Protrepsis, Año 9, Número 17 (noviembre 2019 abril 2020). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 9, Número 17 (noviembre 2019 abril 2020) 51-70
Recibido: 10/10/2019
Revisado: 20/10/2019
Aceptado: 02/11/2019
Una ontología propiamente dicha.
Miguel Candel Sanmartín
1
1
Universidad de Barcelona.
Barcelona, España.
E-mail: candel@ub.edu
Resumen: Partiendo de algunas de las ideas principales que configuran la llamada
“ontología orientada al objeto”, el presente artículo reflexiona sobre las dificultades que
entrañan cerrar la brecha entre
fenómeno
y
noúmeno
y evitar caer tanto en el
escepticismo como en el realismo ingenuo. Un papel clave en este esfuerzo lo
desempeña la experiencia estética, tal como Graham Harman, siguiendo a Ortega y
Gasset, explica en un libro reciente.
Palabras clave: Objeto, realismo, fenómeno, noúmeno, experiencia estética.
Abstract: On the basis of some of the ideas constituting the main assumptions and
principles of the so called “Object-Oriented Ontology”, this paper reflects on the
difficulties that a truly realist ontology has to overcome in order to close the gap
between
phenomenon
and
noumenon
, and to avoid both radical skepticism and naïve
realism. A pivotal role in this undertaking is played by the aesthetic experience, as
Graham Harman, following Ortega y Gasset, explains in a recent book.
Keywords: Object, realism, phenomenon, noumenon, aesthetic experience.
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Un mundo de objetos
Ha surgido en los últimos años una corriente filosófica autodenominada ontología
orientada al objeto” (OOO)
1
. Destaca entre sus impulsores y propagadores el
norteamericano Graham Harman, en uno de cuyos últimos escritos,
Object-Oriented
Ontology
.
A New Theory of Everything
(2018)
2
, presenta de forma sucinta los
principios básicos de dicha ontología, formulados en su mayoría como negaciones de
otros tantos principios generalmente asumidos por muchas corrientes filosóficas
modernas y que la OOO rechaza:
1) Rechazo del reduccionismo materialista conocido como fisicalismo o fisicismo
3
.
2) Rechazo de la reducción de todo objeto a sus presuntos componentes últimos.
3) Aceptación de la ficción como parte de la realidad.
4) Rechazo del “literalismo”.
El punto 1 es estándar en toda filosofía que no quiera ahorrarse el arduo trabajo de
explicar algo mediante el cómodo expediente de suprimir el
explicandum
, por lo que no
puede considerarse un rasgo original de la OOO. Conviene recordar, no obstante, que el
rechazo del fisicismo no equivale a rechazar la física como ciencia primordial entre las
ciencias propiamente dichas, entre las que no se halla la filosofía (aunque haya habido
y siga habiendo muchos pensadores que la buscan ahí). En el carácter no propiamente
científico de la filosofía insiste Harman con razón, aunque no hacía falta esperar a él
para saberlo: ya Aristóteles, aunque con las dudas que señaló en su momento el
recientemente fallecido Pierre Aubenque (1966), lo dio a entender en su
Metafísica
. El
problema, como el propio Aristóteles muestra con la extrema generalidad de fórmulas
como “la ciencia de lo que es en cuanto tal”, es que resulta difícil precisar entonces qué
es la filosofía, lo que deja el campo abierto a toda laya de usurpadores del término.
El segundo punto lo sintetiza Harman con el vocablo, tan gráfico como pedestre,
“pequeñismo” (
smallism
). La idea, tal como se desarrolla en mi redacción del punto,
está clara: es erróneo, aunque frecuentísimo (al menos desde Leucipo y toda la
1
Expresión que no puede ocultar su origen anglosajón, pues orientado a” es la traducción literal de un
sintagma creado hace tiempo en ese ámbito lingüístico: una expresión equivalente, más usual en
castellano, sería “centrado en”.
2
Para sus otros escritos sobre el mismo tema o temas afines, véase la Bibliografía. El presente artículo
no pretende ser una mera exégesis del libro y las ideas de Harman, sino una reflexión sobre temas
idénticos o similares, parcialmente apoyada en dichas ideas. En todo caso, el objetivo central del artículo
es la reivindicación de una ontología realista (es decir, de una ontología propiamente dicha).
3
Sería más conforme a la morfosintaxis del español este segundo término, pues el adjetivo del que deriva
es ‘físico’, único equivalente en español del inglés ‘physical’.
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tradición atomista subsiguiente, de la que participó, entre otros muchos, René
Descartes), confinar la verdadera realidad (la
res vera
, en expresión del mismo
Descartes) en unas supuestas partículas elementales
4
. La cosa no queda ahí, es decir, en
el desmenuzamiento de las cosas hasta reducirlas a sus presuntas
minimae partes
5
.
Descartes, haciéndose eco de esa tradición, según la cual los “átomos” carecen de toda
propiedad no meramente cuantitativa (tamaño, figura y, según Epicuro, peso),
desarrolla, siguiendo a Galileo, la distinción entre
cualidades primarias
(solidez,
extensión, figura, forma, movimiento o reposo y mero) y
cualidades secundarias
(color, sabor, olor, sonido, temperatura, etc.), de las que sólo las primeras serían
propiedades “reales”, es decir, existentes objetivamente en la cosas, mientras que las
segundas serían meramente subjetivas, por hallarse solamente en el sujeto que las
percibe o, como máximo, en la “interfaz” entre el perceptor y la cosa percibida. De esa
distinción se infiere, según los que la proponen, que unas cualidades, las
primarias
, son
también
primeras
en el proceso de percepción, es decir, resultan evidentes de entrada,
mientras que las
secundarias
son de segundo rango en cuanto a claridad y sujetas
siempre a posible error. Dice Descartes:
En lo que toca a las ideas de las cosas corporales, no reconozco en ellas nada tan
grande y excelente que no me parezca poder provenir de mí mismo, pues si las
considero de cerca y las examino, como hice ayer con la idea de la cera,
encuentro que no se dan en ellas sino poquísimas cosas que yo conciba clara y
distintamente, y son, a saber: la magnitud, o sea extensión en longitud, anchura
y profundidad; la figura que resulta de la terminación de esta extensión; la
situación que los cuerpos, con diferentes figuras, mantienen entre sí; y el
movimiento o cambio de esta situación, pudiendo añadirse la sustancia, la
duración y el número. En cuanto a las demás cosas, luz, colores, sonidos, olores,
sabores, calor, frío y otras cualidades que caen bajo el tacto, hállanse en mi
pensamiento tan oscuras y confusas, que hasta ignoro si son verdaderas o
falsas, es decir, si las ideas que concibo de esas cualidades son efectivamente las
ideas de cosas reales o si no me representan más que unos quiméricos seres
que no pueden existir (1641, III 19)
6
.
4
Las cuales de elementales, de partículas, o de ambas cosas, cada vez parecen tener menos, a medida que
cada cierto tiempo se descubre que pueden a su vez descomponerse en otras entidades s y más
elementales. Harman, llevando la cosa al último límite propuesto por la física actual, sitúa ese nivel
presuntamente elemental en las denominadas “cuerdas (de la teoría a llamada), especie de
interacciones puras que no presuponen “cosas” que interactúen, sino que, al revés, son presupuestas por
las cosas, como constituyentes de éstas. Aun suponiendo que dicha teoría llegara a formar parte del
consenso científico (algo que es dudoso que consiga, dada la cantidad de objeciones de peso que se le
hacen), habría que ver cnto tiempo tardan las “cuerdas” en dar paso a, digamos, unos “hilos” o vaya
uno a saber qué otros entes mínimos aún más adelantados en la carrera hacia lo infinitamente pequeño.
5
La expresión es de Lucrecio (1900, 610, 628), como aclaración de la naturaleza del átomo epicúreo. Cf.
al respecto el brillante y probablemente no superado estudio de David J. FURLEY (1967).
6
Citado según la versión española de Manuel García Morente.
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Pues bien, es sabido que Aristóteles, en el capítulo sexto del libro II de su
De anima
,
adopta el punto de vista exactamente opuesto a ése al establecer la distinción entre los
que él llama los
sensibles propios
y los
sensibles comunes
:
Llamo sensible propio a aquel que no puede ser percibido por ningún otro
sentido y
sobre el que no es posible equivocarse
; por ejemplo, la visión del color,
la audición del sonido y la gustación del sabor. El tacto, por su parte, comprende
muchos aspectos diferentes; pero cada sentido discierne acerca de [cada uno
de] estos sensibles
y no yerra
en que se trata de un color o de un sonido, sino
acaso en qué es lo que está coloreado o dónde está, o en qué es o dónde está lo
que suena. Así, pues, tales sensibles se dicen propios de cada sentido; son
comunes, en cambio, el movimiento, el reposo, el número, la figura y el tamaño,
pues éstos no son propios de ningún sentido, sino comunes a todos. En efecto,
algún movimiento es perceptible para el tacto y para la vista (1831, II 6, 418a
11-20)
7
.
Como se echa de ver por las expresiones que hemos subrayado en esta última cita, de
lo que, según Aristóteles, al revés que Descartes, no cabe dudar es de las sensaciones
percibidas por un único sentido, es decir, de aquello que, a falta de contraste con el
testimonio de otros órganos de percepción, captamos como una unidad cualitativa
irreducible, realidades que los que modernamente se dedican al estudio
interdisciplinario de la mente llaman
qualia
. Donde sí, en cambio, hay margen para el
error, según el propio Aristóteles y al revés que para Descartes, es en la percepción de
los sensibles comunes. Aunque Aristóteles no lo explicita abiertamente
8
, parece claro
que ello se debe a que los sensibles comunes se obtienen por la combinación de varios
sensibles propios, y donde hay combinación o síntesis, a diferencia de lo que ocurre con
la percepción simple, siempre cabe el error, como señala Epicuro (1960, 50, 8-12).
Descartes, por el contrario, parece como si pensara que el hecho de que los aspectos
cuantitativos los percibamos mediante la combinación de varios sentidos es, como
cuando varios testigos declaran lo mismo en un juicio, mayor garantía de que la
percepción se ajuste a la realidad. Aunque todo apunta a que el sesgo que condiciona,
en éste como en otros puntos, el pensamiento cartesiano es similar al prejuicio
reduccionista de muchos de los antes aludidos estudiosos contemporáneos de la mente,
que les lleva a negar o eliminar (de hecho, una de las más influyentes corrientes actuales
en filosofía de la mente se conoce precisamente como
eliminacionismo
) todos aquellos
aspectos de lo mental cuya naturaleza estrictamente cualitativa y holística frustra
cualquier intento de análisis o descomposición en elementos simples y computables:
7
Traducción del autor.
8
Una indicación puede atisbarse, sin embargo, cuando dice que podemos errar “acaso en qué es lo que
está coloreado o nde está, o en qué es o nde está lo que suena”. Referencias, por un lado, a uno de
los aspectos cuantitativos o extensionales propios de un
sensible común
, como la ubicación; y, por otro
lado, a algo que Descartes también ha situado en el campo de lo clara y distintamente concebible al modo
de las cualidades primarias: la substancia, es decir, lo correspondiente a la pregunta “¿qué es?”.
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exactamente lo que ocurre con las que Descartes llama “cualidades secundarias”. Pues
bien, precisamente por eso resulta llamativo que entre los ejemplos que Descartes
considera típicos de un error de percepción
9
abunden los casos en que nos equivocamos
al atribuir cierta figura o tamaño a un objeto, es decir, en la percepción de sensibles
comunes. Así dice: “Pues varias veces he observado que una torre que de lejos me
parecía redonda, de cerca la veía cuadrada, y que estatuas colosales levantadas en lo
más alto de esas torres me parecían, vistas desde abajo, pequeñas figuras” (1641, VI,
13). Es decir que el propio Descartes da a veces sin querer (y sin reconocerlo) la razón
a Aristóteles en esta cuestión.
Pero volvamos a lo central del punto 2 arriba mencionado como característica de la
OOO. Lo esencial aquí es reconocer, como ya hizo Aristóteles, que las explicaciones
ex
quo
, las que se limitan a explicar
de qué
constan, están hechas, constituidas, etc., no
agotan la caracterización de las cosas. Ese tipo de explicación es lo que la tradición
aristotélica llama
causa material
, y para Aristóteles tiene, entre otras, la limitación de
que en realidad sólo considera las cosas desde el punto de vista de su generación
10
, es
decir, de su
devenir
, dejando de lado su estructura actual, es decir, su
ser
11
. De ahí el
conocido esquema hilemórfico
materia
y
forma
, causa material y causa formal, aplicado
por Aristóteles a toda realidad
12
y complementado con la referencia al
motor
del
proceso que da lugar a las cosas en términos absolutos (la
generación
propiamente
dicha) o a la adquisición o pérdida por ellas de diversas propiedades, y a la
meta
o
finalidad a la que apunta o se dirige el mencionado proceso (meta que, en el fondo, se
9
En realidad, como Descartes aclara en varias ocasiones, particularmente en las respuestas a las
objeciones que se le hicieron a sus
Meditaciones
, el error no reside tanto en la percepción en cuanto tal
como en el juicio sobre ella. En esto hay total concordancia con lo que dicen Aristóteles, Epicuro e incluso
los antiguos escépticos (de ahí su propuesta de “suspender el juicio”). Pero lo que Descartes parece
ignorar es que en la percepción de propiedades como el tamaño, la figura, etc. hay ya juicios e inferencias
implícitos.
10
En efecto, pese a la apariencia de que decir
de qué
está constituida una cosa equivale a mostrar su
naturaleza profunda, en realidad se trata de una explicación no
ontológica
, sino
ontogenética
, pues
presenta esa cosa como mero
resultado
de un proceso de composición. Proceso que, como insistiremos
más adelante, se queda siempre corto como explicación, pues tarde o temprano acaba siendo necesario
recurrir a un
plus
explicativo, como pueden ser lo que modernamente se conoce como propiedades
emergentes
(con toda la problematicidad añadida que tiene este último concepto).
11
Como heredero de la línea de pensamiento trazada por Platón, Aristóteles no podía dejar de atribuirle
prioridad ontológica al
ser
frente al
devenir
. Conviene observar, no obstante, que la identificación, que
gran parte del pensamiento posterior a Aristóteles ha establecido, entre el ser con lo
estático
, por un lado,
y el devenir con lo
dinámico
, por otro, es completamente errónea. El ser propiamente dicho es, para
Aristóteles,
acto
,
enérgeia
, dotado de un dinamismo intrínseco que nada tiene que ver con el
cambio
, con
eso que Whitehead (1979) llamó gráficamente el “perpetuo perecer”.
12
Con la excepción, si acaso, de hipotéticas formas puras, cuyos únicos ejemplos rastreables en sus obras
serían los “motores” de las esferas celestes, que en todo caso merecen por parte de Aristóteles la
denominación de actos puros más que la de formas puras.
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identifica prácticamente con la estructura o forma adquirida por las cosas en la
culminación de sus procesos de generación o de cambio).
Esta vieja idea aristotélica (que podríamos resumir diciendo que consiste en afirmar la
irreductibilidad de la forma a la materia) encuentra en la OOO un desarrollo mucho más
detallado. Sin negar realidad al nivel “micro” de las cosas, sostiene que hay que
reconocer carácter real a todo aquello que entra en nuestro campo de experiencia, en
todos los niveles de complejidad. El rmino aplicado en todos los casos es “objeto”. Y
tan objeto es un átomo como un libro, un animal, una persona, un edificio, una
institución o incluso un acontecimiento (la Segunda Guerra Mundial, pongamos por
caso, sin que ello obste para que esté constituida a su vez por infinidad de otros
acontecimientos-objetos de menor envergadura espacio-temporal).
Este planteamiento, más generoso seguramente, en la concesión del marchamo
13
de
realidad, que ninguno de los conocidos hasta ahora en toda la historia de la filosofía,
rompe con varias restricciones heredadas de la tradición clásica, para la que no
cualquier aspecto, parte o elemento de la realidad merece ser considerado realidad en
sí mismo. De entrada, sin necesidad de llegar al “minimalismo” de las teorías atomistas
antiguas y modernas, un presupuesto básico compartido seguramente por la mayoría
de las corrientes filosóficas hasta hoy es que hay grados de realidad y que el grado
máximo corresponde a los llamados
elementos
o entidades
elementales
. No es
propiamente así en el caso de Aristóteles, pues si bien basa su cosmología en la teoría
de los cuatro elementos de Empédocles (tierra, agua, aire y fuego, con la adición de un
quinto elemento, el éter celeste), considera no obstante que las entidades en sentido
propio, aquellas formas de ser que merecen plenamente la consideración de
reales
, no
se reducen a los mencionados elementos (que Aristóteles, por supuesto, considera
entidades; de ahí que les aplique el término οσία, que en latín se vertió sucesivamente
como
essentia
y
substantia
; por eso el quinto elemento se llamó tradicionalmente
quinta essentia
). Además de los elementos, pues, Aristóteles consideró entidades (o, en
su denominación tradicional,
substancias
) todos aquellos seres dotados de unidad y
existencia independiente: fundamentalmente todos los seres vivos, pero también otras
muchas cosas, naturales (los astros, por ejemplo) o artificiales (un ejemplo recurrente
en su obra son las casas). La impronta de esa ontología aristotélica quedó
indeleblemente fijada en las primeras gramáticas griegas y latinas y, a partir de ellas,
en las de todas las lenguas indoeuropeas. Por eso nuestra categoría gramatical básica
se llama todavía
substantivo
, del que las gramáticas tradicionales, estructuradas con
arreglo a criterios semánticos (no sintácticos, como las más modernas), decían que era
aplicable a “personas, animales o cosas”.
13
De uso común en algunos países de Hispanoamérica. En sentido amplio, puede entenderse
“marchamo” como etiqueta, marca o sello. (Nota del Editor).
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Objetos y relaciones. Una relación llamada conocimiento
Pues bien, como hemos visto más arriba, esa concepción amplia de lo que es real en
sentido pleno es compartida y reforzada por la ontología de la que aquí nos ocupamos,
tal como se expresa en el punto 2. Aunque los defensores de la OOO no siempre lo
expliciten, los dos criterios básicos para la atribución de realidad plena a algo son los
que arriba hemos visto empleados por Aristóteles: unidad e independencia (Aristóteles
llama a lo segundo “separación”). Por eso Harman insiste, como un aspecto esencial de
lo que él llama “objeto” (y que coincide, en lo fundamental, con lo que Aristóteles llama
οσία, entidad o substancia), en su independencia, en el carácter autónomo de su
existencia, para la que no es necesario, como tal, el entramado de relaciones que sin
duda todo objeto mantiene con el resto de objetos del mundo. Entiéndase: no le es
necesario para existir sin más, para dar razón de su presencia
actual
14
en el mundo,
para ser
en
(la OOO reivindica sin reticencia alguna la
Ding an sich
, la
cosa en
, el
noúmeno
postulado por Kant).
En consonancia, también, con el criterio aristotélico y a diferencia del “elementalismo”
tradicional arriba mencionado, la OOO adopta lo que algunos llaman una “ontología
plana
”, es decir, una visión de lo real que de entrada le atribuye a todo lo existente (y
podríamos adir, mutatis mutandis, a todo lo posible) un mismo tipo o grado básico
de existencia. Una ontología no plana, en cambio, sería aquella que de entrada establece
oposiciones tajantes entre niveles micro-macro, como el mencionado elementalismo, o
entre ámbitos de realidad mutuamente incompatibles, caso, por ejemplo, del dualismo
radical cartesiano mente-cuerpo, o pensamiento-extensión. Spinoza, por el contrario,
es el ejemplo clásico de ontología plana, al reducir la extensión y el pensamiento a otros
tantos de los (infinitos) atributos de una única substancia. Pero aclaremos enseguida
que una ontología plana no tiene por qué identificarse sin más con una metafísica
monista
: la OOO de Harman, por ejemplo, frente a la substancia única de Spinoza
postula la irreductible multiplicidad de los objetos del mundo, haciendo de la
independencia o separación aristotélica un rasgo no ya del todo, sino de cada una de las
partes en que de manera más o menos espontánea se nos presenta, fragmentada, la
experiencia. Sólo que la OOO es mucho más dadivosa (y, por tanto, más “plana”) que la
ontología de Aristóteles al repartir ése que podríamos llamar el don de la
substancialidad, como hemos visto por los ejemplos de objetos citados tres párrafos
más arriba y, sobre todo, como da a entender el punto 3 enunciado al principio de este
texto.
El punto 3 puede ciertamente sorprender. A primera vista cualquiera podría pensar que
se trata de algo así como de reivindicar, por ejemplo, la existencia real, en sentido literal,
14
Otra cosa sería, obviamente, la explicación del proceso o serie causal de acontecimientos que ha llevado
a la aparición del objeto, secuencia de hechos que, sin embargo, ha dejado de formar parte del objeto
considerado aquí y ahora.
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de los Magos de Oriente (no de los personajes citados por el Evangelio de San Mateo,
suponiendo que existieran realmente en aquella época como seres de carne y hueso,
sino de los que presuntamente traen regalos a los niños de este y otros países la noche
del 5 al 6 de enero). Cierto que no se trata literalmente
15
de eso, de afirmar que esa
noche actúan unos seres humanos semejantes a nosotros (aunque dotados de poderes
sobrenaturales) que responden a esa denominación y que realizan físicamente (aunque
sin duda “milagrosamente”) la generosa tarea que muchos niños creen que realizan. Se
trata simplemente de reconocer que esa ficción, en la medida en que produce efectos
reales en varios órdenes (en la mente de los niños, para empezar, pero también en el
comportamiento de los muchos adultos que participan de los actos destinados a dar
“vida” a la ficción), tiene un innegable grado de realidad. Como lo tienen las obras
literarias, no sólo en cuanto a su soporte físico en papel o en circuitos electrónicos, ni
tampoco sólo en cuanto presentes en la imaginación de sus lectores u oyentes, ni sólo
en su registro en catálogos de bibliotecas, etc. ¿Dónde, entonces? En todo eso y en algo
más. Un algo más que ciertamente se nos escapa. Pero que no se nos escapa mucho más
que el conocimiento pleno de nuestra propia existencia, como veremos algo más
adelante. Quizá el siguiente texto de Ortega y Gasset pueda darnos una pista:
‘Don Quijote’ no es ni un pensamiento mío, ni una persona real o imagen de una
persona real: es un nuevo objeto que vive en el ámbito del mundo estético,
distinto éste del mundo físico y del mundo psicológico (1957: 262, Tomo 6).
¿Quiere esto decir que el precio a pagar por integrar la ficción en la realidad, en el
mundo de los objetos, es multiplicar, no ya el número de objetos, sino el de mundos? La
cuestión puede ser meramente nominal. No hay por qué entender ‘mundo’ en un
sentido tal que presuponga la total
incomunicabilidad
entre distintos mundos, al modo
en que muchos autores posmodernos hacen derivar, de Thomas Kuhn y su teoría sobre
los cambios de paradigma en la ciencia, la tesis de la inconmensurabilidad entre
modelos científicos, esquemas conceptuales y culturas enteras. Los “mundos” de que
habla Ortega pueden perfectamente entenderse en un sentido análogo al que tienen en
la obra de Giordano Bruno
L’infinito: universo e mondi
16
, donde los mundos no son sino
los astros, infinitos en número pero inmersos en el infinito receptáculo de un mismo
universo común a todos ellos. Dando, pues, por sentado que la supuesta pluralidad de
mundos no rompe la homogeneidad propia de la sana ontología que hemos
caracterizado como “plana”, todo el problema reside en determinar qué hay de común
y qué de específico en los mundos que Ortega llama, respectivamente, estético, físico y
15
Concepto, éste, de literalidad que reviste enorme importancia, como veremos al desarrollar el punto 4
de las características de la OOO enunciadas al principio.
16
Es frecuente alterar erróneamente el sentido de este título prescindiendo de los dos puntos después
de ‘infinito’, en cuyo caso se debilita la idea de que el infinito es una propiedad tanto del universo en
conjunto como del número de mundos que lo pueblan.
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psicológico. Así como qué relaciones guardan entre ellos y si dichas relaciones
establecen algún tipo de jerarquía entre ellos.
A primera vista, un orden jerárquico plausible entre un mundo estético, uno físico y uno
psicológico sería aquel que situara en la base el físico y, apoyándose en él, el psicológico
y el estético. Pero esa simple topología no aclara gran cosa, pues habría que caracterizar
con mucha mayor precisión las relaciones que los unen. El fisicismo, justamente
descartado por la OOO, no tiene nada que decir aquí, pues su “solución” consiste en
negar la existencia propiamente dicha tanto a lo estético como a lo psicológico,
reducidos ambos, sin resto alguno, a sus soportes físicos.
Pero sin caer en el fisicismo parece razonable considerar que, digamos, la masa y la
energía conservan, a pesar de sus continuos cambios, un estatuto ontológico mucho
más accesible a una descripción unívoca que la obra de arte o el estado mental. Lo cual
se explica porque la realidad que es objeto formal
17
de la física es la más simple y pobre
en atributos, comparada con la que es objeto de cualesquiera otras formas de
conocimiento (tanto científicas como no científicas). Los elementos y sus interacciones
de los que habría que dar cuenta, por ejemplo, para describir adecuadamente un
sentimiento de angustia o la naturaleza y función de una novela son infinitamente más
numerosos y sutiles que los necesarios para describir adecuadamente la ebullición del
agua.
Parecería, pues, que la jerarquía entre realidad física, realidad psicológica y realidad
estética se establece a lo largo de una escala de menor a mayor complejidad y según una
relación de inclusión: lo físico como elemento de lo psicológico y ambos como
elementos de lo estético.
Pero en modo alguno hay que inferir de ahí que el paso de un nivel al superior sea
simplemente el resultado de una adición, es decir, un mero crecimiento cuantitativo. De
la misma manera que el reconocimiento de un rostro no se obtiene simplemente
sumando rasgos sueltos (boca, nariz, ojos, orejas…), como se puede comprobar con los
pasatiempos consistentes en adivinar a qué personaje conocido pertenece un rostro
previamente troceado y cuyos trozos aparecen desordenados. Hasta que no se da la
visión de conjunto, con todos los rasgos en su sitio, no se produce el reconocimiento. Y
quienes al hacer el pasatiempo adivinan de qué rostro se trata lo consiguen porque
tienen muy presente en la memoria dicho rostro al completo y son capaces, a la vista de
17
Es lamentable que la vieja distinción escolástica medieval entre
objeto material
(la “cosa en ”) y
objeto formal
(el aspecto de la cosa considerado en cada caso) haya caído en desuso en el vocabulario
filosófico habitual. Evitaría muchos equívocos. Pero ya se sabe que ‘moderno’ deriva de ‘moday que lo
nuevo tiende a enterrar lo viejo, no por peor, sino por viejo.
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uno o varios trozos, de recordar el conjunto. En cambio, cuando se presenta
fragmentado un rostro desconocido, es imposible imaginar el rostro completo.
Para Graham Harman, y exactamente al revés de lo que postula el fisicismo, el nivel
sobre el que mejor puede operar la filosofía y, por tanto, el nivel ontológico fundamental
entre los tres mencionados es el estético. En efecto, es en él donde la realidad se
presenta en su máxima complejidad, donde ningún aspecto de ella es suprimido o
reducido y, por tanto, donde el objeto se ofrece al pensamiento en plenitud, con toda su
riqueza.
Y aquí es donde cobra sentido el cuarto rasgo que caracteriza a la OOO: la renuncia al
literalismo o a la literalidad. Se entiende por tal el principio según el cual hay una forma
adecuada o “recta” (según la clásica distinción semántica “sentido recto” /vs/ “sentido
oblicuo”) de describir un objeto, y todo enunciado verdadero acerca de éste debe
adoptar esa forma. Dicha formalidad alcanza su máximo rigor en el lenguaje científico,
pues éste aspira al mayor grado posible de univocidad y una expresión se considera
tanto más literal cuanto más unívoca.
Pero lo cierto es que, tal como sostiene Harman, por muy exento de ambigüedades, por
muy coherente que sea y bien estructurado que esté un lenguaje, siempre fracasa si lo
que se exige de él es que nos acceso a la realidad tal como es. Y no está solo en su
fracaso: en efecto, ya la percepción sensorial, tal como vio Kant, se queda, por así decir,
a las puertas de los objetos que esperamos que nos a conocer, sólo nos brinda
fenómenos
,
apariencias
o, según la iluminadora alegoría platónica,
sombras
de las
cosas. De modo que el lenguaje, que está todavía un paso más lejos de la realidad que la
experiencia sensorial (aunque en cierto sentido está más cerca, como veremos), con
más razón tiene que frustrar nuestro afán de conocimiento pleno.
No es la OOO una variante más de irracionalismo o escepticismo, actitudes éstas
recurrentes a lo largo de la historia de la filosofía, debido precisamente a las insalvables
dificultades con que topa nuestro natural afán de conocer. Es simplemente una variante
de realismo moderado, es decir, de la convicción de que existen realmente cosas más
allá (o, en el caso de esas “cosas” que somos nosotros mismos,
más acá
) de los
fenómenos, y que nuestras facultades cognitivas “envuelven”, como si dijéramos, las
cosas pero no “penetran” en ellas.
Puede parecer que esa barrera es sorteada o derribada por la llamada introspección,
incluso por cualquier experiencia que tenga por objeto al propio sujeto de ella. Pero no
es así. O lo es sólo al precio de que lo que encontramos al otro lado de la barrera es
simplemente una
representación
, pero no la
presentación
desnuda, sin envoltorio
alguno, de lo que queremos captar. Unas reflexiones de Ortega y Gasset, extraídas del
mismo texto citado más arriba, nos serán nuevamente de ayuda. Habla el autor del
Protrepsis, Año 9, Número 17 (noviembre 2019 abril 2020). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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conocimiento que podemos tener de algo tan íntimamente ligado al sujeto cognoscente
como el dolor:
¿Cómo expresaríamos de un modo general esa diferencia entre la imagen o
concepto del dolor y el dolor como sentido, como doliendo? Tal vez haciendo
notar que se excluyen mutuamente: la imagen de un dolor que no duele, más
aún, aleja el dolor, lo sustituye por una sombra ideal. Y viceversa: el dolor
doliendo es lo contrario de su imagen; en el momento que se hace imagen de sí
mismo deja de doler (1957: 252, Tomo 6).
En efecto, “Cuando yo siento un dolor ―dice Ortega―, cuando amo u odio yo no veo mi
dolor ni me veo amando u odiando”
(loc. cit.).
Y prosigue:
Para que yo vea
mi
dolor es menester que interrumpa mi situación de doliente
y me convierta en un yo vidente. Este yo que ve el otro doliente es ahora el yo
verdadero, el ejecutivo, el presente. El yo doliente, hablando con precisión, fue,
y ahora es sólo una imagen, una cosa u objeto que tengo delante (1957: 252-
253, Tomo 6).
En el conocimiento
explícito
de la propia experiencia se produce, pues, un
desdoblamiento del sujeto, que impide el acceso directo, inmediato (es decir, sin
intermediarios), del
yo
al
yo mismo
:
Ese
yo,
a quien mis conciudadanos llaman Fulano de Tal, y que soy yo mismo,
tiene para mí, en definitiva, los mismos secretos que para ellos y viceversa: de
los demás hombres y de las cosas no tengo noticias menos directas que de
mismo (Ortega y Gasset, 1957: 253, Tomo 6).
No se trata, por supuesto, de algo que haya descubierto Ortega. En Plotino, por ejemplo,
leemos:
El contemplante ¿cómo se conocerá a mismo en lo contemplado, puesto que
se identifica con el contemplar? No puede darse la contemplación en lo
contemplado
18
. Más bien, al conocerse a mismo de ese modo, se pensará como
contemplado, y no como contemplante. Así que no se conocerá a mismo del
todo ni entero. Al que vio, lo vio como contemplado y no como contemplante, y
así, habrá visto a otro, pero no a sí mismo
19
.
18
Es decir, el que contempla y su acto, la contemplación, en cuanto
activos
, no parece que puedan
reconocerse en algo
pasivo
como es lo contemplado.
19
Πς αυτν γνώσεται θεωρν ν τ θεωρουμέν τάξας αυτν κατ τ θεωρεν; ο γρ ν ν τ
θεωρουμέν τ θεωρεν. γνος αυτν οτω θεωρομενον λλο θεωροντα νοήσει στε ο πάντα
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Permítaseme, en la misma línea, un par de autocitas:
Como muestra la más elemental retrospección
20
sobre nuestros actos de
conocimiento de cualquier clase, nuestro Yo, en el momento de conocer algo,
queda, por así decir, embargado por su objeto, plenamente “absorbido”
absorto
― en él. Observación ésta, por cierto, que priva de toda base al
cogito
cartesiano como garante de una presunta intuición de nuestro Yo en el acto
mismo de pensar cualquier cosa; pues si así fuera, es decir, si cada acto de
pensamiento nos pusiera, a la vez que ante la consideración de su objeto, ante
la consideración de él mismo como tal acto (…), se produciría una escalada sin
límite de actos de pensamiento superpuestos, una monstruosa inflación de la
mente, a saber: pensar X implicaría pensar que se piensa X y, por tanto, pensar
que se piensa que se piensa X, y así hasta el infinito (2018: 27).
Por ello:
El
cogito
cartesiano no puede garantizar su propia existencia sin salir de
mismo, sin proyectarse en una representación de su acto que
no
es su propio
acto y que, por tanto,
no es él mismo
, ya que su naturaleza es precisamente la
de un acto
21
. Acto doble, además: activo productor, por un lado, de la
representación y pasivo registrador o perceptor, por otro lado, de ella (he ahí,
insoslayables, las dos caras, funciones o naturalezas
22
asignadas al intelecto por
Aristóteles) (Candel, 2018: 50).
Sigue Ortega:
De suerte que llegamos al siguiente rígido dilema: no podemos hacer objeto de
nuestra comprensión, no puede existir para nosotros nada si no se convierte en
imagen, en concepto, en idea ―es decir, si no deja de ser lo que es, para
transformarse en una sombra o esquema de sí mismo. Sólo con una cosa
tenemos relación íntima: esta cosa es nuestro individuo, nuestra vida, pero esta
intimidad nuestra al convertirse en imagen deja de ser intimidad. Cuando decía
que en el “yo ando” nos referíamos a un andar que fuera visto por su interior,
aludía a una relativa interioridad; con respecto a la imagen del moverse un
cuerpo en el espacio es la imagen del movimiento de mis sensaciones y
οδ λον γνώσεται αυτν ν γρ εδε, θεωρομενον λλο θεωροντα εδε κα οτως σται λλον,
λλο αυτν ωρακώς. PLOTINO (1977
,
V 3, 5, 10-15). Versión española de Jesús Igal.
20
Al decir aquí “retrospección” en lugar de “introspección” ya se da a entender que hay un desfase entre
el acto de conocer y el conocimiento de ese acto.
21
O, mejor, una fuente de actividad; pues tampoco se circunscribe la naturaleza del Yo a ninguno de sus
actos, ni siquiera a la totalidad de éstos.
22
Se alude, naturalmente, a la distinción aristotélica entre “entendimiento agente” y “entendimiento
paciente”. Precisar el grado de autonomía ontológica de ambos aspectos es una de las tareas inacabadas
de la tradición filosófica hasta nuestros días. Véase al respecto: (Alejandro de Afrodisia, 2013: 8-11).
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sentimientos como una interioridad. Pero
la
verdadera intimidad que es algo en
cuanto ejecutándose está a igual distancia de la imagen de lo externo como de
lo interno. La intimidad no puede ser objeto nuestro ni de la ciencia, ni en el
pensar práctico, ni en el representar imaginativo, y sin embargo, es el verdadero
ser de cada cosa, lo único suficiente y de quien la contemplación nos satisfaría
con plenitud (1957: 254, Tomo 6).
No sólo la intimidad de las cosas ―nosotros mismos incluidos― a la que alude Ortega se
nos escapa cuando tratamos de aprehenderla, sino que incluso suele estar ausente la
conciencia de ese hiato insalvable entre “contemplante” y contemplado”, como dice
Plotino. Ambas cosas quedan oscurecidas por el lenguaje en tanto mayor proporción
cuanto más estandarizado, coherente y unívoco es el sistema de signos que lo
constituye. Lo que en realidad nos brinda un lenguaje bien organizado (cuyo paradigma
es el lenguaje científico) es un entramado de
relaciones
entre cosas, no las cosas
mismas. En cambio, como sostiene convincentemente Harman, en línea con Ortega,
aquello a lo que aspiramos es a “penetrar” en los objetos, no simplemente a
compararlos y conectarlos unos con otros: La intimidad (…) es el verdadero ser de
cada cosa, lo único suficiente y de quien la contemplación nos satisfaría con
plenitud”(Ortega y Gasset, 1957: 254, Tomo 6). Y lo primero que hay que saber es que
esa contemplación “por dentro”, aunque así la llamemos, no se da realmente. Ciertos
autores medievales ―como Tomás de Aquino― atribuían erróneamente al verbo latino
intelligere
, “entender”, una etimología que hacía de éste un compuesto derivado de
intus
, “dentro” y
legere
, “leer”, según lo cual significaría leer el interior” de las cosas;
nada más lejos de la verdad:
intelligere
deriva de
inter-legere
, “ligar o relacionar entre
sí” las cosas. Así que, lamentablemente, como en las citas precedentes queda claro, el
acceso a la intimidad de las cosas aludida por Ortega es imposible… salvo quizá
proyectando en ella nuestra propia intimidad. Eso es lo que, siguiendo también a
Ortega, afirma Harman que sucede en la experiencia estética. Pero veamos hasta qué
punto.
La metáfora: apertura del lenguaje al ser
En efecto, Ortega, según Harman, sostiene que el reino de lo nouménico al que se refiere
Kant no nos está totalmente vedado, pues es virtud del arte abrirnos una ventana por
la que asomarnos a él. ¿Cómo? Presentando las cosas de tal manera que truequen su
aspecto anodino por otro sugerente, sorprendente incluso. Para lo cual se trata, por así
decir, de sacarlas de su “lugar natural” dentro del campo de la experiencia a fin de que
la trama de relaciones ordinarias en que están inmersas deje de absorber todo su ser,
deje de hacerlas irrelevantes dentro de un conjunto cuyos límites no alcanzamos a ver,
para volverlas especiales”, o mejor, “únicas” e “irrepetibles”, en una palabra,
individuales
.
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Más precisamente: el objeto de arte (en el que la ficción como parte
sui generis
de la
realidad tiene un papel crucial), en virtud de su descolocación” respecto del entorno,
nos hace cobrar conciencia de que hay en él algo más que apariencia, más que una
sombra proyectada sobre una pantalla tras la cual no hay nada. Los objetos ordinarios,
en cambio (salvo que los contemplemos con esa mirada “estética” con que miramos las
obras de arte), no reivindican su ser profundo y exclusivo, no nos asaltan con su
individualidad irreductible a cualquier trama de conexiones, sino que se deslizan ante
nuestros sentidos como una procesión de máscaras sin cuerpo, reducidos a meros
“haces de impresiones”, como quería Hume.
Pero ¿acaso el arte nos pone realmente en contacto con la
substancia
de las cosas que
subyace al envoltorio de propiedades que de ellas percibimos? No ciertamente; como
reconoce Ortega, no nos revela “el secreto de la vida”: sólo nos hace adquirir la certeza
de que ese “secreto” está ahí, aunque no lleguemos a tocarlo. ¿De dónde viene, pues, la
certeza? Ortega dice que del placer estético, que hace que
parezca
que la intimidad de
las cosas se abre ante nosotros. En realidad ni siquiera es necesario que el sentimiento
estético sea de placer: basta con la
perplejidad
producida por la anomalía que el arte
introduce en lo consabido y ordinario (como señala Kant y, con él, todos los que han
tratado de lo bello y lo sublime o
elevado
23
, hay efectos estéticos agradables y efectos
que se expresan mejor con el término
pasmo
).
Pero si todo se redujera, como dice Ortega, a una nueva
apariencia
, la de que la
intimidad de las cosas se nos hace manifiesta (sabiendo como sabemos que eso es
imposible), seguiríamos en el fondo de la caverna. ¿Qué es lo que diferencia esa
apariencia de las que cotidianamente presentan las cosas ordinarias, hasta el punto de
―presuntamente― hacernos ver a través de ella la entraña de las cosas? Nada salvo que,
como adelantábamos al final del apartado anterior, lo que hace el sentimiento estético
al rasgar la cubierta ordinaria y previsible de los objetos es introducir, proyectar a
través de la hendidura nuestro propio Yo y ver a partir de ese momento los objetos
como dotados también cada uno de su “Yo” respectivo.
Pero ¿qué adelantamos con eso si, tal como hemos visto más arriba al refutar la
argumentación cartesiana en torno al
cogito
, nuestra incapacidad para aprehender el
propio Yo no es menor que la de aprehender la realidad en de las cosas que nos
rodean? Sencillamente, lo que adelantamos es que esa proyección del Yo en las cosas
nos permite estar tan seguros de la existencia independiente (o separada) de los
objetos externos como lo estamos de nuestra propia existencia, aunque ni de la una ni
de la otra seamos capaces de poseer un conocimiento explícito que vaya más allá de una
mera representación vicaria. Porque en último término ―y aquí está la clave del
asunto― la certeza no es un
conocimiento
, sino un hecho precognoscitivo, un
sentimiento
: el sentir general en que se sustenta toda sensación concreta, la atmósfera
23
Cf. Immanuel KANT (1764).
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en la que respira la conciencia
habitual
previa a todo conocimiento
actual
. Quizá
convenga recordar aquí que Aristóteles fundamenta la posibilidad del conocimiento
propiamente dicho, el conocimiento riguroso, incluido el más riguroso de todos, el
científico, no en una imposible ―por infinita― cadena de demostraciones, sino en la
intuición
, intuición que en el griego de la época, significativamente, se designaba con el
mismo término que el entendimiento: νος
24
:
El principio de la demostración no es la demostración, de modo que tampoco el
de la ciencia es la ciencia. Si, pues, no poseemos ningún otro género de
conocimiento verdadero aparte de la ciencia, la intuición será el principio de la
ciencia (…) y el principio del principio (Aristóteles, 1831b, II, 100b 13-16).
La importancia de lo que acabamos de señalar es vital tanto para el conocimiento en
general como para la ontología en particular (“vital” literalmente hablando, pues sin el
fundamento de esa intuición, no habría conocimiento de nada y la vida sería sueño sin
posible despertar). El sentimiento estético es el paradigma de la intuición que nos
enraíza en la certeza de la existencia, certeza que es la premisa mayor del razonamiento
que permite refutar el empirismo radical y el fenomenismo
25
y afirmar el ser de las
cosas más allá de su mero parecer. En el bien entendido de que se trata aquí de una
demostración que no es posible obtener directamente, como pretendía Descartes a
través de la presunta transparencia del
cogito
a mismo, sino de una demostración
indirecta que adopta la forma de refutación de quienes niegan el ser objetivo, al modo
como Aristóteles refuta en el libro Gamma de la
Metafísica
a quienes niegan el principio
de no contradicción.
El rechazo del literalismo” por la OOO es perfectamente coherente con lo que
acabamos de exponer, pues los sentimientos en general, y el estético en particular, son
tan innegables como “inafirmables”, pues es inútil todo intento de describirlos
mediante el lenguaje formalmente estructurado, apto sólo para la designación de
objetos externos observables por los interlocutores o para la formulación de conceptos
cuya estructura está calcada sobre las propias estructuras semánticas y sintácticas del
lenguaje natural y ―no digamos ya― de los lenguajes formales. Por eso Peter Munz, en
una obra relativamente antigua pero cuyas tesis son perfectamente vigentes, tras
sostener que los sentimientos y sensaciones (“feeling-states”, que traduciremos por
24
Cosa que, aunque neguemos la existencia de una supuesta “intuición intelectual” (es decir, una
intuición que nos ponga en contacto inmediato con presuntas realidades ultrasensoriales, puramente
inteligibles), tiene su fundamento en el hecho de que el acto de comprensión, de
entender
un concepto,
un argumento, etc., comporta también un cierto carácter intuitivo, al ser instantáneo y sintético, no
descomponible como tal en fases ni partes (aunque, obviamente, para llegar ahí habremos tenido que
pasar por varias fases y combinar distintas partes, como ocurre en toda forma de razonamiento o
reflexión).
25
Que es como en realidad debería llamarse la corriente filosófica habitualmente designada, por calco de
la lengua inglesa, como “fenomenalismo” (cf. la nota 3
supra
).
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“estados sensoriales” en aras del mayor paralelismo posible con el original) sólo
pueden ser aludidos mediante símbolos, no descritos con palabras, afirma:
La idea de la simbolización de los estados sensoriales es fundamental para
nuestra tesis. Ocurre, no obstante, que muy poco puede decirse al respecto. Es
posible demostrar, como yo he intentado hacer, que los estados sensoriales han
de simbolizarse más que describirse literalmente. Por lo demás, sólo cabe
insistir en que el concepto de significado en dicha simbolización es en sí mismo
indefinible. O bien un símbolo significa algo o bien no significa nada. Quizá se
podría añadir que la presencia de dicho significado suele venir indicada por un
estado de claridad e iluminación en el que uno identifica el estado sensorial.
Pero como el estado sensorial mismo no puede describirse con propiedad
mediante unas cuantas palabras, resulta imposible explicar que “tal o cual”
estado sensorial está simbolizado por un árbol bajo el sol. En efecto, es
precisamente nuestra incapacidad para decir qué es ese “tal o cual” lo que hace
necesario recurrir a la simbolización. Por lo demás es muy posible ver
diferencias en los mbolos; pero no es igualmente posible expresar en unas
cuantas palabras las diferencias en los estados sensoriales que aquéllos
simbolizan (Munz, 1964: 59).
26
Ahora bien, el hecho de que para los sentimientos no haya descripción lingüística
adecuada se debe a que de un sentimiento es imposible obtener un conocimiento
propiamente dicho ―tal como dábamos a entender más arriba al contraponer
sentimiento y conocimiento―, pues el conocimiento propiamente dicho implica
objetividad
y, por tanto, una aprehensión con contenido ―como quería Descartes―
claro y distinto
: estrictamente delimitado frente a otros contenidos y con rasgos
característicos perfectamente detallables. Nada de eso se da en los sentimientos (o
“estados sensoriales” en general): sus límites son siempre imprecisos y es imposible
analizarlos en detalle. Lo cual vale, por supuesto, no sólo para la vivencia sensorial
interna, cuya manifestación básica y más elemental es lo que en fisiología se llama
propiocepción
, sino también para las sensaciones provocadas por estímulos externos,
cuyos límites respectivos se van fijando desde la infancia a lo largo de un proceso
paulatino de aprendizaje en el que el lenguaje como vehículo de comunicación
intersubjetiva desempeña el principal papel “fijador”.
Pero conviene distinguir aquí el lenguaje “en estado naciente” del lenguaje establecido,
incorporado al uso habitual de los hablantes o escribientes. Todo signo lingüístico ha
tenido un primer uso (generalmente imposible de rastrear) para luego hacerse
habitual. En su primer uso, todo término viene a ser una
metáfora
, es decir, una
“traslación” (que eso significa etimológicamente el término griego μεταφορά) de un
contenido sensorial (visual, auditivo, etc.) a otro diferente, v.g.: el sonido ‘trueno’ o su
equivalente gráfico aplicado (“trasladado”) al ruido que parece surgir de las nubes
26
Traducción de Autor.
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durante una tormenta. Esa traslación tiene, en su momento inaugural, el efecto de una
revelación
, efecto sentido continuamente por los niños en el proceso de aprendizaje de
la lengua materna. Efecto que, como es obvio, se atenúa hasta extinguirse pasado cierto
tiempo de uso de los términos aprendidos, lo que constituye un rasgo “entrópico”
común a todo instrumento, cuya función es inseparable del desgaste causado por el uso.
Pues bien, la metáfora literaria ―que Ortega considera el prototipo del objeto estético―
no es más que la renovación o reviviscencia de aquel sentimiento de revelación original
que se da en el aprendizaje, revivido mediante la alteración del uso habitual de las
palabras para construir, mediante sintagmas novedosos, imprevistos contenidos
semánticos que renueven el viciado aire de los estereotipos sin vida que, como capas
de polvo, ocultan el brillo del metal precioso de nuestras vivencias, es decir, de la
existencia
(no porque existencia y vivencias se identifiquen, sino porque éstas
presuponen necesariamente aquélla y a su modo la revelan, aunque no al revés).
Con esto no hemos dicho sino que el lenguaje es,
per se
, metafórico. Pero las metáforas
que lo constituyen se van desgastando hasta caer en la literalidad. Es decir que una
expresión literal no es más que una metáfora desgastada, un significante cuyo
significado se ha reducido al mínimo, hasta el punto de diluirse en el flujo del discurso,
el cual a partir de ahí, para no quedarse también él sin significado (sin sentido), ha de
recurrir, o bien al expediente trivial de hacerse
ostensivo
, es decir, apoyarse en datos
inmediatamente observables, o bien al más elaborado ―y arriesgado― de enroscarse
sobre mismo para construir conceptos más y más complejos en los que el esfuerzo
exigido por su comprensión constituya una nueva experiencia significativa.
El ser-verdad al que aspira el conocimiento (aquel ser sin sujeto ni predicado que nos
fue desvelado/revelado por Parménides ―padre quizá involuntario de la ontología
27
como “corazón de la verdad bien redonda”) es sin duda el blanco al que apuntan todos
los actos (no sólo humanos). Que permanezca sistemáticamente más allá de lo que
directamente percibimos y deseamos no es pretexto para declarar inútil todo esfuerzo
teórico y práctico, tal como el nihilismo, siempre al acecho de nuestra mente a la espera
de su desfallecimiento, sostiene, apoyado por sus fieles colaboradores, el escepticismo
27
Mucho se ha discutido sobre la finalidad que perseguía el Eleata al escribir su célebre poema a modo
de pequeña epopeya del saber. Pero cada vez parece estar más claro que parte, al menos, sustancial de
su propósito fue proponer una nueva cosmología superadora de todas las conocidas hasta entonces,
insatisfactorias para él, según él mismo apunta, porque eran incapaces de dar una visión unitaria del
universo, cuyos aspectos contrarios, aparentemente incompatibles, la mayoría de los humanos, como si
pensaran “con dos cabezas” (fr. DK6 B 5), eran incapaces de conciliar. Que de dicha cosmología se
conserven menos y más breves fragmentos que del resto de los temas tratados en el poema,
particularmente de lo que me atrevo a llamar “ontología”, cabe explicarlo seguramente porque dejaron
de interesar al quedar su “ordenación del mundo” (διάκοσμον, como la llama Plutarco) superada muy
pronto por las cosmologías nacidas en el seno o el entorno de la Academia platónica, obra del propio
Platón, de Heráclides, Eudoxo, Calipo o Aristóteles). Sobre la cosmología parmenídea véase, por ejemplo:
(Bredlow, 2010: 275-297; 2013: 5-22) y ID. - (Calvo, 2018). Sobre el lugar de la ontología en el texto de
Parménides, cf. el Apéndice I de (CANDEL, 2018): “Ser, verdad y misterio: el poema de Parménides”.
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y el relativismo. Ni es excusa para refugiarse en el pancismo posmoderno que, en lugar
de igualar la verdad a cero, la multiplica al infinito, repartiéndola a diestro y siniestro,
lo que es otra manera, más insidiosa, de negarla. Por eso es reconfortante observar
síntomas de regreso al realismo (un realismo ciertamente no ingenuo) como el
representado por la OOO. Intentos de recuperar la vigencia de una ontología digna de
tal nombre, centrada en lo que las cosas son
en sí
, no en lo que son
para nosotros
ni en
lo que son
entre
28
. Una ontología que, sin dejar de reconocer la imposibilidad de
romper la envoltura fenoménica de los objetos (más allá de aproximaciones como la
permitida por la experiencia estética
29
), afirme con rotundidad que
hay objetos
irreductibles a los
aspectos
que éstos presentan, cosas que
son
y no sólo
parecen
y que
están ahí tanto cuando las miramos como cuando dejamos de hacerlo y desde mucho
antes de que empezáramos a mirar. Empeño que no tiene nada de irracional, sino que
responde a una exigencia de la razón misma, como vieron los griegos fundadores de la
empresa filosófica y siguieron viendo la gran mayoría de sus herederos. Como ve
también la mayoría a la que su ignorancia en materia filosófica la salva de caer víctima
de la sofística moderna y posmoderna (porque es preferible la ignorancia a la falsa
conciencia).
Esta concepción, pues, está a años luz de cualquier forma de irracionalismo. Que nos
veamos forzados, por honestidad intelectual y para huir de los sueños visionarios”
contra los que nos previno el sabio de Königsberg, a sostener que la realidad en sí no es
fenoménica (directamente perceptible) sino nouménica (sólo pensable o inferible
30
), lo
cual la convierte, para nuestras capacidades cognoscitivas, en un relativo
misterio
, no
hace automáticamente de nosotros unos “místicos”, esotéricos o cultivadores ―como
dice Harman― de una especie de “teología negativa” aplicada a la realidad
31
. No hay
esoterismo alguno en decir que el ser de las cosas queda más allá de lo sensorialmente
perceptible en ellas y que sólo indirectamente podemos concebirlo mediante el
entendimiento. Esotérico sería, en cambio, pretender que hay procedimientos
28
Sin que, por supuesto, sea lícito cortar todo nexo entre los objetos como parte de la comprensión de
éstos. Porque el
ser
de un objeto es ciertamente
intrínseco
y exclusivo de éste. Pero como también es ése
el caso para todos los demás, el ser los conecta a todos
desde dentro
. La ciencia, por su parte, debe
conformarse con descubrir esos nexos entre objetos, sus relaciones mutuas, prescindiendo de si éstas
son meramente extrínsecas o constitutivas: con constatar si son o no sistemáticas y regulares tiene
bastante para cumplir su función. Sólo la filosofía no se queda ahí y busca, por ejemplo, aquel “algo más”
que mencionábamos antes al preguntarnos qué es lo que da entidad a una ficción o a una obra de arte
además de sus componentes físicos y psicológicos. Lo busca y, por supuesto, no lo encuentra. Pero sin
embargo lo postula, porque sin eso no encontraría nada de lo que sí encuentra.
29
Razón por la que Harman, por ejemplo, considera la estética como “la raíz de toda la filosofía”.
30
No parece que se haya reparado demasiado a menudo en la etimología de ‘noúmeno’, participio pasivo
del verbo griego
noeîn
, “concebir con el entendimiento”.
31
Se denomina “teología negativa” la corriente de pensamiento inaugurada por el anónimo autor
cristiano del siglo VI conocido erróneamente durante mucho tiempo como Dionisio Areopagita de a
que hoy se lo conozca como Pseudo-Dionisio, según la cual no podemos decir de Dios lo que es, sino
sólo lo que
no es
. Dicha doctrina fue compartida y desarrollada por muchos pensadores posteriores,
particularmente por Juan Escoto Erígena o Eriúgena.
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prácticos, como ciertos rituales o técnicas de meditación, que permiten alcanzar una
especie de “unión espiritual” con la realidad profunda de las cosas. Lo más aproximado
a semejante vía de acceso privilegiado al misterio de lo real es, repito, lo que hemos
visto al hablar de la experiencia estética.
Desgraciadamente, la confusión a la que acabamos de aludir está muy extendida, y no
es infrecuente ver cómo las publicaciones de filosofía expuestas en las librerías están
―si están dentro o al lado de las secciones de “espiritualidad”, “religión” o
“autoayuda”. Eso, por un extremo. Por el otro, la consabida filosofía “antimetafísica” en
sus múltiples variantes: positivismo cientificista, relativismo socio-cultural, etc. Pero
forma parte del destino de la filosofía ―y es prueba indirecta de su grandeza― el que
casi todo el mundo la elogie en abstracto y en cambio le salgan tantos enemigos ―o
falsos amigos― en cuanto se pone uno a filosofar en concreto. Por nuestra parte
consideramos preferible ser atacados por realistas a serlo por lo contrario. Aunque sólo
sea por una razón: quien ataca al realista negando la realidad hace irreal, y por tanto
inocuo, su propio ataque. No hay ratón más ridículo que el parido por los estériles
montes del antirrealismo a los que tantos supuestos filósofos se han encaramado estos
últimos tiempos.
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