Protrepsis, Año 8, Número 15 (noviembre 2018 - abril 2019). www.protrepsis.cucsh.udg.mx
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ISSN: 2007-9273
Protrepsis, Año 8, Número 15 (noviembre 2018 - abril 2019) 205-219
Ensayo.
Apariencia de bondad. Pinceladas nihilistas para
desarraigarse de la univocidad.
Héctor Sevilla Godínez
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Universidad de Guadalajara.
Guadalajara, Jalisco. México.
E-mail: hectorsevilla@hotmail.com
Resumen: El artículo aborda tres apegos centrales: tener un bien superior, seguir una moral
universal y la necesidad de ser libres. El objetivo es mostrar que a partir de una nueva concepción
de la nada, o del vacío de tales conceptos, es posible desvincularlos de los constructos personales;
logrado eso, podrá elaborarse una relativización de las ideas sobre el bien, los motivos de la
existencia y lo que significa ser libre. El lector encontrará pautas concretas, desde un abordaje
filosófico, para cuestionar los supuestos implícitos en tales apegos, los cuales, al ser usualmente
aceptados socialmente, suelen ser difíciles de combatir.
Palabras clave: Univocidad, Bondad, Libertad, Vacuidad, Nada.
Abstract: The article boards three central attachments: have a superior goodness, follow a universal
moral and the need to be free. The objective is to demonstrate that, based on a new concept of
nothingness, or on the emptiness of such concepts, it is possible to detach them from personal
constructs; having achieved this, a relativization of ideas about goodness, the motives for existence,
and what it means to be free can be created. The reader will find concrete guidelines, from a
philosophical approach, to question the assumptions implicit in such attachments which, upon
usually being socially accepted, tend to be difficult to combat.
Keywords: Univocity, Goodness, Freedom, Vacuity, Nothingness.
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Introducción.
La consideración de una ontología negativa centrada en la dialéctica del ser y la nada, aporta
distintos matices para comprender la encrucijada de lo humano en el mundo. Entre otras cosas, un
punto de vista centrado en la vacuidad favorece la liberación de posturas unívocas, concretamente
las relacionadas a la manera en que comprendemos, o incluso concebimos, la bondad. Centrados
en que no hay posibilidad de ejercer una hermenéutica pura y que no estamos en posibilidad de
acceder a una Verdad absoluta, queda por reconocer que no hay espacio oportuno para las visiones
unívocas. Entenderemos por “unívoca” a la postura desde la cual se cree que existe una única
respuesta a las cuestiones de la existencia humana o un solo modo correcto de entender o solucionar
los problemas; lo anterior resulta de importancia, puesto que la pretensión de univocidad es muy
común en varios planos de la vida social e individual.
Por ejemplo, en el ámbito de una consulta psicológica, es común esperar que un paciente pregunte
sobre si lo que está haciendo en su vida es lo correcto. Su supuesto es que hay un sólo modo correcto
de hacer las cosas y que si no lo utiliza actuará erróneamente. Del mismo modo, se impone la
postura unívoca cuando se afirma que los militantes de alguna religión se equivocan en sus
creencias; tal juicio se hace sin la conciencia de que, al menos en cierto modo, todas las religiones
están equivocadas en algo. La univocidad conduce a mantenerse en la idea de que existe una única
voz, un sólo modo o una exclusiva manera de entender las cosas.
La univocidad da paso abierto al maniqueísmo, es decir, a la actitud de entender las cosas, el mundo,
los hechos y las personas desde un parámetro dicotómico que obliga a elegir entre un extremo u
otro, considerando al no elegido como incorrecto.
La univocidad no permite contemplar la vacuidad de nuestros conceptos. Contemplar la vacuidad
nos ofrece la perspectiva de que no hay univocidad posible. En ese tenor, es oportuno liberarse de
las ideas de divinidad construidas por el hombre y que invitan a todo creyente a suponerse poseedor
de la respuesta unívoca sobre la salvación o sobre el sentido de vivir. Cabe liberarse de los sistemas
morales unívocos, absolutistas y estructuradores, que reprimen y obstaculizan el pensamiento
crítico. Del mismo modo, es necesario liberarse de ciertas etiquetaciones permanentes sobre los
valores. Precisamente, la afirmación de los valores como cuestiones absolutas y universales
representa un estorbo más, tal como se demostrará.
La nada y la liberación de lo divino construido en el ser.
Es probable que una de las ideas más perjudiciales en la historia de la humanidad sea la idea de
Dios. Ese concepto ha servido para dividir y justificar atrocidades, para permitir la aniquilación de
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los que no creen, destrozar bienes ajenos, justificar conquistas y destruir familias; a partir de esa
idea se han desarrollado guerras, cruzadas, inquisiciones y muchos conflictos más; asimismo la
creencia unívoca en la divinidad ha moralizado a familias enteras, genera culpa y autoritarismo,
edifica dogmas y proselitismos, enaltece la riqueza de unos cuantos y justifica la pobreza. La idea
de Dios, cuando divide, promueve una serie de acontecimientos infaustos imposibles de no ver. La
religión puede envenenarlo todo cuando promueve una idea unívoca por excelencia: la del Ser
absoluto.
La idea de Dios ha sido forjada por el hombre y por ello contiene los atributos del hombre. Al menos
eso sucede en las concepciones divinas que están configuradas a partir del concepto del ser en
Occidente, concretamente la del cristianismo. Lo anterior supone que un Dios antropomórfico
tiene también comportamientos humanos, lo cual es insustentable. La intervención de tal Dios en
la vida humana es poco deseable si consideramos que supone no sólo la pérdida de la libertad sino
la esclavitud. Pues bien, la única manera de perder la libertad sin volverse esclavo es pensar en la
nada más que en Dios; al menos la nada, al no ser creadora, no supone una línea forzosa a seguir,
además de que no tiene voluntad sobre el hombre. Es cierto que no podremos ser libres por el solo
hecho de negar a Dios, pero al menos seremos menos esclavos de tales ideas.
Dios, o cualquier cosa que se entienda como lo absoluto, no puede ser objeto de intelección, no hay
forma de que sea conocido; de afirmar lo contrario se aceptaría la nefasta premisa de que el hombre
tiene control sobre lo absoluto. La fe no es tal si se sustenta en racionalizaciones superfluas que
indican qué es Dios o quién es. A diferencia de ello, una fe valorable es la del que se asume sin la
posibilidad de nombrar a Dios, sin la opción de conocerlo, sin la garantía de amarlo, sentirlo, tocarlo,
verlo o seguirlo. La fe implica que únicamente se puede asumir que hay Algo, pero que no es aún
para nosotros. Una fe de grado superlativo incluye la presencia de la nada en nuestras vidas
mediante la desposesión de todo concepto y explicación subjetiva; en tal estado se logra dar paso a
la intuición de una respuesta incomunicable.
No es oportuno querer hacer de la Deidad una figura atenta a nuestras peticiones, comedida ante
nuestras necesidades o precariedades; no hay manera de asumir un Dios axiológico lleno de justicia
cuando existen precariedades en el mundo y oportunidades desiguales. Lo único que puede decirse
de Dios permanece en el silencio, el mismo en el que asumimos la nada de Dios, la Nada absoluta,
la que redime al no explicar y al no ser entendida. Nos corresponde una nada que no suplica por
arrepentimientos, que es y que deja que el hombre sea en ella; se trata de una nada que implica la
pérdida de la libertad por la liberación, la sustitución de la razón por la sinrazón, la entrega del
sentido por el sinsentido que devuelve el sentido entregado. La idea de la divinidad se deriva del
intento humano por explicar la indescifrable nada; pero la nada no es algo relativo a la divinidad.
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En su afán de contestar preguntas que no logran ser respondidas, las religiones constituyen
esfuerzos vanos por controlar lo incontrolable mediante la univocidad. Se falla al intentar conocer
lo absoluto desde nuestra miseria, pues no existen palabras que logren atestiguar la grandeza de lo
que se nos escapa. Se requiere de ceguera para creer que se posee lo absoluto por llamarle Dios,
pero ningún concepto de Dios es Dios. De tal modo, la palabra “Dios” es un nombre figurado que
hemos puesto a la Nada. No se puede limitar a ese tal Dios con un rol, con una actuación ficticia y
contradictoria en misma. La idea de Dios es el principal estorbo para entenderlo. Las
concepciones sobre Dios son sólo una mancha humana vanamente postrada en las periferias de lo
absoluto. Ojalá existiera un Dios para que nos librara de sí mismo.
No entender a Dios es el primer paso para entenderlo. No se requiere de intérpretes ni de buenas
voluntades que lleguen a lejanos y recónditos sitios de misión o transmitan desde los púlpitos más
concurridos la explicación de lo que es Dios. Nadie tiene el derecho de explicar a Dios, ni de hablar
de Él o de Eso. No hay alguien que es“llamado” a seguirlo en exclusiva, pensarse virtuoso por
recibir una vocación representa un egoísmo bárbaro, un deseo inefable de distinguirse, de
sacralizarse, de ubicarse como elegidos; pero todo esto contiene una soberbia implícita derivada de
la obsesión por poseer una aureola que otros no tendrán. Con todo ello, la religión unívoca ha sido
también una forma de elitismo, ha separado al mundo entre buenos y pecadores, entre elegidos y
perdidos, entre escorias sucias y denigrantes jerarcas, entre Dios y el Anti-Dios. Lo unívoco lleva a
conceder en nuestra mente la idea de los contrarios y en eso radica el problema.
Es normal que algunos difieran de estas afirmaciones, sobre todo si han construido un sostén para
su propia vida en la postura contraria. El ser humano se vale de ficciones para poder encontrar
respuestas. Dios es la respuesta humana ante la aflicción de un mundo que entendemos caótico y
sin sentido, que se presenta desagradable a nuestros anhelos de armonía. Si la armonía no se
encuentra en la Tierra es natural intentar encontrarla en otra dimensión, creándonos un cielo que,
muy al estilo del platónico mundo de las ideas, está exento de nuestra suciedad corporal.
Por otro lado, la idea de la nada no constituye un principio unívoco, sino que permite la diferencia
de cada ente y de todo lo que es. Lejos de ser obstructiva, la nada es el principio de realización de
todo lo que es, facilitando que todo fructifique. La nada es el silencio que toma el sonido, el vacío
que llena, el cero del que comienzan a surgir las unidades, la contenedora del ser. No hay
univocidad posible desde esta perspectiva. Aun Dios mismo sería posterior a la nada, a menos que
se identifique con ella. En tal caso habríamos de llamarlo como tal, evitando así los supuestos y las
deformaciones.
Lo anterior no contradice la posibilidad de una vida espiritual o de cimentar una fe en lo
innombrable. Lo que estorba son las imágenes y representaciones, los fanatismos unívocos, los
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dogmatismos y los autoritarismos que consecuentemente se forjan. Desarraigarse de la univocidad
y desterrar la apariencia de bondad centrada en un Dios absoluto no representa un modo de
ateísmo. Ser ateo supone centrarse en la negación de Dios, pero más que una negación de Dios lo
que corresponde primariamente es la afirmación de la nada. No se propone una contraparte al
teísmo, o un nihilismo tradicional, sino la valoración abierta, oportuna, humana y vivificadora de la
nada, de la carencia implícita de toda hermenéutica.
Es cierto que puede hacerse alusión a la ilusión que se tiene de Dios, pero de eso no se desprende
la universalización de la ciencia, como pretende Dawkins (2000), puesto que tal aspiración se
deriva de un filtro exclusivamente racionalista. No se implica tampoco una posición intermedia a
la manera del ateísmo con alma propuesto por Comte-Sponville (2006), puesto que la creencia en
la nada no es una forma de reafirmar el alma. La contemplación de la vacuidad y el
desprendimiento de la apariencia de bondad absoluta está más ligado al ateísmo religioso propuesto
por Pannikar (1997), siempre y cuando aceptemos que la afirmación de la nada constituye una
relación con ella o el reconocimiento de esa relación innegable; en tal sentido, se trata de volver a
ligar al hombre con una fuente inmaterial y no con la idea de Dios.
Visto así, cabe la opción de una especie de nihilismo con implicaciones espirituales, pero no
estrictamente religiosas en el sentido de lo institucional. No se trata de decir que “Dios no es
bueno”, a la manera de Hitchens (2008), sino que Dios no es. Y como no es, es la Nada. Y si Dios
es la Nada entonces tendríamos que escuchar el Silencio de Dios, percibir su ausencia,
encandilarnos con su oscuridad, llenarnos de su vacío. Dios, como la Nada, está tan cerca que se
siente lejano, tan ajeno que se asume propio. Despidámonos de nuestras figuraciones de Dios para
dar la bienvenida a lo absoluto de la Nada.
La nada y la liberación de la moral unívoca.
Vivir con ética no implica la aceptación ciega de las reglas morales forjadas en las normas de
carácter colectivo vigentes del contexto. La ética, no como sustantivo sino como ejercicio, requiere
una habilidad práctica; de tal modo, el ejercicio ético personal es una alternativa propicia, siempre
y cuando haya acontecido el reconocimiento de la vacuidad de las conclusiones sobre lo correcto.
Es prioritario observar que cuando se universalizan los valores morales se los vuelve una
representación que no incluye la flexibilidad que todas las reglas deben contener.
Resulta básico contextualizar para poder argumentar a favor de cualquier postura conductual,
debido a que, dada su temporalidad, las ideas morales tienen un territorio de aplicación y una
caducidad específica. Asimismo, quien evalúa las reglas morales también modifica, por la
movilidad de su propia existencia, sus criterios evaluadores, volviéndolo así un moralizador
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dinámico; por ello, las reglas morales no son atemporales y no es correcto entenderlas de manera
unívoca.
Aunque son claras las influencias socrático-platónicas en sus libros sobre ética, Aristóteles no
coincidió con Sócrates en la idea de que la virtud es un saber, ni con Platón en la idea de que el
bien es algo que antecede al individuo. Desde los primeros libros de su juventud, Aristóteles
menciona que “lo más bello, más apreciable y más loable en (es preferible)” (Aristóteles, 1994,
III 1, 116b 37). Tenía claro que, aunque se busque el bien, la valoración de tal no es la misma en
todo momento, pero sabía que de cualquier manera tendría que comprenderse que “aquello a lo
que sigue un bien más grande es también más deseable” (Aristóteles, 1994, III 2, 117a 7-8). El
estagirita destaca la importancia del significado de la situación electiva y la decisión voluntaria para
lograr un juicio correcto.
A diferencia de Platón, el filósofo del peripato no se limita a considerar la razón por sí misma como
virtuosa, pues una cosa es conocer el bien y otra actuarlo o realizarlo. Si con Sócrates se había
reconocido que la maldad podría consistir en la ignorancia, con Aristóteles se abre la posibilidad de
una maldad no ignorante: la del que aun conociendo lo que se debe hacer no lo hace. La virtud
depende del acto, el acto se circunscribe a la elección, la elección está sujeta a la volición y ésta de
la deliberación que, a su vez, essupeditada a la percepción cambiante; desde esta perspectiva,
nadie podría ser una buena o mala persona, puesto que los actos guardan dependencia con las
circunstancias que condicionan la percepción de la que surge la voluntad. Asimismo, la
deliberación se sujeta a valoraciones que están asociadas a eventualidades y causalidades
indeterminadas.
Aristóteles no sale reinante de esta aporía. Piensa, sin embargo, que nuestras equivocaciones en la
concepción del bien tienen que ver con que, en efecto, no somos buenos; es decir, si soy bueno
observaré la bondad, sino no. Pero ¿cómo puedo ser bueno y a priori escoger lo bueno? ¿Dónde se
inicia tal círculo? El estagirita intentó responsabilizar al hombre de sus decisiones, quizá perdiendo
de vista que no es suficiente con razonar para llegar a las mismas conclusiones. No basta ser racional
para optar por lo bueno, ni basta creerse bueno para razonar conforme a lo que es bueno para la
mayoría; lo bueno y lo malo no responden a un bien universal y absoluto, por más que se busque
encajonar forzadamente la metafísica como fuente de la que deriva la ética. Es todo lo contrario:
puesto que no hay un Bien absoluto ni Deidad alguna, las nociones sobre lo bueno dependen de
los aprendizajes; por tanto, no son configurados metafísicamente sino culturalmente.
De esta forma, todo responde al caos aparente, a una muy posible causalidad que escapa de nuestra
percepción y comprensión, a las innumerables conexiones que en nuestra vida nos llevan a elegir
(quizá racionalmente, pero no unívocamente) una conducta. Aristóteles no responde a la cuestión
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sobre qué es lo que genera la voluntad y por ello deja la puerta abierta a la influencia de la
causalidad caótica.
La estructura de la acción ética supone para Aristóteles (1995) un proceso que, en general, es el
siguiente: 1) “todos aspiran a lo que les parece bueno” (III, 5, 1114a 32); 2) “el objeto de la
voluntad… [se vuelve] el verdadero bien” (III 4, 1113a 25-26), es decir, se desea el bien captado y
uno lo quiere conquistar; 3) se delibera con prudencia, en cuanto que “deliberar rectamente es
propio de los prudentes” (VI 9, 1142b 32), y si uno toma en cuenta esta deliberación, entonces se
toma la decisión voluntaria de que tal objeto deseado sea un fin; 4) se buscan los medios para lograr
obtener tal fin y esto corresponde de nuevo a la razón práctica; 5) se corrobora que tal acto es
adecuado en las circunstancias en las que uno se encuentra, en cuanto que hay un “término medio
[que] es elogiado y acierta; y ambas cosas son propias de la virtud” (II 6, 1106b 27-28).
En concreto: se capta un bien, se vuelve un deseo, se hace un deseo concreto aquí y ahora, se busca
cómo obtenerlo y se corrobora su conveniencia en las circunstancias actuales y en relación a los
medios con los que se cuenta. La pregunta que queda abierta es: ¿cómo saber que es correcto el
juicio inicial sobre lo que es un bien? Hoy sabemos que nuestra comprensión de las cosas se debe a
una cosmovisión específica que se forja a través de los aprendizajes de la vida, lo cual condiciona
nuestra perspectiva ante la realidad. Ahora bien, lo único que permite tomar conciencia de tales
influencias, con la intención de no ser sometido a ellas, es adiestrarse por la experiencia y la
meditación filosófica. En concreto, la mirada despierta del humano sobre sus propias concepciones
de lo bueno es la única forma que tiene de actuar confiado en que lo que elige es lo correcto en ese
momento. No obstante, no debe desestimarse que posteriormente se cambie de opinión. Tal
cualidad representa una capacidad meta-ética caracterizada por la elaboración de un juicio
hermenéutico sobre la propia hermenéutica.
Cabe señalar la pertinencia de una voluntad que, surgiendo de silogismos dialécticos” (Reale,
1985: 138), constituya el sustento de cada elección a partir de posibilidades entrelazadas. Así, el
trozo de libertad correspondiente a lo humano se propicia mediante una dialéctica crítica que da
sentido al albedrío. Lo social delimita la manera en que valoramos los bienes por los que suponemos
que se obtiene la felicidad; por ello, en función de la amplia posibilidad multifactorial que ello
supone no cabe afirmar posturas unívocas. Uno de los grandes problemas del humano
contemporáneo consiste en su olvido de la posibilidad de elegir. Que los individuos sean capaces
de elegir no supone que se autodefinan en forma absoluta, sino que hay una porción de sus acciones
que pueden ser delimitadas desde los parámetros s íntimos con los que cada uno cuente. Eso
mismo supone un trabajo introspectivo cuya realización no es muy común; a pesar de que se cree
soberbiamente que elegimos con libertad absoluta, es usual la reacción servil ante las valoraciones
establecidas que se absorben del entorno. El espejo se ha vuelto invisible. Somos tremendamente
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morales y cada vez menos éticos. No discernimos desde la propia intimidad y sólo nos aferramos,
cobardemente, a las valoraciones unívocas que han sido impuestas por el entorno.
La nada y la liberación de las valoraciones unívocas.
Sólo es cognoscible lo contingente y todo lo contingente es modificable. De esto se deriva que el
objeto de nuestro conocimiento tiene una modificación constante. En lo que respecta a las
valoraciones, es decir, las connotaciones específicas sobre el estatus moral de un acto, persona o
situación, no es posible establecer aseveraciones unívocas; lo más propicio, antes de hacer cualquier
juicio, es reconocer que nuestras apreciaciones son individuales, propias de un momento particular,
derivadas de la información y los conceptos con los que contamos. Este reconocimiento prudente
dista mucho de las afirmaciones radicales que se suelen escuchar ordinariamente.
Todo lo que sucede en el mundo es modificable. Las consideraciones que realizamos se ejecutan
de manera interconectada; de tal modo, lo que genera la distinción entre nuestras percepciones es
la manera en que estamos relacionados con las cosas y el modo en el que nos posicionamos ante la
vida y las circunstancias. Este cambio es el que modifica nuestra perspectiva y el juicio
consecuente.
Todos los humanos hacemos valoraciones, pero no podemos dar una categorización general a
nuestros juicios individuales, los cuales son finitos, relativos, contingentes, equívocos, caóticos y
parciales. Ningún individuo es capaz de elaborar una valoración infinita, independiente, unívoca,
completamente armónica e imparcial en su totalidad. Nuestros juicios no escapan de un esquema
de percepciones, lo cual supone la imposibilidad de realizar afirmaciones universalistas que
pretendan situarse fuera de toda estructura o que no sean propicias para la alteración.
De esta manera, como el humano es algo temporal, sus afirmaciones poseen caducidad con respecto
al futuro y son relativas en relación al presente, además de limitadas, confinadas al fracaso, a la
equivocación y a la tendencia manipuladora de nuestra interpretación. En ese sentido, es irónico
que en ocasiones supongamos que las valoraciones que otros hacen de nosotros contengan implícita
la Verdad. Irónicamente, se otorga mucho peso a las promesas, los juramentos y las afirmaciones
categóricas a pesar de que son y existen únicamente para posibilitar la facultad de transgredirlas.
Tal transgresión, cuando sucede, no supone nada extraordinario o novedoso. Es posible que una
promesa hecha con afecto se cumpla con la única intención de evitar la culpa; incluso el perpetuo
cumplimiento de una promesa no supone la igualdad y constancia de ánimo en su cumplimiento.
Importa poco el hecho de que algunas valoraciones se mantengan de por vida. Puede que un
individuo sea suficientemente valiente como para cambiar sus creencias, pero esto no garantiza que
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tenga la capacidad para sostener una duda vigorosa; la buena intención no siempre está
acompañada de análisis crítico, de apertura o desapego. Pueden mantenerse las creencias, los
enfoques de juicio y las valoraciones durante toda la vida sin que esto incluya una postura unívoca
o cerrada. La pereza del cuestionamiento suele acompañarse de motivos para justificar tal
pasividad; Watzlawick afirma que “en el marco de una realidad generada, todo comportamiento es
una prueba ulterior(1995: 62). Pensemos en los problemas familiares que son causados por
valoraciones que no cambian por años, en las ofensas jamás perdonadas que suponen una
exagerada intención en el ofensor, en las disculpas no ofrecidas bajo el esquema de que el otro
merecía lo que recibió y así, unas tras otras, podríamos desparramar situaciones similares. En todos
estos hechos se olvida la presencia de la vacuidad en la promesa o la posibilidad de que las cosas no
sean como las vemos. Las anteriores son cuestiones fundamentales que nos capacitan para ver lo
no visto o, al menos, para reconocer que no se ha visto todo.
Nuestras valoraciones responden a supuestos que están derivados de esquemas, enfoques o modos
tendenciosos de valorar de los que no es posible escapar. No se trata de evitar los esquemas
interpretativos desde los cuales brotan los juicios valorativos, de lo que se trata es de afirmar que
tales juicios pueden ser refutados y que, si deseamos avanzar un poco más, podemos ser los
primeros en objetar nuestros propios juicios, buscar su parte débil y asumir honestamente que
podríamos, con la suficiente evidencia, romper nuestros propios esquemas. Al final, el esquema
último y mejor logrado que habría de hacerse reinar en nuestras concepciones es la evidencia de su
propia vacuidad.
Incluso cualquier valoración de la nada o la vacuidad constituye un esquema interpretativo desde
el cual se sujeta lo que se ha dicho en las páginas anteriores, pero si bien estas elucubraciones
contienen un límite, lo mismo sucede con el esquema occidental precedente, centrado en el ser, el
cual no ha traído sólo bondades. Todo esquema limitado termina por desecharse para dar lugar a
otro esquema limitado; no debemos enfrentar el límite, sino concentrarnos en la forma en que el
nuevo esquema (y su límite implicado) se afianza o se combina con nuestros propios límites.
Es obvio que no hay manera de que exista un esquema de interpretación perfecto si éste ha nacido
de una mente imperfecta. Un sistema de pensamiento imperfecto es el que se espera de una mente
humana, pero si tal logra ser capaz de asumir su imperfección podrá estar por encima de otros
esquemas imperfectos que aún no se asumen así. Cuando un esquema de pensamiento sucumbe
ante otro se valida la predicción de su cambio así como la imperfección de ambos. Toda propuesta
está lista para ser desbancada apenas se afirme, lo cual muestra la firmeza de su posible alteridad.
En ese sentido, es inevitable que toda propuesta, concepto o sistema de comprensión del mundo,
resulte insuficiente. Las valoraciones son siempre humanas y, como humanas, jamás podrán ser
absolutas.
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Siendo así, menos culpable es quien afirma las valoraciones que el que las sigue sin discernirlas
personalmente. Una función humana elemental es ejercer la capacidad de dudar; sin embargo,
entre las valoraciones menos cuestionadas están las que se asocian al orden y a los absolutismos.
Todo ello apunta a nuestra imposibilidad de liberarnos del mite, de la frontera, de la estrechez,
del final.
La imposibilidad de liberarse de la nada.
La nada nos contiene y es por ello que no es posible liberase de ella sin dejar de ser, pues sólo dejar
de ser implicará la totalidad de nuestra nada y volvernos uno con la Nada. Visto de ese modo, ni
siquiera la muerte es una liberación de la nada, la cual no sólo nos contiene en vida, sino antes y
después de tal. Su posesión en nosotros se alarga aún más allá de nuestra existencia. Incluso cuando
dejemos de ser, la nada seguirá siendo.
Resulta difícil de creer que distintas culturas a lo largo de la historia de la humanidad hayan negado,
ocultado, prohibido, sustraído o maquillado las cuestiones sobre la nada. Es tiempo de reconocer la
nada, porque es imperativo incluirla como paradigma desde el cual valorar la realidad. El hombre
contemporáneo requiere de un modo alterno de comprenderse y de comprender a los otros. No
basta con el ser, el ser requiere de la nada. Y no basta con la nada, pues si todo fuese nada no sería
posible hablar de esto. De ahí que lo que hay no es sólo ser y no es sólo nada, sino una dialéctica
entre la nada y el ser. Hay una evidente imposibilidad de liberarse de la nada; al permanecer en
dialéctica constante con el ser, la inexistencia de la nada provocaría que el ser no fuese. Por ello, no
hay ningún ente liberado de la nada, pues en el instante de su supuesta liberación también dejaría
de ser lo que es. Sin el ser, naturalmente, nadie podría tampoco estar libre o ser libre.
Podemos elaborar elegantes sugestiones o sofisticadas elaboraciones mentales para la negación de
la nada, pero no escaparemos de ella sólo por ubicar en nuestra mente la idea de que hemos
escapado. Creer que uno escapa de la nada es equivalente a suponer que por negar el mundo
sustraemos su existencia. Lo que pensamos no es necesariamente un parámetro de la verdad (pues
no los hay), por eso el pensar que hemos sido liberados de la nada no supone tal liberación.
Asimismo, siguiendo ese orden de ideas, también podríamos confrontar que cualquier
pensamiento sobre la nada no implica que ésta exista; ahora bien, tal silogismo sería útil si se
mantuviera el supuesto de que la nada es tal cual como se le describe, pero debe mantenerse la
conjetura de que cualquier pensamiento sobre la nada no la limita a ser lo que de ella se piense. En
tal óptica, elucubramos, imaginamos y suponemos una nada, sabiendo de antemano que lo descrito
no es tal como su descripción.
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La nada es más de lo que he dicho y de lo que se dirá de ella, por lo que es obvio que lo que pensemos
de la nada no será la nada misma. Negar que la nada existe sería una osadía más errónea aun, la
cual supondría una negación sustancial que es distinta a la afirmación del modo de estar de la nada,
lo cual constituye una afirmación específica sobre una manera o modalidad de ser y no sobre el ser
o no ser de la nada.
Que no sea posible liberarse de la nada puede parecer trágico. Sin embargo, lo trágico es lo
contrario: no poder escapar del ser. No es la nada el enemigo del que tenemos que huir, no es de la
nada de lo que hay que liberarnos, y si así lo pensamos estaríamos suponiendo que la nada es “mala”
o “no conveniente” y entonces le estaríamos dando un adjetivo que la hace ser y, por ello, eso no
sería la nada. No tenemos que liberarnos de la nada porque es la nada la que nos libera. La nada,
en su carácter de vacuidad, es el aspecto fundamental desde el cual se posibilita la superación y la
mejor comprensión de lo que somos. Centrados únicamente en el ser hemos caminado en círculos
sin avanzar durante siglos.
De manera que, sumidos en el ser, deseamos la liberación a través de la nada, no al revés. Se trata
de una liberación por la nada y no de la nada. No hay motivo por el cual desear liberarse de la nada,
puesto que en buena parte somos también una nada y querer escaparse de eso resulta poco sensato.
La muerte nos libera de las liberaciones pero no de la nada, es su antesala. Aún no somos la Nada,
pero la nada es ya en nosotros.
Liberarse de la liberación.
Lo más vivificante es la posibilidad de morir. La muerte supone la liberación de una vida que
implica un continuo ejercicio de liberaciones. Siendo así, la muerte es la liberación de las
liberaciones, es lo único que hará innecesario liberarse de algo debido a que nos liberará de las
liberaciones.
Antes de la muerte no hay liberación de la liberación. Si se está vivo hay suficientes motivos para
desear liberación. La localización del yo en la nada supone la eliminación del yo como ilusión de la
conciencia. Cuando deja de existir el oprimido termina con él la necesidad de las liberaciones, pues
éstas no tienen una cualidad sustantiva sino predicativa, en el sentido de que deben realizarse por
alguien. El ejercicio filosófico puede ser una alternativa de liberación o de nuevas prisiones. En ese
sentido, un ejercicio filosófico centrado en la vacuidad puede coadyuvar a mayores liberaciones,
aunque nunca suponga la liberación de la necesidad de liberación, la cual sólo se hará mediante la
muerte.
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Cada cosa y acontecimiento que vemos es captado como un microcosmos de la dialéctica del ser y
la nada, una dialéctica de la que no podremos escaparnos. Todo ente con vida tiene una línea que
cursar antes de que su vida termine. La muerte es la tendencia final e irrenunciable de la vida. Esto
supone que al final existe la liberación de las liberaciones y la erradicación de las ataduras no
liberadas. La muerte es la salida del mundo de las apariencias. Esto no implica que debamos abrazar
un nuevo modo de platonismo ni traer de vuelta el famoso mundo de las ideas; la nada no tiene
ideas y en la nada no se puede tener ideas. No obstante, debe haber algo más que las apariencias,
una dimensión que habita el estado de la no apariencia, el cual puede ser intuido mediante la
contemplación de la vacuidad en este mundo.
La muerte es también una desconexión con lo visible, una separación definitiva de lo sensible y
una huida natural de lo tangible. No hay vuelta hacia atrás después de morir, no hay un sitio que
nos resguarde. Por ello, la muerte es la antesala de la nada del ser que ahora contenemos, pero una
vez que se entra por la puerta estrecha de la muerte ya ni siquiera se es algo.
La muerte no ofrece una vida eterna centrada en el ser, sino una vida que no es vida, una existencia
que es la no-existencia, una sensibilidad insensible, una materialidad inmaterial, corporeidad
incorpórea, materia intangible, un ser que no es ser. La vida después de la muerte ya no es nuestra
y ya no es vida, pero es sin ser. El yo no termina ahí, en realidad es diluido tras encontrarlo como
un Yo. Tal como sucede con las relaciones amorosas y la sensación que nos produce cuando
terminan o dejamos de permanecer en la ficción, del mismo modo la muerte nos permite dejar de
fingir que somos un yo.
La muerte es realmente el final unificador, es la verdadera comunista pacífica e igualitaria que nos
lleva a todos al mismo sitio y con idéntico trato. Por ello, estar dispuesto a morir es el mejor modo
de vivir. Pueden soltarnos, arrojarnos, destruirnos, aniquilarnos y hacernos polvo, pero al final nos
reconstruimos, volvemos al ser que no es y reemprendemos el camino al sinsentido como siempre,
como nunca. Ningún poder tiene el ser cuando se asume la nada.
La nada que somos y la nada que no somos aún.
Se podría concluir que si al morir seremos nada, entonces ahora mismo no lo somos. No obstante,
suponerlo así implica una equivocación: la nada que hoy somos está en dialéctica con el ser, pero
la Nada a la que nos fusionamos tras morir está en dialéctica consigo misma. Por ello, hay una nada
situada a la manera de vacuidad y una Nada absoluta que es independiente a los contextos. La
nada situada nos pertenece y el sitio somos nosotros. La Nada absoluta no tiene sitio pues abarca
todo sitio imaginable.
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Es congruente afirmar que hay una nada que somos y una Nada que aún no somos pero que
seremos en algún momento al final del tiempo; de hecho, será en el preciso instante en que el
tiempo deje de ser algo para nosotros. En la Nada no hay tiempo al no haber movimiento posible.
Sin embargo, hemos aprendido a tener miedo de esta realidad que somos y a esa gran realidad que
seremos. Esto es claro incluso en nuestro propio uso lingüístico. Suelen utilizarse frases que
implícitamente niegan la nada: “no siento nada por ti”, “no hay nada”, “no sé nada” o no vi nada”.
La cuestión es que cuando alguien afirma que no siente nada por alguien es porque efectivamente
siente algo por ese alguien, al menos rechazo. Al coincidir la palabra “nada” con la negación
implícita de la expresión “no” terminamos por afirmar lo supuestamente negado. En todo caso
tendríamos que decir siento nada por tio “no siento algo por ti”. Pero si hacemos un análisis
cuidadoso de estos términos veremos que tampoco tendrían que ser aplicados; si digo que “siento
nada por ti” entonces no es realmente que sienta nada, pues al menos siento indiferencia; si sintiera
nada no podría decir la frase. En todo caso tendríamos que afirmar: “no siento lo que se supone que
esperas que sienta por ti”; aunque tal frase es evidentemente más compleja supone menos
posibilidad de errar, a menos que nuestra suposición sobre lo que el otro individuo espera que
sintamos de él sea falsa, lo cual es lo más probable.
Con respecto a la frase “no hay nada”, más bien tendríamos que decir “no hay algo”. Pero aquí,
aunque la frase es menos incorrecta, nos encontramos con otro problema: en realidad lo que “hay”
es la ausencia de lo que esperábamos que esté ahí, por lo que sí hay un “algo” que es la ausencia de
otra cosa. Probablemente tendríamos que decir “no encuentro aquí lo que busco”, lo cual es más
certero y menos problemático. Cosas similares suceden con otras afirmaciones que incluyen el no
y la palabra nada como negación.
Muy común es escuchar a individuos que solemnemente, como presumiendo su ateísmo, dicen que
“Dios no es nada”. Aquí tendríamos que objetar que si su intención es afirmar la inexistencia de
Dios entonces se están errando los términos; su expresión “Dios no es nada” supone que si Dios no
es nada entonces es “algo”. Ahora bien, cabe considerar la afirmación inicial pero en otro sentido:
“Dios es Nada”, lo cual potencia el concepto de Dios a la categoría de Nada. Por otro lado, también
podría decirse que “Dios no es Nada” y de esto se implicaría que si Dios no es la Nada entonces es
nada, por lo que Dios (cualquier cosa que eso sea) no tiene salida: o es nada al no ser la Nada o es
la Nada siendo nada.
No es lo mismo que el humano exista como ente constitutivo en el que converge el ser y la nada y
que se lo considere únicamente como nada. La vida nos inserta en la dialéctica del ser y la nada, de
modo que es eso lo que somos ahora. La Nada absoluta supone un ser sin ser. La Nada que seremos
supone dejar de ser lo que fuimos en los parámetros terrenales.
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Este ser sin ser que es la Nada nos resulta inexplicable desde nuestra lógica limitada. No hay forma
de saber hoy lo que la nada nos supondrá. La imposibilidad de certezas que la nada misma implica
nos imprime una consecuencia drástica: el temor a la ambigüedad que representa esta vacuidad.
Mientras la vida sucede, hemos de construir desde la nada. Intentar vivificar lo absoluto aún antes
de serlo. La nada que poseemos implica que la trascendencia es hoy, que no hay que morir para
vivenciar la nada, que la infinitud es presente desde ahora y aquí. Vivir desde la nada, filosofar
desde la vacuidad, conduce, desde luego, a consecuencias diversas.
Conclusiones.
El nihilismo, como estudio de la nada, no es tampoco una disciplina que agote lo que nada es, pues
la postura nihilista se centra en lo que se sabe de la nada a manera de intuición, pero poco puede
saberse de lo que no es producto de la intelección ni puede ser abarcado por ella. En ese sentido,
todos los nihilismos son parciales en su perspectiva y en su finalidad. Del mismo modo, toda
ontología centrada únicamente en el ser, y en desatención de la nada, no puede más que ser
igualmente parcial por no considerar aquello que permanece en dialéctica posibilitadora de todo lo
que es.
En Occidente hemos sido enseñados desde un paradigma educativo centrado en el ser. A partir de
tal parámetro, la mayoría de las personas acepta la idea de un bien superior emanado de un Ser
superior. Por tanto, la vida personal suele volverse una carrera cuya meta es el logro de lo que se
haya entendido por lo más valioso. No obstante, la apreciación del vacío de tales conceptos y la
aceptación de su valor relativo, puede ser la puerta a una existencia con mayores contenidos y con
apertura a la diversidad.
Precisamente, la aceptación de lo relativo coadyuva a la comprensión de varios motivos para la
existencia. En esa óptica, del presente artículo puede desprenderse la conclusión de que no hay un
sólo sentido de vida ni un único camino o lineamiento personal que seguir, sino que las personas
los elaboran en función de aprendizajes y contenidos cambiantes, poco estables y siempre móviles.
El sentido de vida no es, por tanto, una cuestión de orden singular, sino que los sentidos están
siempre latentes a ser descubiertos o elegidos por la persona en cuestión.
De tal modo, la idea de estar obligadamente llamados a ser libres es también un apego que se ha
arraigado a través de lo que aprendemos. No existe una libertad de una intensidad tal que nos
permita eludir la contingencia que significa estar vivos. Liberarse de la idea de ser libres de un
modo particular o de una concepción exclusiva de libertad es, irónicamente, un modo de ser libres
sin intentar serlo.
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Finalmente, tras la liberación del apego al bien supremo, al sentido de vida y a la libertad, lo que
queda es una nada que puede resultar angustiante si se le interpreta como un preámbulo a la Nada.
No obstante, la visión óptima para comprender esta nada en asociarles a un gran cúmulo de
posibilidades casi infinitas que nos corresponde elegir mientras contengamos la vida. La liberación
del apego a la bondad, incluidas la apariencia y las pretenciosas simulaciones de la misma, es una
de las principales encomiendas del hombre y la mujer contemporáneos; la contemplación de la
nada y de los vacíos conceptuales de los aprendizajes recibidos y de las costumbres en las cuales
sostenemos nuestra cotidianidad constituye una estrategia apropiada para tal misión.
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