Protrepsis, Año 9, Número 17 (noviembre 2019 – abril 2020). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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unicidad (Marcuse, 1968: 17-34)- con el fin de permutar la tensión apasionada entre universal y
particular por “la falsa identidad” entre éstos (Horkheimer y Adorno, 1988: 166; énfasis añadido).
La batalla del ser Occidental por la inmortalidad
No es sino hasta bien entrado el siglo XVIII que la necesidad, como condición sine qua non de la
relación sujeto-objeto, por primera vez se diluye de todas las esferas de la vida del ser occidental.
Esta transformación es explícita en la consigna misma que da origen a la ciencia como hoy la
conocemos. Para Bacon, el saber y el poder son dos caras de la misma moneda, ya que si entendemos
cómo funciona el mundo, somos, al mismo tiempo, capaces de incidir en él, de modificarlo. Sin
embargo, esa modificación significa, también, un proceso de identificación del sujeto y del objeto
que no está exento de violencia; ya que al conocer la naturaleza y transformarla, de igual modo la
amoldamos a nuestra imagen y semejanza. Hegel afirma esta identidad: “todo lo que es real, es
racional; todo lo que es racional, es real” (Hegel, 1975: 14). Esta frase significa, por una parte, que
la realidad está dirigida por un conjunto de leyes necesarias e inmutables y que, por ende, la razón
puede captarlas y servirse de ellas; por otra parte, la razón, al entender y controlar las leyes de la
naturaleza, transforma también la realidad, la amolda a sí misma, la racionaliza. Cuando las
matemáticas explican un fenómeno, también se encargan de “matematizar” la realidad.
El conocimiento de estas leyes necesarias e inmutables de la naturaleza tiene por objetivo liberar
al hombre europeo, por y para siempre, del reino de la necesidad. Cuando Kant consignó aquella
frase: sapere aude!, él tenía por objetivo alentar a los individuos a servirse del libre uso de la razón
(Kant, 2009: 45). Mas con ello también denotaba que la razón y la libertad son dos procesos que
están estrechamente interrelacionados, ya que el sujeto, al hacer uso de su racionalidad, está, al
mismo tiempo, liberándose de aquello que lo constriñe y lo reduce a un simple objeto de las leyes
naturales. Por lo tanto, es durante el siglo XVIII que el occidental, en la filosofía, rompe con esta
condición objetiva y se afirma como sujeto: es lo que Kant llamó “el giro copernicano” (2010: 23).
Es decir: si el centro del pensamiento y el mundo escolásticos giraba en torno a dios, en el
pensamiento moderno occidental lo es el hombre ilustrado. Es este sujeto ilustrado que se sirve de
la razón para conocer y controlar al mundo el que ansía la inmortalidad.
Friedrich Nietzsche dijo un día: “¡Dios ha muerto!” (2010: 440). Pero ¿esto no es acaso paradójico?
La muerte de lo inmortal, a primera vista, parece una clara contradicción lógica. Sin embargo, si
consideramos la profunda violencia psíquica, sociológica y epistemológica que implicó esta
transformación para el ser occidental, tal contradicción adquiere su justa dimensión. Jean Paul
Sartre resume bien su efecto: la angustia, lo que significa el malestar que siente el hombre al
enfrentarse consigo mismo y con la posibilidad de no-ser. El uso de la reciente libertad conquistada
es la causa de que la nada advenga al mundo (Sartre, 1966: 66). El sujeto, al empuñar la daga que