchez Benítez y por Víctor Manuel Hernández Márquez, en mi trabajo “Voltaire, Rous-
seau y el alma de Descartes”, y más concretamente en el apartado “El harto tolerante compañero
de armas del ilustrado y calvinista Jean-Jacques Rousseau”, ya me he ocupado de ella con cierto
detalle. Detengámonos aquí, entonces, tan solo en las dos piezas clave que a su vez son pruebas
contundentes (aceptadas por los especialistas en Voltaire, y por sus principales editores) de este
caso.
Tras la condena del Emilio, en 1762, por el (jansenista) Parlamento de París, y tras la orden de
captura que hay contra su autor, que ni siquiera puede refugiarse en su natal Ginebra donde para
sorpresa suya le espera ya eso mismo, Voltaire fabrica en 1763, retomando lo que al respecto le es
útil de la Profesión de fe del vicario saboyano, un falso texto de Rousseau claramente anticristiano
al que titula Catecismo del hombre honesto, firmándolo con las iniciales de J. J. R., para mayores
señas C. G o ciudadano de Ginebra (Voltaire, 1961: 651 y siguientes).
Al año siguiente, en reacción a las Cartas escritas desde la montaña, Voltaire ataca a la yugular con
unos Sentimientos de los ciudadanos, por supuesto anónimos también. Fingiendo ser un indignado
calvinista de Ginebra, el anticristiano autor del Tratado sobre la tolerancia y el tan alabado defensor
de Calas, ataca, agazapado y sin la menor muestra de consideración o de piedad, al pobre escritor
perseguido del que entre otras lindezas pone estas:
Nosotros confesamos con dolor y con rubor que es un hombre que lleva aún las marcas funes-
tas de sus vicios, y que, disfrazado de saltimbanqui, lleva con él de pueblo en pueblo, y de
montaña en montaña, a la desgraciada cuya madre hizo morir, y cuyos hijos ha expuesto a la
puerta de un hospital rechazando los cuidados que una persona caritativa quería tener con
ellos, y abjurando todos los sentimientos de la naturaleza al igual que despoja a los del honor
y a los de la religión. ¡Es ese entonces remata (y aquí están en la mira El contrato social, y el
Emilio) el que osa dar consejos a nuestros conciudadanos (pronto veremos qué consejos)!
¡Es ese entonces el que habla de deberes a la sociedad! (Voltaire, 1961: 717)
Y no contento con el linchamiento moral, ya de por grave, el que presuntamente estaría dispuesto
a morir para que quienes no pensaran como él pudiesen expresarse libremente, pide, desde el ano-
nimato, para su desgraciado y ya fuertemente perseguido rival, nada menos que la pena de muerte:
“Pero hay que enseñarle insinúa que si se castiga ligeramente a un novelista impío, se castiga
capitalmente a un vil sedicioso” (Voltaire, 1961: 718).
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El no muy buen ladrón, o el perseguido y perseguidor
Y en esas anduvo Jean-Jacques Rousseau perseguido él mismo por un enemigo que, a pesar de los
muy claros indicios, no atina, no del todo, a identificar (Rousseau, 1959: 632).
Y por esa misma ceguera no es capaz de darse cuenta de la persecución de la que al mismo tiempo
son víctimas, por parte de sus mismos “amigos-enemigos”, y por el mismo motivo, de odio mortal
contra el cristianismo, los miembros de la Compañía de Jesús.
Él creía incluso que los jesuitas eran los que lo perseguían cuando los principales perseguidos eran
ellos, y él no era, en todo caso, sino un perseguido colateral. Un ladrón crucificado, digamos, junto
al Nazareno.
Y aunque no ignorara, vagamente al menos, el poderoso rol de los jansenistas y de los “filósofos”, y
aunque fuese la directa víctima de ellos, no atinaba él mismo (que en carne misma la sufría) a esca-
par a la fuerza de su propaganda.
Yo no veía, por todas partes, otra cosa que jesuitas, sin pensar que a la víspera de ser aniquila-
dos y totalmente ocupados en su propia defensa, ellos tenían otra cosa que hacer que ir a agi-
tarse por la impresión de un libro en el que no se trataba de ellos. Me equivoco al decir sin
pensar; pues pensaba en ello muy bien, y es incluso una objeción que M. de Malesherbes tuvo
cuidado de hacerme tan pronto como fue instruido de mi visión: pero por otro de esos errores
de un hombre que desde el fondo de su retiro quiere juzgar del secreto de los grandes asuntos
de los que no sabe nada, yo no quería nunca creer que los jesuitas estuviesen en peligro, y
miraba el ruido que se extendía como una astucia de su parte para adormecer a sus adversa-
rios. (Rousseau, 1959: 567; traducción propia)
La mera “filosofía”, insistiría René Girard, no es de demasiada ayuda cuando de lo que se trata es
de identificar, y de enfrentar incluso, o de resistir al menos a esa “violencia sagrada” o “mimética”
que, en pleno Siglo de las Luces, y en el movimiento mismo de esa supuesta emancipación suya de
“la religión”, opera aún, y asaz renovada o revigorizadamente incluso, contra sus propios paladines.
Para eso requerimos de muy otra luz.
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