Protrepsis, Año 9, Número 18 (mayo octubre 2020). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 9, Número 18 (mayo octubre 2020) 7-24
Recibido: 13/04/2020
Revisado: 25/04/2020
Aceptado: 10/05/2020
Voltaire, nuestra filosofía y nuestra (in)modernidad
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Juan Carlos Moreno Romo
1
1
Universidad Autónoma de Querétaro.
Querétaro, México.
E-mail: juan.carlos.moreno@uaq.mx.
https://orcid.org/0000-0002-7468-0710
Resumen: Se analiza aquí la figura de Voltaire tanto en esa calidad de harto dudoso o
problemático “paladín de la tolerancia” que las democracias liberales —hoy en tan pro-
funda crisis le atribuyen; como en la también desmesurada opinión que él tuvo de sí
mismo, en su siglo, como posible vencedor del cristianismo. Veremos también, en para-
lelo, lo que todo esto implica para el problema de nuestra filosofía.
Palabras clave: Cristianismo, Ilustración, tolerancia.
Abstract: Analyzed here is the character of Voltaire and his renown as the highly doubt-
ful or problematic "champion of tolerance" that liberal democracies currently in a
profound crisis attribute to him, as well as, the excessively exaggerated opinion he
had of himself, during his century, as the one who could possibly triumph over Christi-
anity. We shall also see, simultaneously, what this means in relation to the problem of
our philosophy.
Keywords: Christianity, Enlightenment, tolerance.
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Una versión preliminar del presente artículo fue presentada por el autor en el I Simposio Internacional
de Filosofía Francesa:
Voltaire, philosophe,
realizado en la Universidad Autónoma de Zacatecas en Mé-
xico del 2 al 4 de marzo del 2015.
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Saludo la publicación, en una revista científica seria y rigurosa como esta, de un
Dossier
dedicado a la tan invocada como desconocida, y tan emblemática como controversial
figura de Voltaire. Y me congratulo al mismo tiempo de poder tomar parte en ello, diga-
mos que desde esa “buena distancia en la relación” que ponderábamos, no hace mucho
(Nancy & Moreno Romo, 2019: 66, 79 y 93), los autores del libro
Occidentes del Sentido
/ Sentidos de Occidente
; y también, naturalmente, desde mis respectivas limitaciones.
Aunque no lo ignoro del todo, y aunque incluso podría prevalerme de ser yo uno de los
pocos que en nuestro ps incluyen o las
Cartas filosóficas
o el
Tratado sobre la toleran-
cia
en sus cursos de Historia de la filosofía moderna o uno de los pocos, también, que
o lo discuten, o lo toman en cuenta en sus trabajos de investigación, no soy, ni de lejos,
un experto conocedor de la vastísima obra del capitán, o del abanderado mayor de los
ilustrados franceses. Nada más su correspondencia, en La Pléiade, llena trece volúme-
nes de alrededor de mil cuatrocientas páginas cada uno, en letra pequeña, y el corpus
restante, en la medida en la que esté debidamente ubicado y editado recuérdese que
muchos de los panfletos de Voltaire fueron publicados, hábil o dolosamente, sin su
firma, apenas ha de cederles un poco en extensión a esos trece ingentes volúmenes.
Ahora mismo no parece, por cierto, que esté realmente disponible ninguna edición re-
ciente y completa de sus obras. La de Besterman (cuyo plan era de 84 volúmenes, más
los 135 de la correspondencia) no la vende ninguna de las principales librerías en línea,
y La Pléiade, por ejemplo, aparte de los ya citados tomos de la correspondencia, tan sólo
ofrece a la venta otros tres, conteniendo sus
Mélanges
, sus
Romains et contes
y sus
Oue-
vres historiques
. Faltaría, al parecer, lo que desde el punto de vista del siglo XVIII fuera
lo principal, lo que hizo de Voltaire el celebérrimo escritor que fuera en vida, e incluso
desde su juventud: es decir, las tragedias, las epopeyas, las odas...
El siglo XIX, que es el que principalmente nos legó nuestro Voltaire, hasta donde alcanzo
a ver claro, o a orientarme en este asunto (ese mismo siglo racionalista y cientificista
en el que, según Ortega, Taine y Renan se avergonzaban de saberse descendientes de
Voltaire (Ortega, 2004: 452)), lo editó varias veces, y ya en 1828, por ejemplo y esto
lo constato gracias a un ejemplar de la biblioteca de Harvard, numerizado y distribuido
por Google Books, los hermanos Baudoin completaban, en París, una segunda edición
de las
Oeuvres complètes d
e Voltaire, con un tomo 75 de nada menos que 715 páginas.
Que se juzgue si los expertos conocedores de tan vastísima obra pueden entonces abun-
dar. Vastísima, y en muchos aspectos, adelantémoslo ya, avejentadísima. Harto paradó-
jicamente avejentada, digamos, para ser la obra del campeón de la novedad, o del último
grito de la moda en materia de política, de irreligión y de anti-metafísica. Y harto ave-
jentada también para ser, en nuestros propios días, la bandera que con frecuencia
vuelve a ser (por más deslavada que esté, o raída).
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¿Qué tenemos nosotros en común, el día de hoy se preguntaba Roland Bart-
hes en el ya lejano 1964, con Voltaire? Desde un punto de vista moderno
observaba, su filosofía está pasada de moda. Se puede creer en la inmovilidad
de las esencias y en el desorden de la historia, pero ya no de la misma forma que
Voltaire. En todo caso subrayaba, los ateos no se arrojan ya a los pies de los
deístas, que por lo demás ya no existen. La dialéctica ha acabado con el mani-
queísmo, y se discute muy rara vez de la Providencia. En cuanto a los enemigos
de Voltaire remataba Barthes, han desaparecido o se han transformado: ya
no hay jansenistas, socinianos, leibnizianos; los jesuitas ya no se llaman Nonotte
o Patouillet (Barthes, 1972: 9).
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A reserva de que más adelante podamos volver sobre este mismo punto, apresurémo-
nos a señalar el hecho de que ahora ya tampoco hay, por lo menos no en el sentido en
el que los había en los tiempos en los que Barthes escribió lo que acabamos de leer, ni
marxistas-leninistas, en particular, ni creyentes de la religión de la “Dialéctica” en ge-
neral, como no sean los que, por la vía de Fukuyama, vienen a coincidir, en última ins-
tancia, con el propio anti-historicismo de Voltaire. Y en eso sí que tendríamos entonces,
en el gran sofista del siglo XVIII, una cierta actualidad.
El propio Roland Barthes explica que ya desde entonces:
La burguesía estaba tan cerca del poder que ya podía comenzar a no creer en la
Historia. Ella podía así comenzar a rechazar todo sistema, a sospechar de toda
filosofía organizada, es decir, a plantear su propio pensamiento, su propio buen
sentido como una Naturaleza a la que toda doctrina, todo sistema intelectual la
ofendería. Eso es reafirma Roland Barthes lo que Voltaire hizo con brillo
(Barthes, 1972: 15-16).
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François-Marie Arouet, entonces, esto es lo primero que por lo pronto cabe constatar,
tanto por las cifras recién comentadas como por la factura de cada una de sus páginas,
y hasta por la epistemología entre escéptica e ideológica a la que nos acabamos de aso-
mar, Voltaire tenía la pluma fácil, y tenía también, en su tiempo, y en el inmediatamente
posterior, harto fáciles, también, los lectores.
Dice el propio Roland Barthes, a este respecto, que Voltaire fue un escritor feliz. Y es
que de entrada todo le salbien, o casi todo. “Ninguno mejor que él escribe ha
dado al combate de la Razón la apariencia de una fiesta” (Barthes, 1972: 10). Y la pala-
bra “Razón” viene escrita aquí, cual debe, con las mayúsculas del ídolo que fue si es
que ha dejado de serlo ya, hasta hace tan poco.
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Las acotaciones son autoría del autor del artículo (Nota del Editor).
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Las acotaciones son autoría del autor del artículo (Nota del Editor).
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Debo citar todavía otro largo párrafo del prefacio de Barthes a
Romans et contes
, titu-
lado, por cierto, “Le dernier des écrivains heurex”. El cuadro es, aunque discutible en
sus matices, muy heurístico o clarificador:
La primera felicidad de Voltaire sugiere Barthes fue sin duda la de su
tiempo. Entendámonos se explica: ese tiempo fue muy duro, y Voltaire ha
expresado por doquiera sus horrores. Sin embargo, ningún momento ha ayu-
dado mejor al escritor, ninguno le ha dado más la certeza de luchar por una
causa justa y natural. La burguesía, a la que pertenecía Voltaire, poseía ya una
gran parte de las posiciones económicas, presente en los negocios, en el comer-
cio y en la industria, en los ministerios, en las ciencias, en la cultura, ella sabía
que su triunfo coincidía perfectamente con la prosperidad de la nación y la feli-
cidad de cada ciudadano. La burguesía tenía de su lado la potencia virtual, la
certeza del método, la herencia todavía pura del gusto, contra ella, todo lo que
un mundo agonizante puede exponer de corrupción, de estupidez y de feroci-
dad. Era ya una gran felicidad, una gran paz el poder combatir a un enemigo tan
uniformemente condenable. El espíritu trágico es severo porque reconoce, por
obligación de naturaleza, la grandeza de su adversario: Voltaire subraya Ro-
land Barthes no tuvo el espíritu trágico: no tuvo que medirse con ninguna
fuerza viva, con ninguna idea, ningún hombre que pudiese hacerlo reflexionar
seriamente (salvo el pasado: Pascal, y el futuro: Rousseau; pero los escamoteó
a ambos): jesuitas, jansenistas o parlamentos, eran grandes cuerpos esclerosa-
dos, vacíos de toda inteligencia, llenos tan sólo de una ferocidad intolerable para
el
corazón del espíritu
(Barthes, 1972: 11).
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Voltaire, entonces, si no era ya “el espíritu a caballo”, era por lo menos el espíritu debajo
de la peluca, y la pluma a la mano, y los lujos, y las fiestas, y los éxitos en derredor. El
autor de las
Cartas filosóficas
era el capitán de los Buenos, e Inteligentes, y Elegantes
además, que se enfrentaban a los Tontos y a los Malos.
Aunque yo no crea, por mi parte, que las cosas hayan sido así de simples como las des-
cribe Barthes sobre todo en las últimas líneas, en las que se borra de un plumazo por
ejemplo a los jesuitas, contra los que el Siglo de las Luces se apresta a cometer el crimen
que sabemos (que es de paso un crimen, o el crimen decisivo contra nuestra filosofía)
, lo que creo es que Voltaire veía las cosas más o menos así, con esa ligereza, y esa
inconciencia y esa irresponsabilidad que ya las querría Nietzsche para un día domingo,
y creo efectivamente que todo eso lo hacía llevado alegremente por su tiempo “
comme
une épave heureuse”
, cual diría Foucault (1971: 9).
Los tiempos de Voltaire, que eran pues los del irresistible ascenso al poder por parte de
la burguesía (que no se privó, desde luego, de mandar, aquí y allá, al bajo pueblo del que
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se erigía en representante, como carne de cañón), los tiempos del partido de los
philo-
sophes
, y de la
Encyclopédie
que mantenía su lucha a muerte contra nuestros jesui-
tas, y que para vencerlos entró en una curiosa alianza con los jansenistas eran por
otro lado, junto con los del siglo XIX, al que abrían, los tiempos más favorables que pa-
rece haber habido nunca para los impresos, y para los impresos de lengua francesa en
particular.
Gutenberg y Lutero conjuntados y Calvino con ellos, y todos los demás reformado-
res, habían transformado a la lectura, en el centro y en el norte de Europa, en un
asunto de religión, y las masas se habían en consecuencia alfabetizado. La fe no entraba
ya por los oídos, sino por los ojos. Benito Juárez, por cierto, el exaltado “Benemérito de
las Américas” deseaba, en nuestro siglo XIX, que el protestantismo entrara a México en-
tre otras por esta razón, y Unamuno lo secundaba en eso en el temprano siglo XX espa-
ñol el Unamuno liberal que, por otro lado, no era precisamente un gran admirador de
Voltaire.
Parece que no les gustaba, a nuestros “reformadores” autóctonos, el hecho de que, entre
nosotros, la religión descansara mucho más en el símbolo que en el signo, y en el signo
impreso (un poco como a nuestros evaluadores de ahora les ha dado por ningunear, no
sé si se han fijado en ello, nuestra intensa labor oral, y viva nuestra obra socrática, si
ustedes quieren, valorando tan sólo lo que podamos volver, o lo que obedezcamos a
volver —lo que entre nosotros, todavía analfabetas funcionales”, tiene mucho de inútil,
y absurdo o “producto” o palabra impresa).
De todos modos, aunque el libro nunca ha sido el mismo entre católicos y protestantes,
para la época del propio Voltaire, el sur de Europa había emulado en parte ya al norte,
en la Contrarreforma o Reforma Católica, pues para hacerle frente a la nueva situación
los curas los del clero secular, digamos se habían visto obligados a instruirse, y los
fieles con ellos, y eso implicaba ir más allá, entonces, de la vieja cultura de los claustros
y de los densos tomos escritos en latín. El paso de las arduas y extensas
Disputaciones
metafísicas
de Francisco Suárez a las ligerísimas
Meditaciones metafísicas
de René Des-
cartes es un movimiento retórico y mediático que se da en el seno de la Contrarreforma
(Moreno, 2010: 346 y Moreno, 2013: 84), y que desde ésta afectará a toda la filosofía, y
a toda la cultura europea.
Voltaire y su partido se van a subir a la cresta de esta inmensa ola de alfabetización, y
de afición y hasta de apasionamiento por la lectura, y no va a ser esa la única forma en
la que van a parasitar a la Reforma, y a la Contrarreforma también. Sus tiempos son los
tiempos del auge, o del harto decidido comienzo del auge de ese portentoso objeto, el
libro impreso y encuadernado, que en nuestros días muchos creen que está condenado
a desaparecer, y que en nuestras sociedades católicas, admitámoslo, en las iberoameri-
canas especialmente, y no se diga en las mexicanas, nunca llegó a jugar el mismo rol que
en el mundo burgués y protestante.
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Pues bien, la Francia de Enrique IV el rey aquel que dijo que París bien valía una misa,
y que donó luego a los jesuitas el palacio en el que fundaron el colegio de La Flèche;
la Francia que se desgarró con las guerras civiles o “de religión” que mantuvieron sus
católicos y sus hugonotes, y que terminó (gracias al apoyo de los nuestros) ambigua-
mente católica; la Francia, luego, de los Jesuitas enfrentados a los jansenistas, fue, y tal
vez sigue siendo algo así como la bisagra de esos dos mundos.
Y en el corazón de esa bisagra está, de nuevo, François-Marie Arouet, alias Voltaire. Y el
mejor momento, ideológico y comercial, para los libros impresos, y para el ascenso irre-
sistible, por todo el continente y ya no sólo en la Inglaterra de Cromwell, de la burguesía,
coincide encima con la hegemonía de la lengua del autor del
Diccionario filosófico
y del
Sermón de los cincuenta
.
El mismo Voltaire constata esto último, en mayo de 1746, en el discurso que pronuncia
con motivo de su recepción en la Academia Francesa. Lo que Lope había hecho por el
español, y Shakespeare por el inglés, Corneille lo había hecho al fin por el francés
ayudado o flanqueado, eso es muy importante anotarlo, por la política de Richelieu,
y así las cosas, el siglo de Luis XV y de Voltaire llegaba al tiempo de la cosecha.
Un monarca ilustre entre todos los hombres por cinco victorias, y más todavía
entre los sabios por sus vastos conocimientos dice entonces Voltaire en la
Academia Francesa, a propósito de Federico II de Prusia, hace de nuestra len-
gua la suya propia, la de su corte y la de sus Estados; él la habla subraya
con esa fuerza y esa fineza que el solo estudio no da nunca, y que es el carácter
del genio. No solamente la cultiva, también la embellece a veces, porque las al-
mas superiores captan siempre esos giros y esas expresiones dignas de ellas,
que no se presentan nunca subraya también a las almas débiles (Voltaire,
1961: 246).
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Y esto del monarca ilustre, que tan del gusto de Voltaire habla y escribe en francés, sirve
para anotar el reflujo de la influencia de la semi-católica Francia, digamos, hacia la fu-
tura Alemania, que será luego harto decididamente post-cristiana. Y hay que subra-
yarlo, dado que es un asunto de suma importancia en lo que se refiere a la estricta his-
toria de la filosofía, pues los frívolos
philosophes
de lengua francesa van a estar, de ese
modo, más o menos paradójicamente a la base de la cultura de los graves profesores
que conformarán, entre Kant y Heidegger, la portentosa filosofía clásica alemana.
Hay en Estocolmo prosigue el discurso de Voltaire (a quien por cierto le en-
canta eso de compararse con Descartes) una nueva Cristina, igual a la pri-
mera en espíritu dice, pero, superior en lo demás; ella subraya el corte-
sano autor hace el mismo honor a nuestra lengua. El francés es cultivado en
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Roma prosigue, en donde antaño era desdeñado: es tan familiar al sobe-
rano pontífice como las lenguas cultas en las que escribe cuando instruye al
mundo cristiano que él gobierna; más de un cardenal italiano escribe francés en
el Vaticano, como si hubiese nacido en Versalles. Vuestras obras, señores les
dice, en fin, Voltaire, a sus flamantes compañeros de la Academia, han pene-
trado hasta esa capital del imperio más apartado de Europa y del Asia, y el más
vasto del universo; en esa ciudad que no era, hace cuarenta años, sino un de-
sierto habitado por bestias salvajes: ahí se representan les guiña vuestras
piezas dramáticas, y el mismo gusto natural que hace recibir, en la ciudad de
Pedro el Grande y de su digna hija, la música de los italianos, hace amar ahí
vuestra elocuencia (Voltaire, 1961: 246 ).
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Montaigne se había dado el excéntrico gusto, en los tiempos de Cervantes, de escribir
en su propia lengua, y había logrado llamar, él solo, como subraya en su discurso el
propio Voltaire, la atención de los extranjeros. Descartes, junto con Corneille, primero,
y un poco más tarde Pascal, y Racine éstos desde Port-Royal contribuirán a darle
un amplio público a las obras escritas en la nueva lengua que, tras el toscano y tras el
español, aspira al rango de latín de los modernos”. Y en la lengua vulgar, o vernácula,
de ese modo en la lengua de Poliandro, en la de todos (o de muchos más, al menos,
que los
clercs
o los hombres de iglesia), hablarán entonces, los libros impresos, de
filosofía y hasta de teología.
Y Voltaire y su generación salen a escena cuando, tras Richelieu y tras Luis XIV, la obra
está hecha ya y el que puede estirar la mano puede, también, recoger los frutos.
Federico II de Prusia, el protector de Voltaire, y de Rousseau y de Kant, hace por lo
pronto, en su pujante imperio, su muy activa y voluntaria vida cultural en francés, que
es la lengua en la que él mismo escribe mientras añora y prepara el gran momento de
la hegemonía filosófica de la lengua alemana. La nueva Cristina es, por cierto, Ulrica de
Prusia, reina ahora de Suecia, quien ciertamente no les dará, ni a los suyos ni a Voltaire,
el disgusto de convertirse al catolicismo. La hija de Pedro el Grande es la tzarina Isabel
I. Y hasta la Europa latina, veremos, hasta las cortes de España y Portugal, y hasta la
misma Roma y hasta Querétaro, Guadalajara y Zacatecas llegaba la influencia de
Francia y de sus
philosophes
.
Voltaire, entonces, el autor de la
Henriada
y del
Edipo
era, en su calidad de escritor
francés de muy temprano y muy sonado éxito, como un Adán en el paraíso. Leamos para
ilustrarlo, los primeros versos de
El mundano
, que data de septiembre de 1736, más o
menos a sus cuarenta y dos años de edad:
Añore el que quiera el buen tiempo pasado,
y la edad de oro y el reino de Astrea,
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y los bellos días de Saturno y de Rhea,
y el jardín de nuestros primeros padres;
yo, doy gracias a la Naturaleza sabia,
que, por mi bien, me hizo nacer en esta edad
tan despreciada por nuestros pobres doctores:
Este tiempo profano le conviene a mis inclinaciones.
Me gusta el lujo, e incluso la blandura,
todos los placeres, las artes de toda especie
la limpieza, el gusto, los ornamentos:
cualquier hombre honesto tiene parecidos sentimientos.
Es muy agradable para mi corazón tan inmundo
contemplar desde aquí la abundancia del mundo…(Voltaire, 1961: 203)
7
Los lectores de las
Cartas filosóficas
recordarán aquí su más o menos agria discusión
con Pascal, ese “misántropo sublime” con el que, al parecer, o no estaba de humor, o no
se atrevió a usar del mismo juego o artificio de espejos que con Descartes.
Imaginémonos, en estos tiempos nuevamente analfabetos a los que estamos entrando
o en los que llevamos ya tanto tiempo instalados, según se lo vea, para tratar de
representarnos a Voltaire en sus felices tiempos de escritor de contundentísimo éxito
hagamos de cuenta que estamos hablando de un futbolista brasileño en Milán, en Bar-
celona o en Madrid; o mejor aún, para ubicarnos en el terreno del
esprit
, imaginémonos
a un Woody Allen o a un Spielberg, o a una Joanne Rowling, si no, a un Matt Groening…
Voltaire era, en el siglo XVIII ¡fíjense ustedes qué barbaridad!, algo así como el au-
tor de Harry Potter, o de Los Simpson. Pero era incluso algo más, en la medida en la que,
como su joven contemporáneo David Hume, al ver lo bien que le iba en la ficción, y en
la historia, decidió probar fortuna en la filosofía, y en todo lo demás, volviéndose incluso
Voltaire la quintaesencia del intelectual, y especialmente del harto mesiánico inte-
lectual
engagé
o comprometido. Y entonces lo podríamos comparar más bien con un
José Saramago hablando con autoridad de lo que no sabe, o con un Mario Vargas Llosa
a quien el
Boom
latinoamericano, primero, y el Nobel después, lo catapultan a alturas
en las que, en mi humilde opinión, tampoco da la talla. Pero justamente nos quedamos
cortos, en la medida en la que un intelectual del siglo XXI no vale, o no puede lo que
podía un intelectual del siglo XVIII. Para aquilatarlo, permítanme que traiga a cuento
7
Todas las traducciones que contiene este trabajo son del autor, y también la de estos versos, de cuya
estricta literalidad se ha apartado tan sólo en ese par de momentos en los que el propio texto lo imponía:
para “
moeurs
” he puesto “inclinaciones”, en el verso , en lugar de “costumbres”; y en el último verso se
ha traducido “
à la ronde
” por “mundo”: “Regrettera qui veut le bon vieux temps, / Et l’âge d’or et la règne
d’Astrée, / Et les jardins de nos premiers parents ; / Moi, je rends grâce à la Nature sage, / Qui, pour mon
bien, m’a fait naître en cet âge / Tant décrié par nos pauvres docteurs : / Ce temps profane est tout fait
pour mes mœurs. / J’aime le luxe, et même la mollesse, / Tous les plaisirs, les arts de toute espèce / La
propreté, le goût, les ornements : / Tout honnête homme a des tels sentiments. / Il est bien doux pour
mon cœur très immonde / De voir ici l’abondance à la ronde… »
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aquí un par de párrafos de un espléndido libro del 2003:
Le Pays de la littérature
, de
Pierre Lepape (que así es como se llama, y que no es Pedro el Papa):
Del poder de los libros escribe, Voltaire es la prueba viviente y actuante.
Los libros han hecho del hijo de un pequeño-burgués parisino una verdadera
potencia. Exiliado lejos de París, en su lujoso castillo de Ferney, reina sobre los
espíritus, y se cartea con los reyes. Está rodeado por una corte, recibe los ho-
menajes de la Europa entera, conduce sus batallas intelectuales como un gene-
ral. No sólo es reconocido por todos, amigos y enemigos, como el escritor más
grande de su siglo; es también el jefe omnipresente de un poderoso partido que
ha colocado a sus enemigos, poco a poco, a la defensiva.
Tiene el sentimiento de haber modificado, con sus libros, con sus palabras, las
maneras de ver, de sentir y de pensar de su época. Podemos discutir al infinito
sobre esa pretensión y afirmar que Voltaire, formidable periodista, nunca hizo
más que reflejar y expresar a la perfección el espíritu de su siglo, el cual habría,
sin él, cambiado de la misma manera. Voltaire está por el contrario fascinado
por el poder que tienen ciertos libros, comenzando por la Biblia y por los Evan-
gelios, para revolucionar la historia de la humanidad. Nosotros somos los hijos
del libro. Lo que unos libros han formado y deformado, otros libros pueden des-
hacerlo y reformarlo (Lepape, 2003: 320).
8
Y con esto ya podemos ver lo inflado que estaba, el buen Arouet, por su facilísimo éxito.
El pueblo, para este mítico abanderado de los valores democráticos y liberales, amén
de fundamentalmente, y hasta graciosamente explotable, no era, en el fondo, más que
un conjunto de monos a los que, dada su propensión al mimetismo, un puñado de escri-
tores hábiles y encantadores, como él, podían llevarlo a donde quisieran. Y Voltaire
llegó a tener la viva convicción, y hasta la certeza compartida en nuestros días, dicho
sea de paso, por la ortodoxia intelectual “liberal y democrática” de que estaba a punto
de darle el golpe de gracia al cristianismo, y de abolir con ello, para siempre como la
educación pública mexicana el obscurantismo y la superstición.
Sabía Voltaire, como Girard, que las sociedades humanas estaban hechas, más que de
abstractos y angelicales pactos a la Hobbes o a la Rousseau, de pasiones, de harto bajas
y carnales pasiones. En su
Tratado de metafísica
, que data de 1734, y que en principio
no estaba destinado a la publicación, en su capítulo VIII, que trata “Del hombre como
un ser social”, Voltaire constata, como el Sócrates de la República, la estrecha relación
que guardan las grandes pasiones y las grandes ciudades o los grandes cuerpos sociales.
Esas pasiones escribe, cuyo abuso hace en verdad tanto mal, son en efecto
la principal causa del orden que vemos el día de hoy en la tierra. El orgullo es
sobre todo el principal instrumento con el que se construye ese bello edificio de
la sociedad. Apenas las necesidades hubieron reunido a algunos hombres que
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los más hábiles de entre ellos se dieron cuenta de que todos esos hombres ha-
bían nacido con un orgullo indomable lo mismo que con una inclinación inven-
cible hacia el bienestar (Voltaire, 1961: 194).
Y ya nos vamos asomando, creo yo, a lo que de más actual nos queda, a pesar de los
pesares en la postguerra fría, y en la época de la hegemonía neoliberal, precisamente,
y de las “sociedades del conocimiento”—, de la obra del brillante discípulo de Locke, de
Newton, y de algunos otros Padres de la Burguesía.
Fue sobre todo necesario prosigue Voltaire (y parece que por su boca habla-
ran los conceptores de nuestra flamante reforma educativa, y del
New Public
Management
en general) servirse de su avaricia para comprar su obediencia.
No se les podía dar mucho sin tener mucho, y ese furor de adquirir los bienes
de la tierra agregaba todos los días nuevos progresos a todas las artes.
Esta máquina no hubiese todavía llegado lejos agrega sin el auxilio de la
envidia, pasión muy natural que los hombres siempre disfrazan bajo el nombre
de emulación. Esa envidia despertó a la pereza y aguzó el genio de todo el que
vio a su vecino poderoso y feliz. Así, poco a poco, las solas pasiones reunieron a
los hombres y sacaron del seno de la tierra todas las artes y todos los placeres.
Es con ese resorte que Dios, llamado por Platón el eterno geómetra, y al que
llamo yo aquí el eterno maquinista concluye Voltaire, ha animado y embe-
llecido a la naturaleza: las pasiones subraya son las ruedas que hacen an-
dar todas las máquinas (Voltaire, 1961: 194-195).
9
Muy bien, señor burgués afortunado, y adinerado sobre todo, y representante mayor
con sus maestros ingleses de la antropología burguesa sensualista, consumista y ca-
pitalista. Muy bien, eminente escritor, y sobre todo genial publicista, muy bien. Sólo que
olvida usted un pequeño detalle
Avions nous oublié le mal?
, se preguntaba Jean-Pie-
rre Dupuy a raíz de los atentados del 11 de septiembre del 2001, con Rousseau a la vez
que con René Girard, y es éste detalle el de la extrema inestabilidad que la envidia
tiene, y el de su enorme carga de violencia que, de vez en vez, provoca o puede por lo
menos provocar, si nada se lo impide, ese peligrosísimo fenómeno social que René
Girard describe como la crisis mimética, y que está a la base de la religión en su forma
primitiva y que, desde el punto de vista estrictamente antropológico, subraya René Gi-
rard, es precisamente digámoslo en los términos de Voltaire ese fanatismo” que
el cristianismo y sólo el cristianismo —con lo que Girard denomina “la trampa de la
cruz”—,
y no la filosofía
, es capaz de enfrentar; y esto lo hace
revelándolo
, en primer
lugar, mostrando su violencia y el mecanismo de la misma, y no ocultándola como hacen
Voltaire y los suyos con su doctrina de que todo está bien y de que no hay nada de que
el cristianismo tenga que venir a salvarnos.
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De eso más o menos es de lo que trata el muy interesante y pertinente capítulo que
Pierre Lepape le dedica a Voltaire, en 2003, titulado “Los monos, los tigres y la oruga
Voltaire”, que al estar centrado en el que hasta donde entiendo fue el último proceso
por blasfemia que hubo en Francia un proceso en el que, dicho sea de paso, los hom-
bres de iglesia hicieron todo lo posible por salvar al joven lector de Voltaire que terminó
siendo víctima, en efecto, de una maquinaria de pasiones a las que de ninguna forma
estuvo ajeno el propio autor del
Tratado sobre la tolerancia
, se espejea muy bien con
la actual reivindicación, en la Dinamarca de las caricaturas de Mahoma y en la Francia
de
Charlie Hebdo
, del sacrosanto “derecho a la blasfemia”.
Los que Voltaire consideraba monos, resumiendo, resultaron tigres, y ejecutaron atroz-
mente, en una mezcla de crisis mimética, proceso judicial y razón de Estado, al mismo
tiempo que al flamante, e inerme
Diccionario filosófico
, al jovencísimo y muy digno e
indigno, sobre todo, de que lo sacrificaran como lo hicieron Caballero de La Barra.
Recordemos los hechos, muy muy brevemente: en agosto de 1765, en Abbeville, alguien
había mutilado al Cristo de madera que estaba en el Puente Nuevo. El obispo de Amiens
acudió a desagraviar al objeto de culto, y en una ceremonia impresionante declaró que
quien lo hizo se había hecho merecedor de los peores suplicios de este mundo, y del
otro. Un amante despechado, un tal Bellaval, encontró en ello la ocasión de, atizando
todavía más las pasiones de sus conmovidos conciudadanos, dirigirlas contra el sobrino
de la mujer, una abadesa, que se había atrevido a rechazar constantemente sus avances.
Buscó, y encontró testigos de que el grupo de muchachos de los que el jovencito caba-
llero de La Barre formaba parte no se habían quitado el sombrero ante la procesión del
Santo Sacramento. Escarbó, y descubrió que además hacían lecturas prohibidas, y entre
éstas destacaba el flamante
Diccionario filosófico
de Voltaire…
En Abbeville se produjo entonces un verdadero coletazo de crisis mimética, digamos, y
en virtud de un grotesco artilugio jurídico el muchacho fue condenado nada menos que
a la pena capital. ¡Pero calma, calma, que, cómo escribe Voltaire en su célebre
Tratado
sobre la tolerancia
, si en la provincia el fanatismo casi siempre vence a la razón, en Pa-
rís, donde el caso iba a ser revisado, la razón triunfa siempre sobre el fanatismo! (Vol-
taire, 1989: 38).
Por desgracia esta vez no fue así, y el veredicto fue confirmado. Aunque el propio nuncio
papal, y con él el obispo de Amiens intercedieron ante el rey para obtener su clemencia,
no lograron nada. Luis XV los rechazó. El rey temía, explica Lepape, “una trampa de los
jansenistas del parlamento, que en seguida le reprocharían su excesiva indulgencia
para con los enemigos de la religión” (Lepape, 2003: 317). La ejecución se llevó a cabo
en Abbeville, donde el
maelström
de pasiones excitadas esperaba a su víctima propicia-
toria, con lujo de torturas. Cuando Voltaire se entera de lo ocurrido, lleno a la vez de
rabia y de miedo su libro ha sido quemado junto con el muchacho, no lo olvidemos
, le escribe lo siguiente a D’Alembert:
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No concibo cómo unos seres pensantes pueden permanecer en un país de mo-
nos que se vuelven tan frecuentemente tigres. Por mi parte, tengo vergüenza de
estar incluso en la frontera. En verdad, he aquí el tiempo de romper amarras, y
de llevarse lejos el horror del que uno está penetrado… […] ¿Es ese el país de la
filosofía y de los placeres? Es el de la [matanza de la noche de] San Bartolomé.
La Inquisición no habría osado lo que unos jueces jansenistas acaban de ejecu-
tar (Lepape, 2003: 319).
Para esas fechas, a propósito de partidos, el de los
philosophes
, aliado justamente con
el de los jansenistas, ha logrado ya que se expulse de Francia a los jesuitas o que se
los reduzca al menos, por lo pronto, a la clandestinidad. Desde agosto de 1762, el Par-
lamento de París, ante el que son acusados, anótese esto, de defender la idea de la so-
beranía del pueblo, es el que dicta la primera sentencia (Lacouture, 1991: 553). Y la
crisis mimética, en ese caso también, se va a propagar por toda la Europa católica. De
Portugal fue de donde los expulsaron primero, y no tardarán mucho, los discípulos de
San Ignacio, en ser proscritos de la propia España, de la que se los sacará violentamente
y de todos los territorios del imperio el 2 de abril de 1767, al morir el día.
Ahí tiene el lector un acto ciertamente muy digno de aquellos tiempos tan prósperos,
tan elegantes, y tan tolerantes e ilustrados. “La operación nada ha dejado que desear —
le escribió Roda a Choiseul: hemos muerto al hijo, ya no nos queda más que hacer
otro tanto con la madre, nuestra Santa Iglesia Romana” (Menéndez Pelayo, 2007: 215).
Y aunque no podamos demorarnos suficientemente en ello, tenemos que destacar por
lo menos que, además del atropello civil, y humano que todo eso implicó, y que con tanta
indolencia lo tenemos olvidado, también fue en palabras de don Marcelino Menéndez
Pelayo “un golpe mortífero para la cultura española”. Y para nuestra filosofía, sobre
todo, fue, hasta ahora, el golpe decisivo.
Con los jesuitas, en nuestros colegios, nuestra cultura hispánica no sólo tenía filosofía
en el más alto sentido del término; mandaba en ella. Con la expulsión de los jesuitas,
todos nosotros fuimos, de golpe, expulsados de la filosofía. Y la filosofía de los padres
de la compañía no fue vencida, eso es muy importante señalarlo, ni con libros ni con
argumentos, sino con intrigas, con calumnias, y en fin con violencia, con la violencia del
harto volteriano “despotismo ilustrado”. ¡Y tras esto, y pese a la ínfima calidad intelec-
tual de todos esos escritos, que en el mejor de los casos son obras de divulgación, Sar-
miento y su generación creerán que nuestro rezago filosófico se debe a que nosotros no
hemos dado al mundo un Voltaire, o un Diderot, o un d’Alembert! Don Joaquín Fernán-
dez de Lizardi, el novelista mexicano de la generación anterior, sabía perfectamente lo
que todas esas obras valían, pero las generaciones que siguieron a nuestra “liberación”
ya no lo sabían, y ni siquiera Octavio Paz lo supo bien a bien en la suya, y en la nuestra…
ustedes me dirán.
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No, no es que desprecie yo el valor de toda esa literatura. Me limito a enunciar un hecho
verdaderamente pasmoso, evidente para cualquiera que cuente con una formación fi-
losófica técnicamente rigurosa, como aquella de la que, privados de maestros, nuestros
intelectuales “ilustrados” carecían.
Puestos en posición de poder, entonces, y ante un Luis XV demasiado intimidado, los
jansenistas sacrificaron al muchacho de Abbeville, y aquello fue, como las bombas de
Hiroshima y Nagasaki, sobre todo un muy enérgico y muy contundente mensaje para
los del otro partido aliado.
¡Pero es que Voltaire se me dirá, el ser humano Voltaire, y el gran intelectual está
realmente conmovido, y escribe como estando realmente conmovido, e indignado por
la muerte del caballero de La Barra…! No tiene que esperarse entonces, el campeón de
los ilustrados, ni al Terror, ni a Auschwitz, ni al Gulag, ni a las bombas atómicas para
enterarse de la impotencia de la razón en el terreno en el que con tanta ligereza, y con
tanta irresponsabilidad quiere instalarla. ¿A quién, por cierto? ¿Quién es esa señora, y
quién, o quiénes sus representantes?
La filosofía escribe Voltaire en su
Tratado sobre la tolerancia
, la sola filo-
sofía, esta hermana de la religión, ha desarmado a unas manos que la supersti-
ción había durante mucho tiempo ensangrentado; y el espíritu humano, al des-
pertar de su borrachera, se ha sorprendido de los excesos a los que lo había
llevado el fanatismo (Voltaire, 1989: 49).
10
Y dejo el comentario de esas palabras a Goya, el primero, y luego a Jean-François Lyo-
tard, o incluso a Régis Debray, o a George Steiner...
Pero, ¿no estoy siendo demasiado injusto con Voltaire? ¿No acude con presteza, la
pluma del gran estilista, al auxilio de la causa del inocente al que el fanatismo acaba,
como a Callas, de asesinar? ¿Y no logra, como subrayan la mayor parte de los críticos, la
rehabilitación, al menos, de sus nombres?
El asunto es delicado, y sensible, habiendo sobre todo “mártires” de por medio. ¡Y san-
gre! ¡Y la portentosa fuerza de la sangre, contra la que de ordinario se estrellan las ob-
servaciones, y los argumentos! Sobre todo si espejeamos todo esto con los sucesos re-
cientes, y con el recurso a Voltaire, una vez más, como el campeón de la tolerancia. Y
eso frente al cristianismo, pretendidamente intolerante por definición, y frente a toda
“religión”, y ahora mismo frente al muy muy atacable islam, o frente al islamismo.
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Pues bien, si la sangre derramada borra toda disidencia y asegura, como muchos archi-
liberales pensadores y políticos saludaron, en la Francia de los atentados terroristas
contra la revista satírica
Charlie Hebdo
, una unanimidad sin falla, entonces siento de-
cirte, amigo Voltaire, que no le has ganado al fanatismo ni un ápice de terreno, y mucho
menos cuando se transforma en ídolo al supuesto derribador de ídolos.
Por fortuna, y
Luces
aparte, el cristianismo no ha dejado de operar, tanto en Occidente
como más allá, o más acá de Occidente, y gracias a ello, como nos explicaba muy bien
René Girard, las unanimidades están en jaque. Y lo están precisamente gracias a “la
trampa de la cruz”, que nos vuelve visible, o nos revela el mecanismo mediante el cual
se construyen, en derredor nuestro, los chivos expiatorios. Las viejas unanimidades “re-
ligiosas” están, por obra de esta revelación, fracturadas para siempre.
Interrogado por
Le Figaro
el 16 de enero de 2015, a propósito de la asaz ilustrada apro-
ximación entonces operada entre el “espíritu de Charlie” y el legado de Voltaire, en una
entrevista que lleva el elocuente título de En Francia uno tiene derecho a decirlo todo,
salvo lo que enoja”, Rémi Brague respondió lo siguiente:
“Espíritu” me parece una palabra demasiado grande para calificar ese género
de burlas… […] Voltaire sabía al menos ser ligero cuando quería ser divertido.
Esto dicho, Voltaire es para mí, además de uno de los más rabiosos antisemitas
que hayan existido, el mismo que hizo encerrar dos veces en la Bastilla a La
Beaumelle, quien había osado criticar su
Siglo de Luis XIV
. Más que sus trage-
dias, es el caso Callas el que le ha permitido volverse uno de nuestros tótems.
Ese no era observa Rémi Brague el único error judicial de la época. ¿Por
qué escogió Voltaire consagrarse a él? Sus primeras cartas, en el momento en el
que se entera del asunto, a finales de marzo de 1762, lo muestran con toda evi-
dencia: porque quería ante todo atacar al cristianismo. Recordemos el caso: se
trataba de un padre protestante que era sospechoso de haber asesinado a su
hijo, quién habría querido convertirse al catolicismo. El triunfo era seguro. Si el
padre Calas era culpable, la vergüenza para el fanatismo protestante; si era
inocente, la indignación contra el fanatismo católico… Pero atacar a los verda-
deros poderosos, a los ricos terratenientes o a los soberanos, como al regente,
o al rey, eso de ningún modo. Entonces, en ese sentido, sí, hay efectivamente
una filiación (Brague, 2015).
11
El intelectual
engagé
o comprometido parasita, en efecto, al cristianismo, cuando se
quiere hacer pasar por el defensor de las víctimas, apropiándose precisamente de la
revelación de que las víctimas no son culpables, o de la fractura del todos contra uno de
las religiosidades primitivas, que si el cristianismo desapareciera mucho me temo que
también dejaría de existir. Esto, en el mejor de los casos. Pero si afinamos la lente vemos
que la cosa es mucho peor de lo que parece. Y es que Voltaire en realidad no está con la
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víctima, y dudo mucho que lo estén los más de los “intelectuales comprometidos”, casi
todos ellos sus monos, o sus clones, casi todos ellos unos volteretes, o unos voltercillos.
El nazareno al que crucificaron los romanos hace poco más de dos mil años, en su opi-
nión, en la autorizadísima opinión del exitosísimo escritor Voltaire, no era una víctima
del todo inocente, y eso lo dice todo.
En su aclamado
Tratado sobre la tolerancia
, que en estos días se ha vuelto emblema,
una vez más, y hasta éxito de librería, y sospecho que de propaganda (Moreno Romo,
2015), Voltaire llega incluso a decir que, en la Roma antigua, si los rtires cristianos
fueron perseguidos, y supliciados, fue porque sin duda se lo tenían muy bien ganado:
No es creíble escribe ahí que haya habido nunca una inquisición contra los
cristianos en el tiempo de los emperadores, es decir que alguien haya ido a su
casa a interrogarlos sobre sus creencias. No se inquietó nunca sobre ese artículo
ni a judío, ni a sirio, ni a egipcio, ni a bardo, ni a druida, ni a filósofo. Los mártires
fueron entonces los que se elevaron contra los falsos dioses. Era una cosa muy
sabia, y muy piadosa no creer en ellos; pero en fin, si, no contentos con adorar
a un Dios en espíritu y en verdad, explotaron violentamente contra el culto re-
cibido, por absurdo que éste pudiera parecer, tenemos que reconocer que ellos
mismos eran intolerantes (Voltaire, 1989: 71).
12
Vean ustedes a lo que lleva, al aplicarla retrospectivamente, la absurda doctrina que
sobre la naturaleza de la religión nos quiere imponer a todos el liberalismo. Y Voltaire,
de nuevo, en su Relación de la muerte del caballero de La Barra”, dirigida al jurista
italiano Beccaria, y firmada por un tal abogado Cassen, si la leemos con cuidado vere-
mos que el que escribe eso no es precisamente el hombre, sino el jefe de secta dispuesto,
no a conmoverse de verdad, sino a sacarle partido a la ocasión, especialmente en su
grotesco ataque contra las víctimas:
Yo dejo, señor, a vuestra humanidad y a vuestra sabiduría le escribe a Becca-
ria el cuidado de hacer reflexiones sobre un evento tan espantoso, tan ex-
traño,
y frente al que todo lo que se nos cuenta de los pretendidos suplicios de
los primeros cristianos desaparece
(Voltaire, 1961: 765).
13
Henri Guillemin ha expuesto y denunciado ya su tampoco muy honrosa enemistad para
con el ilustrado y calvinista Juan Jacobo Rousseau, frente a quien el fabuloso intelectual
comprometido François-Marie Arouet alias Voltaire jugó el papel del celoso Bellaval,
atizando las pasiones con su venenosísima pluma, en vez de aplacarlas. En el Catecismo
del hombre honesto”, primero, fabricó un texto francamente anticristiano firmado con
las iniciales de Rousseau, y en “Sentimiento de los ciudadanos”, luego, bajo la máscara,
harto calculadamente mimética, y hecha para el uso de los monos que se vuelven tigres,
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Las acotaciones son autoría del autor del artículo (Nota del Editor).
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Las acotaciones y el énfasis son autoría del autor del artículo (Nota del Editor).
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de un indignado calvinista de Ginebra, pide para Rousseau, por escribir libros anticris-
tianos (y por escribir, encima, el texto que el propio Voltaire ha escrito y firmado con
sus iniciales), el mismo castigo que para el caballero de La Barra por leerlos: “Hay que
enseñarle escribe que si se castiga ligeramente a un novelista impío, se castiga
ca-
pitalmente
a un sedicioso” (Voltaire, 1961: 718). Los comentarios sobran, y es hora ya
de cerrar esta exposición.
Voltaire, entonces, ese escritor exitosísimo, y ese filósofo definitivo que se creyó nada
menos que el vencedor del cristianismo, si sobrevive —el gran representante de la “to-
lerancia” liberal— no es más que como parásito, o como contestación y hasta contes-
tación útil, si se quiere, aunque esto se puede y se debe discutir, de aquello que pre-
tendió aplastar. El anticristianismo superficial de Voltaire es lo que lo mantiene, digá-
moslo así y cerremos con eso, al filo de la actualidad, pues mientras haya cristia-
nismo habrá lugar para el anticristianismo frívolo, e irresponsable, y ese rol lo ha pa-
tentado Voltaire.
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